P. J. Harvey, reina del rock alternativo, regresa con un trabajo arrollador. Icono aclamado por la crítica, arrastra una leyenda de soledad y fragilidad.
BRENDA OTERO
El País
Conocer a P. J. Harvey (Somerset, 1969) supone sumergirse en el universo de una de las cantantes fundamentales del rock alternativo de los noventa. En 1995 asombró al mundo. Al menos a esa estirpe de melómanos que rebuscan en las tiendas de discos nuevas sensaciones. To bring you my love fue el trabajo de la cantautora británica que la catapultó, según la crítica, a ser “piedra angular” del rock contemporáneo. No es sólo por su música. Harvey explora en sus letras asuntos como el sexo, el amor y la religión con tal honestidad y con un humor negro que son su seña de identidad. Letras de madres que ahogan a sus hijos o amantes que se niegan a ser abandonados. No dejan indiferente.
La diva indie regresa acompañada en su undécimo trabajo. A su lado está su amigo John Parish, músico y coautor de su nuevo álbum, A woman a man walked by. Los dos vivían cerca del pueblo de Yeovil y se conocieron cuando Harvey pidió a Parish que actuara en su 18º cumpleaños: “John tocaba en uno de mis grupos favoritos”, recuerda Harvey. El concierto nunca llegó a tener lugar, pero Parish y la joven se hicieron amigos y colaboradores. Hasta hoy. Compusieron juntos Dance hall a louse point, en 1996. En su segundo disco juntos, A woman a man walked by, mantienen el sistema, en el que Harvey escribe las letras según la música de Parish. “Todavía nos sorprendemos mutuamente” asegura la cantante.
White chalk, el anterior trabajo de Harvey, era solitario, sellado y límpido. A woman… es lo opuesto. Un viaje abrupto y rabioso donde la artista ladra (Pig will not), se lamenta con voz de anciana (April) o juega al escondite (Sixteen, fifteen, fourteen). “Sabía que lanzándome en otro proyecto con John haría algo diferente”, apunta Harvey. “Él es impredecible y todo un personaje. Nunca sé con lo que me voy a encontrar”. Parish, además, saca en ella una desconocida faceta de humor burlón. En otro de los cortes, el que titula el disco, aparece una criatura, un “hombre-mujer” con los testículos hechos de “trozos de hígado de pollo”. Harvey prefiere no dar detalles sobre el germen de estas imágenes grotescas: “Para mí, la música de John es una bestia cambiante que viene hacia a ti como un enorme tren. En las letras traté de reforzar ese sentimiento”.
En 1992, P. J. Harvey publicó su primer disco, Dry. Por aquel entonces era una chica de campo, hija de cantero y de escultora, que se había trasladado a Londres para estudiar Bellas Artes. Le gustaba la música, pero quería dedicarse a dar clases de escultura como manera “práctica” de ganarse la vida. “Tuve la suerte de encontrar una discográfica a la que le gustó lo que hacía y me ayudó a grabar un disco”, comenta. Su rock cenagoso no pasó inadvertido. A partir de entonces se convirtió en la dama oscura del rock.
Para entender qué es lo que abre la caja de los truenos de su música, el público y la crítica han diseccionado la vida personal de Harvey. Han buscado en sus depresiones, en sus alarmantes pérdidas de peso, en su permanente soledad. Hasta en sus golpes de mala suerte: en 2001, cuando disfrutaba del éxito de Stories from the city, stories from the sea, su trabajo más optimista y comercial –inspirado en la ciudad de Nueva York–, vio cómo se hundían las Torres Gemelas.
“Cuando te gusta un artista buscas pistas en su personalidad porque crees que te harán entender mejor su trabajo. Pero probablemente esas claves no existan, porque una cosa es lo que hacen, y otra, ellos como personas”, reconoce. “Admiro a grandes letristas como Bob Dylan o Leonard Cohen porque me hacen sentir cosas que reconozco y que me consuelan. Como escritora, sé que no se trata de su diario personal; no obstante, quienes no escriben canciones pueden confundirse”.
