JUSTO NAVARRO
Revista Mercurio
Samuel Beckett (1906-1989), que ganó el premio Nobel en 1969, fue un joven deportivo, escalador en los Alpes, nadador en el Mediterráneo, atleta en el Trinity College de Dublín, inagotable bebedor cervecero en París, donde también se atrevió a ser secretario de James Joyce. Después de la segunda guerra mundial dejó de escribir en inglés. Se pasó al francés, con el deseo declarado de eliminar excesos de estilo. “He olvidado la ortografía y la mitad de las palabras”, dice Molloy, uno de grandes personajes de Beckett, presa de una comprensible sequedad verbal mientras es interrogado por la policía.
Beckett y su mujer, Suzanne Deschevaux-Dumesnil, fueron activistas de la Resistencia francesa contra la ocupación nazi. En 1942 huían de la Gestapo. Aunque conozco a quienes leen la novela Molloy (1951, traducida al español por Pedro Gimferrer en 1973) como un juego metafórico sobre la indefensión y la contingencia radical de los seres humanos, yo no puedo evitar leerla como una rememoración caricaturesca, humorística, tabernaria, de la fuga real de 1942. Molloy consta de dos capítulos y dos narradores (uno por capítulo) en primera persona, Molloy y Moran, que dicen escribir por encargo. Podríamos decir que es una novela detectivesca, una historia de viaje y persecución.
“Me dirigía a casa de mi madre, a cuyas expensas yo agonizaba”, escribe Molloy, en el recuento de su “vida desmesurada”, una serie de encuentros accidentales, tropiezos con la policía, todos los desastres ridículos de un anciano con muletas y “las piernas rígidas como la justicia”, ciclista sin papeles, ni ocupación, ni domicilio, muerto de miedo. Cuando se cansa de un sitio, se larga, es decir, se pone a hablar de otra cosa. Duerme al borde de los canales y en campo abierto, y se encuentra con la señora Lousse, o Loy, que lo recoge temporalmente en su casa, como a Beckett, en su experiencia de héroe fugitivo, le dio refugio la novelista Nathalie Serraute, que inmediatamente aborreció a Beckett, de costumbres caseras similares a las de Molloy.
El agente Jacques Moran recibe el encargo de buscar a Molloy y escribe para informar sobre su misión, obedeciendo órdenes. Su lanzamiento al bosque y la llanura tiene un planteamiento bíblico: un mensajero, “pesada y sombríamente endomingado”, visita a Moran en su casa y le exige abandonarla de inmediato en compañía de su hijo. No llega a pedirle que sacrifique al muchacho, tal como el ángel reclamó a Abraham que inmolara a Isaac. Sólo le pide que encuentre a Molloy. Y Moran se ve a la caza de un Molloy, o quizá se llame Mollose, a quien imagina monstruoso, rugidor, ahogándose pero siempre en camino. Morán se considera a sí mismo “una criatura de su casa y su jardín (...), que ejecutaba con fidelidad y habilidad un trabajo repugnante”.
Como los detectives Sherlock Holmes y Hércules Poirot, viste de modo extravagante, con un traje de cazador rojo y blanco, “cómodo aunque un poco ridículo”, y no se desprende de “un pesado paraguas invernal de empuñadura maciza”. Es desobediente: a pesar de tener instrucciones de salir en el día, padre e hijo no emprenden viaje hasta medianoche, agotados ya del esfuerzo de llegar a salir. Y entonces se acelera la historia de desgaste y metamorfosis externas e internas que van volviendo a Moran “rápidamente irreconocible”, como si Molloy hubiera sido encontrado en el propio cuerpo de Moran, como si Moran se hubiera transformado en Molloy en el curso de su viaje. El humor de Beckett es genialmente compatible con una de las frases finales de Moran: “No soportaré más ser un hombre”.