ALEJANDRO G. CALVO
El Mundo
Hoy llega a las pantallas Ponyo en el acantilado, la nueva película del mago de la animación Hayao Miyazaki. Sus películas pulverizan una y otra vez la línea que separa lo infantil de lo adulto con una imaginación desbordante y exquisita.
El realizador, guionista, productor y dibujante Hayao Miyazaki (Tokio, 1941) lleva veinte años reinventando el mundo en que vivimos. Es uno de los últimos fabuladores de nuestro tiempo, alguien capaz de borrar los límites que él mismo se había autoimpuesto para así trazar nuevas fronteras -estilísticas, narrativas, argumentales- en un imaginario que, a día de hoy, parece no tener fin. Imaginación es el concepto más recurrente para describir su cine: Miyazaki posee una capacidad para la fantasía deslumbrante. Parte de un mundo ajeno, bello y extraño a la vez, del que poder sacar rimas para el, mucho más sucio, mundo real en el que vivimos. En sus propias palabras: “Tenemos que estar abiertos a los poderes de la imaginación, siempre aportará algo útil a la realidad”.
La fantasía vive tiempos difíciles en un mundo en el que las historias para niños y mayores son, cada vez más, simples reformulaciones de los clásicos más tópicos. El propio realizador-mago asegura que “en Japón la palabra fantasía se aplica principalmente a los shows de televisión y los videojuegos, como una realidad virtual”. Miyazaki nos dice a través de sus películas que hay que regresar a Lewis Carroll, a H. G. Wells, a Hans Christian Andersen, pero no para volver a contar las mismas historias disfrazándolas con cuerpos bárrocos, sino atender a su sencillez primigenia para elaborar nuevas historias capaces de hacernos emocionar desde los principios básicos que rigen los sentimientos.
La implacabalidad de su cine viene condicionada por una columna visual plagada de todo tipo de seres (formas) apabullantes. La riqueza polimórfica de cada nueva película que nos entrega parte de la base de estar poblada por personajes tan fascinantes como entrañables surgidos de la tradición mitológica nipona así como del sintoísmo, la ancestral religión japonesa centrada en la adoración a los kami o espíritus de la naturaleza. De ahí surge el personaje base, Totoro, el gigantesco, simpático y silencioso dios del bosque de Mi vecino Totoro (1988), filme que lanzó a Miyazaki a la fama internacional y que sirve de imagen-emblema para su productora, Studio Ghibli. Es precisamente con esta película cuando el cineasta empezó a batir récords de taquilla en su país, incluso por encima de los caros tanques de animación norteamericanos, y si algo llama la atención de su nueva y deliciosa producción, Ponyo en el acantilado (2008), es precisamente el sencillo trazado de su dibujo, un regreso en plena era del tan cacareado universo 3-D al lápiz y la acuarela. Vuelve al mundo de Totoro, pero también al de Nicky, la aprendiz de bruja (1989) e, incluso, a la pretérita Guerreros del viento (1984).
Miyazaki niega el intertítulo cuando dice que “a parte de Porco Rosso (1992), todas mis películas se han hecho, primordialmente, para los niños”. La afirmación es taxativa e igualmente válida: es difícil que exista un niño en el mundo que sea capaz de resistirse al imaginario miyazakiano. Pero como se ha dicho una y mil veces antes, el disfrute de su cine es apto hasta para las personas adultas, capaces de identificarse con esas protagonistas, de entre cinco y diez años, que pueblan el grueso de su filmografía. Porco Rosso, de hecho, es algo más que una película con sutiles y gozosas dosis de irreverencia, es una obra gigantesca que convirtió en antiguas al resto de producciones de animación.
Una trilogía exquisita.
Miyazaki reformulaba la Europa de entre guerras a partir de un quejumbroso cerdo piloto -cuenta sarcásticamente el realizador que su obsesión con los “cerdos es únicamente porqué son más fáciles de dibujar que los camellos o las jirafas”- tanto su cinética narrativa como su pureza estética se hiperbolizó, dando lugar a la trilogía de películas conformadas por La princesa Mononoke (1997), El viaje de Chihiro (2001) y El castillo ambulante (2004), que han llevado al realizador tanto a coronar los festivales cinematográficos más exquisitos como a conquistar a ese gran público occidental tradicionalmente reacio (y equivocado) a los productos de Oriente. Su última película, Ponyo en el acantilado, largometraje con apariencia y espíritu de fábula infantil, en realidad es un nuevo carrusel “fantasiático” capaz de iluminar los gestos más inocentes como epifanías vitales en el aprendizaje humano. No debe sroprender que en Estados Unidos se haya doblado con las voces de Cate Blanchett y Matt Damon.
De hecho, nada en Miyazaki es simple. Ni siquiera es necesario rascar detrás de las imágenes artesanales que definen su obra para darse cuenta que detrás de cada boceto existe todo un proceso imaginativo cuya principal virtud es la dulce fluidez del relato. En el cine de Miyazaki no existe ni la marcada polaridad entre el bien y el mal, ni la habitual predisposición que tienen los animales a hablar en el universo creado por Walt Disney; aquí todo adquiere muchos más matices, un personaje con apariencia negativa puede transformarse (o, mejor dicho, revelarse) benigno a medio metraje, mientras que un gigantesco ser protagonista puede no articular palabra en todo el relato. Con Miyazaki ni siquiera nos podemos fiar de los retratos familiares y debemos concedernos paciencia para entender la extraña actitud de las personas adultas, para el realizador prima mucho antes la experiencia personal del niño/niña que cualquier consejo paterno: “No creo que los adultos deban imponer su visión del mundo a los jóvenes, creo que ellos tienen capacidad suficiente para crear su propia visión”.