Algo decepcionante para sus seguidores, que probablemente imaginan su obra surgiendo de las profundidades de su alma: “No es una separación tan sencilla y clínica”, dice torciendo nerviosamente la boca. “Escribo sobre cosas que me emocionan, que puedan emocionar a otros. Siempre he sido honesta con los sentimientos humanos y las observaciones sobre el mundo. Pero nunca he querido dar explicaciones. En las ocasiones en las que he escuchado a un escritor explicar su trabajo me he sentido profundamente desengañada porque eso no era lo que significaba para mí”.
La artista es conocida por proteger su intimidad con determinación: “Soy reservada, pero, probablemente, la manera en la que empezó mi carrera me hizo más protectora de mi privacidad de lo que ya era. Fue un shock para mí. Al principio me hacían preguntas muy personales, como cuándo había perdido la virginidad. Recuerdo sonrojarme de pura vergüenza”.
La única vez que volvió a bajar la guardia en público fue en 1996, durante el rodaje del vídeo Henry Lee, junto al cantante australiano Nick Cave. Las imágenes recogen cómo los dos artistas se enamoran frente a las cámaras. En un plano único de tres minutos. “No nos conocíamos bien. Fue sorprendente para los dos. Se suponía que teníamos que hacer un vídeo, e inesperadamente, algo extraño sucedió. Lo que ves es lo que hay. Fue la primera y la última vez que viví algo similar”, evoca Harvey sonriendo. “Fue precioso e inusual. Me alegro de que esté documentado”. Para Cave, son unas imágenes “maravillosas, pero difíciles de ver”. El vídeo muestra a Harvey y a Cave, pálidos y vestidos de oscuro, mirándose incandescentes, sintiendo el vértigo de lo que sucederá después. La historia no duró. Harvey tomó la decisión de terminar la relación. “Nos queríamos muy intensamente”, ha admitido. “Tanto, que nos hacíamos daño”.
Harvey en varias ocasiones ha expresado el deseo de apartarse de la música –lo que hoy describe como “su gran amor”– para dedicarse a estudiar literatura inglesa, o trabajar como enfermera. “Esas cosas salían de mi boca porque me costó aceptar que mi profesión era escribir canciones y viajar por el mundo cantándolas”, dice irónica. “Me llevó un tiempo considerarlo una manera válida de conducir mi vida. Hasta hace una década dudaba si esa era la mejor manera de contribuir en mi estancia en el planeta Tierra”.
La diva indie regresa acompañada en su undécimo trabajo. A su lado está su amigo John Parish, músico y coautor de su nuevo álbum, A woman a man walked by. Los dos vivían cerca del pueblo de Yeovil y se conocieron cuando Harvey pidió a Parish que actuara en su 18º cumpleaños: “John tocaba en uno de mis grupos favoritos”, recuerda Harvey. El concierto nunca llegó a tener lugar, pero Parish y la joven se hicieron amigos y colaboradores. Hasta hoy. Compusieron juntos Dance hall a louse point, en 1996. En su segundo disco juntos, A woman a man walked by, mantienen el sistema, en el que Harvey escribe las letras según la música de Parish. “Todavía nos sorprendemos mutuamente” asegura la cantante.
White chalk, el anterior trabajo de Harvey, era solitario, sellado y límpido. A woman… es lo opuesto. Un viaje abrupto y rabioso donde la artista ladra (Pig will not), se lamenta con voz de anciana (April) o juega al escondite (Sixteen, fifteen, fourteen). “Sabía que lanzándome en otro proyecto con John haría algo diferente”, apunta Harvey. “Él es impredecible y todo un personaje. Nunca sé con lo que me voy a encontrar”. Parish, además, saca en ella una desconocida faceta de humor burlón. En otro de los cortes, el que titula el disco, aparece una criatura, un “hombre-mujer” con los testículos hechos de “trozos de hígado de pollo”. Harvey prefiere no dar detalles sobre el germen de estas imágenes grotescas: “Para mí, la música de John es una bestia cambiante que viene hacia a ti como un enorme tren. En las letras traté de reforzar ese sentimiento”.
