Más finales II, Nazim Hikmet


ANTONIO COLINAS
El Mundo




En España hemos tenido una difusión tardía de la obra del poeta turco Nazim Hikmet (1901-1963), aunque guardamos un particular y temprano recuerdo de la versión parcial que el poeta turco-sefardí Solimán Salom -asiduo en las tertulias madrileñas de los años 60- nos ofreció en uno de los selectos volúmenes de la primera etapa de la colección Adonais (Poetas turcos contemporáneos, 1959). Luego llegarían la antología publicada por Visor (1970) y Duro oficio del exilio (Batlló, 1976, preparada sobre la que había hecho el argentino Alfredo Varela). El libro que hoy comentamos es complementario del que Las Ediciones de Oriente había publicado en 2000 (Últimos poemas.I). Estos poemas finales fueron escritos prácticamente durante los dos últimos años de su vida y, bajo este punto de vista, poseen esa significación profunda que sólo puede transmitirnos un ser humano que hizo de la lucha y del testimonio político una razón de ser tan poderosa como su misma poesía.

Nacido en Salónica, en 1901, cuando esta ciudad se hallaba integrada en el Imperio Otomano, Nazim fue hijo de un alto funcionario turco allí destinado. Sus raíces creativas son inseparables de su activismo político, ligado a su pertenencia al partido comunista y, en concreto, a una febril actividad periodística a lo largo de los años 20 y 30, que le llevara a la persecución por parte de las autoridades de su país; primero a breves encarcelamientos y más tarde, en 1938, a 12 años de prisión. Una campaña emprendida por intelectuales de todo el mundo, encabezada por Tristan Tzara, logró su liberación. Vida y obra están, por tanto, traspasadas por la inquietud social, pero lo que el Tzara reconoció como la “resonancia afectiva” de la poesía de Hikmet es lo primordial en su obra: un humanismo directo, sin fronteras, que el poeta aborda desde un lenguaje fuerte y novedoso.

Son estos atormentados (y serenos) poemas finales como páginas de un Diario que el poeta arranca a los lugares que visita (Tallin, Tanganica, Berlín y Moscú). A veces, un solo símbolo -como el árbol del poema “árbol de Año Nuevo”, escrito en Estonia- le sirve para ponernos de relieve un macrocosmo que es consustancial a esta poesía última, y que está hecho a la vez de un lirismo y de un realismo desnudos, en los que “oscuras torres góticas y chimeneas de fábricas” contienden con los símbolos perennes. Son los símbolos que luego, en un poema escrito en Berlín, adquieren nuevos nombres, y que anulan la angustia de la “separación” de la “enferma” que está muriendo en la lejanía.

Como ya sucediera en otro gran poeta testimonial que nunca renunció al lirismo, Pablo Neruda, las miradas de Hikmet tienden a contemplar lo planetario más allá de lo local. Siempre es el realismo el que se revela en sentimientos y figuras comunales. Así, en los 10 poemas-carta que escribe en Dar es Salam, capital de Tanganica, hace una lectura de la realidad a través de la vida cotidiana; aunque en esa sucesión de imágenes, el hilo lírico sea más débil y es la realidad y la Historia la que retorne al poema para intensificarlo y sacudir al lector.

Como otro gran poeta turco del pasado siglo, Ilhar Berk, Hikmet contempló el mundo y los seres humanos con los ojos “bien abiertos y bien jóvenes”. Es esta mirada imperturbable la que observa y pasa la información al pensamiento y al sentimiento del poeta, que, a continuación, denuncian. Pero, al final de su vida son el amor y muerte las que cuentan para un humano; son como su testamento poético al trenzarse en el breve poema último como un resumen de una vida asediada por el dolor: “Me dijo por qué no vienes/ por qué no te quedas/ por qué no sonríes/ por qué no mueres/ He venido/ He quedado/ He sonreído/ He muerto”.