El autor de 'El imperio del sol' falleció ayer a los 78 años
JACINTO ANTÓN
El País
El soñador de catástrofes se ha adentrado en el más ignoto de los territorios devastados: el escritor británico James Graham Ballard, uno de los grandes visionarios del siglo XX, considerado el último de los surrealistas y maestro de la ciencia-ficción más literaria, falleció ayer, 19 de abril, a los 78 años, a consecuencia del cáncer de próstata que sufría. El autor había revelado su enfermedad, y que no esperaba curación, en su autobiografía Milagros de vida (Mondadori), aparecida el año pasado. Ballard era viudo desde que su esposa, Mary Ballard, falleció trágicamente en 1963 en Alicante durante unas vacaciones en familia. El escritor sacó adelante a sus tres hijos y desde hace cuarenta años mantenía una relación de pareja con Claire Walsh, que lo ha acompañado hasta la muerte.
Ballard, nacido en 1930 en Shanghai, donde sus padres eran miembros de la colonia británica, tuvo una infancia exótica y aventurera en China al vivir la invasión japonesa y verse recluido con su familia en un campo de concentración. Esa experiencia dramática la narró en su novela más conocida, la autobiográfica El imperio del sol (1984), que Spielberg convirtió en película. Ballard regresó a Reino Unido de adolescente y nunca pudo adaptarse al mundo gris y cerrado de la sociedad británica de posguerra. Estudió Medicina, y la anatomía y la disección forman parte integrante de su literatura, a veces de una perturbadora fisicidad y sexualidad. También se enroló en la fuerza aérea (RAF) donde realizó el curso de piloto, y el imaginario de los aviones y el vuelo -especialmente lo relacionado con la caída de los fulgurantes aparatos- aparece en sus textos.
Las imágenes, sueños y experiencias traumáticas de la China devastada por la guerra le acompañaron toda la vida y formaron en buena medida su mundo creativo, caracterizado por una conexión tremendamente fructífera con el inconsciente que se expresaba en una capacidad asombrosa para el simbolismo y las metáforas.
Los edificios deshabitados, los night-clubs y hoteles abandonados, las piscinas vacías, los desiertos... son algunos de los no-lugares oníricos que pueblan los sensacionales cuentos y novelas de Ballard, cuya lectura provoca una sensación escalofriante, a la vez de extrañeza y reconocimiento. En una ocasión, entrevistado por quien firma estas líneas, el escritor, que tras la muerte de su mujer pasó una época abismal de alcohol, desesperación y sexo, afirmó que no necesitaba drogas para imaginar sus mundos, algunos de los cuales tienen una luminosidad lisérgica: "No hay droga como la mente". Algunos críticos vieron en su escritura un elemento enfermizo, malsano y perverso. Sus muchos admiradores, en cambio, destacan su capacidad de avizorar el futuro y escrutar en las profundidades de nuestras almas, sondeando los elementos más tenebrosos, pero también los más conmovedores y extraordinarios.
Admirador de los pintores surrealistas, de Magritte, de Dalí, de De Chirico, de Delvaux sobre todo, de los que su universo imaginario es muy deudor, Ballard estuvo muy interesado por el mundo artístico y se vinculó a los movimientos vanguardistas de los sesenta. En una ocasión, incluso organizó una exposición de automóviles destrozados en accidentes, un tema que le obsesionaba y que sublimó en su novela Crash (1973), llevada al cine por David Cronenberg. De su época experimental, en la que no dudó en acercarse a la pornografía y rodear su escritura de elementos morbosos y alucinatorios, son libros inclasificables como La exhibición de atrocidades.
Varias de sus obras más conocidas giran en torno a catástrofes que amenazan la Tierra y conducen a los personajes a una regresión psicológica, a un apocalipsis interno que no deja de tener un elemento de regeneración. Novelas como El mundo sumergido, La sequía o El mundo de cristal, imaginan la civilización abocada a su fin respectivamente por inundaciones, falta de agua o un extraño fenómeno que cristaliza la naturaleza. El año pasado, el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona le dedicó una magnífica exposición que revisaba todos los aspectos de su obra. Ballard era consciente de que se moría y sus últimos tiempos los ha pasado colaborando con su médico en una suerte de experimento literario en torno a su enfermedad, del que no se sabe si sus frutos verán la luz pública.
Ballard, nacido en 1930 en Shanghai, donde sus padres eran miembros de la colonia británica, tuvo una infancia exótica y aventurera en China al vivir la invasión japonesa y verse recluido con su familia en un campo de concentración. Esa experiencia dramática la narró en su novela más conocida, la autobiográfica El imperio del sol (1984), que Spielberg convirtió en película. Ballard regresó a Reino Unido de adolescente y nunca pudo adaptarse al mundo gris y cerrado de la sociedad británica de posguerra. Estudió Medicina, y la anatomía y la disección forman parte integrante de su literatura, a veces de una perturbadora fisicidad y sexualidad. También se enroló en la fuerza aérea (RAF) donde realizó el curso de piloto, y el imaginario de los aviones y el vuelo -especialmente lo relacionado con la caída de los fulgurantes aparatos- aparece en sus textos.
Las imágenes, sueños y experiencias traumáticas de la China devastada por la guerra le acompañaron toda la vida y formaron en buena medida su mundo creativo, caracterizado por una conexión tremendamente fructífera con el inconsciente que se expresaba en una capacidad asombrosa para el simbolismo y las metáforas.
Los edificios deshabitados, los night-clubs y hoteles abandonados, las piscinas vacías, los desiertos... son algunos de los no-lugares oníricos que pueblan los sensacionales cuentos y novelas de Ballard, cuya lectura provoca una sensación escalofriante, a la vez de extrañeza y reconocimiento. En una ocasión, entrevistado por quien firma estas líneas, el escritor, que tras la muerte de su mujer pasó una época abismal de alcohol, desesperación y sexo, afirmó que no necesitaba drogas para imaginar sus mundos, algunos de los cuales tienen una luminosidad lisérgica: "No hay droga como la mente". Algunos críticos vieron en su escritura un elemento enfermizo, malsano y perverso. Sus muchos admiradores, en cambio, destacan su capacidad de avizorar el futuro y escrutar en las profundidades de nuestras almas, sondeando los elementos más tenebrosos, pero también los más conmovedores y extraordinarios.
Admirador de los pintores surrealistas, de Magritte, de Dalí, de De Chirico, de Delvaux sobre todo, de los que su universo imaginario es muy deudor, Ballard estuvo muy interesado por el mundo artístico y se vinculó a los movimientos vanguardistas de los sesenta. En una ocasión, incluso organizó una exposición de automóviles destrozados en accidentes, un tema que le obsesionaba y que sublimó en su novela Crash (1973), llevada al cine por David Cronenberg. De su época experimental, en la que no dudó en acercarse a la pornografía y rodear su escritura de elementos morbosos y alucinatorios, son libros inclasificables como La exhibición de atrocidades.
Varias de sus obras más conocidas giran en torno a catástrofes que amenazan la Tierra y conducen a los personajes a una regresión psicológica, a un apocalipsis interno que no deja de tener un elemento de regeneración. Novelas como El mundo sumergido, La sequía o El mundo de cristal, imaginan la civilización abocada a su fin respectivamente por inundaciones, falta de agua o un extraño fenómeno que cristaliza la naturaleza. El año pasado, el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona le dedicó una magnífica exposición que revisaba todos los aspectos de su obra. Ballard era consciente de que se moría y sus últimos tiempos los ha pasado colaborando con su médico en una suerte de experimento literario en torno a su enfermedad, del que no se sabe si sus frutos verán la luz pública.