En 1992, P. J. Harvey publicó su primer disco, Dry. Por aquel entonces era una chica de campo, hija de cantero y de escultora, que se había trasladado a Londres para estudiar Bellas Artes. Le gustaba la música, pero quería dedicarse a dar clases de escultura como manera “práctica” de ganarse la vida. “Tuve la suerte de encontrar una discográfica a la que le gustó lo que hacía y me ayudó a grabar un disco”, comenta. Su rock cenagoso no pasó inadvertido. A partir de entonces se convirtió en la dama oscura del rock.
Para entender qué es lo que abre la caja de los truenos de su música, el público y la crítica han diseccionado la vida personal de Harvey. Han buscado en sus depresiones, en sus alarmantes pérdidas de peso, en su permanente soledad. Hasta en sus golpes de mala suerte: en 2001, cuando disfrutaba del éxito de Stories from the city, stories from the sea, su trabajo más optimista y comercial –inspirado en la ciudad de Nueva York–, vio cómo se hundían las Torres Gemelas.
“Cuando te gusta un artista buscas pistas en su personalidad porque crees que te harán entender mejor su trabajo. Pero probablemente esas claves no existan, porque una cosa es lo que hacen, y otra, ellos como personas”, reconoce. “Admiro a grandes letristas como Bob Dylan o Leonard Cohen porque me hacen sentir cosas que reconozco y que me consuelan. Como escritora, sé que no se trata de su diario personal; no obstante, quienes no escriben canciones pueden confundirse”.
Algo decepcionante para sus seguidores, que probablemente imaginan su obra surgiendo de las profundidades de su alma: “No es una separación tan sencilla y clínica”, dice torciendo nerviosamente la boca. “Escribo sobre cosas que me emocionan, que puedan emocionar a otros. Siempre he sido honesta con los sentimientos humanos y las observaciones sobre el mundo. Pero nunca he querido dar explicaciones. En las ocasiones en las que he escuchado a un escritor explicar su trabajo me he sentido profundamente desengañada porque eso no era lo que significaba para mí”.
La artista es conocida por proteger su intimidad con determinación: “Soy reservada, pero, probablemente, la manera en la que empezó mi carrera me hizo más protectora de mi privacidad de lo que ya era. Fue un shock para mí. Al principio me hacían preguntas muy personales, como cuándo había perdido la virginidad. Recuerdo sonrojarme de pura vergüenza”.
La única vez que volvió a bajar la guardia en público fue en 1996, durante el rodaje del vídeo Henry Lee, junto al cantante australiano Nick Cave. Las imágenes recogen cómo los dos artistas se enamoran frente a las cámaras. En un plano único de tres minutos. “No nos conocíamos bien. Fue sorprendente para los dos. Se suponía que teníamos que hacer un vídeo, e inesperadamente, algo extraño sucedió. Lo que ves es lo que hay. Fue la primera y la última vez que viví algo similar”, evoca Harvey sonriendo. “Fue precioso e inusual. Me alegro de que esté documentado”. Para Cave, son unas imágenes “maravillosas, pero difíciles de ver”. El vídeo muestra a Harvey y a Cave, pálidos y vestidos de oscuro, mirándose incandescentes, sintiendo el vértigo de lo que sucederá después. La historia no duró. Harvey tomó la decisión de terminar la relación. “Nos queríamos muy intensamente”, ha admitido. “Tanto, que nos hacíamos daño”.
Harvey en varias ocasiones ha expresado el deseo de apartarse de la música –lo que hoy describe como “su gran amor”– para dedicarse a estudiar literatura inglesa, o trabajar como enfermera. “Esas cosas salían de mi boca porque me costó aceptar que mi profesión era escribir canciones y viajar por el mundo cantándolas”, dice irónica. “Me llevó un tiempo considerarlo una manera válida de conducir mi vida. Hasta hace una década dudaba si esa era la mejor manera de contribuir en mi estancia en el planeta Tierra”.