Alegoría de la ilusión.
Nadie debería perderse Ponyo en el acantilado, de la misma forma que nadie debería dejar de contar a sus hijos los cuentos de El patito feo o El traje nuevo del emperador. Es necesario perderse en las vívidas aguas plagadas de animales prehistóricos por los que Ponyo y Sosuke navegan en un barco de juguete, en ellas se encuentra toda la magia y la ilusión de una obra que mira al pasado sin dejar conducir hacia el futuro. El director de El castillo en el cielo (1986) ha vuelto a construir una alegoría sobre la necesidad de la ilusión, un territorio que parece tener cabida únicamente en la mirada de un niño, pero al que todos los adultos debemos regresar. Dice Miyazaki, un artista que apenas habla con la prensa, que “no deberíamos obsesionarnos con la realidad de la vida diaria sino dejar más espacio a la realidad que habita en nuestro corazón”. No hay mejor forma de expresarlo.
El realizador, guionista, productor y dibujante Hayao Miyazaki (Tokio, 1941) lleva veinte años reinventando el mundo en que vivimos. Es uno de los últimos fabuladores de nuestro tiempo, alguien capaz de borrar los límites que él mismo se había autoimpuesto para así trazar nuevas fronteras -estilísticas, narrativas, argumentales- en un imaginario que, a día de hoy, parece no tener fin. Imaginación es el concepto más recurrente para describir su cine: Miyazaki posee una capacidad para la fantasía deslumbrante. Parte de un mundo ajeno, bello y extraño a la vez, del que poder sacar rimas para el, mucho más sucio, mundo real en el que vivimos. En sus propias palabras: “Tenemos que estar abiertos a los poderes de la imaginación, siempre aportará algo útil a la realidad”.
La fantasía vive tiempos difíciles en un mundo en el que las historias para niños y mayores son, cada vez más, simples reformulaciones de los clásicos más tópicos. El propio realizador-mago asegura que “en Japón la palabra fantasía se aplica principalmente a los shows de televisión y los videojuegos, como una realidad virtual”. Miyazaki nos dice a través de sus películas que hay que regresar a Lewis Carroll, a H. G. Wells, a Hans Christian Andersen, pero no para volver a contar las mismas historias disfrazándolas con cuerpos bárrocos, sino atender a su sencillez primigenia para elaborar nuevas historias capaces de hacernos emocionar desde los principios básicos que rigen los sentimientos.
La implacabalidad de su cine viene condicionada por una columna visual plagada de todo tipo de seres (formas) apabullantes. La riqueza polimórfica de cada nueva película que nos entrega parte de la base de estar poblada por personajes tan fascinantes como entrañables surgidos de la tradición mitológica nipona así como del sintoísmo, la ancestral religión japonesa centrada en la adoración a los kami o espíritus de la naturaleza. De ahí surge el personaje base, Totoro, el gigantesco, simpático y silencioso dios del bosque de Mi vecino Totoro (1988), filme que lanzó a Miyazaki a la fama internacional y que sirve de imagen-emblema para su productora, Studio Ghibli. Es precisamente con esta película cuando el cineasta empezó a batir récords de taquilla en su país, incluso por encima de los caros tanques de animación norteamericanos, y si algo llama la atención de su nueva y deliciosa producción, Ponyo en el acantilado (2008), es precisamente el sencillo trazado de su dibujo, un regreso en plena era del tan cacareado universo 3-D al lápiz y la acuarela. Vuelve al mundo de Totoro, pero también al de Nicky, la aprendiz de bruja (1989) e, incluso, a la pretérita Guerreros del viento (1984).
Miyazaki niega el intertítulo cuando dice que “a parte de Porco Rosso (1992), todas mis películas se han hecho, primordialmente, para los niños”. La afirmación es taxativa e igualmente válida: es difícil que exista un niño en el mundo que sea capaz de resistirse al imaginario miyazakiano. Pero como se ha dicho una y mil veces antes, el disfrute de su cine es apto hasta para las personas adultas, capaces de identificarse con esas protagonistas, de entre cinco y diez años, que pueblan el grueso de su filmografía. Porco Rosso, de hecho, es algo más que una película con sutiles y gozosas dosis de irreverencia, es una obra gigantesca que convirtió en antiguas al resto de producciones de animación.
Una trilogía exquisita.
Miyazaki reformulaba la Europa de entre guerras a partir de un quejumbroso cerdo piloto -cuenta sarcásticamente el realizador que su obsesión con los “cerdos es únicamente porqué son más fáciles de dibujar que los camellos o las jirafas”- tanto su cinética narrativa como su pureza estética se hiperbolizó, dando lugar a la trilogía de películas conformadas por La princesa Mononoke (1997), El viaje de Chihiro (2001) y El castillo ambulante (2004), que han llevado al realizador tanto a coronar los festivales cinematográficos más exquisitos como a conquistar a ese gran público occidental tradicionalmente reacio (y equivocado) a los productos de Oriente. Su última película, Ponyo en el acantilado, largometraje con apariencia y espíritu de fábula infantil, en realidad es un nuevo carrusel “fantasiático” capaz de iluminar los gestos más inocentes como epifanías vitales en el aprendizaje humano. No debe sroprender que en Estados Unidos se haya doblado con las voces de Cate Blanchett y Matt Damon.
De hecho, nada en Miyazaki es simple. Ni siquiera es necesario rascar detrás de las imágenes artesanales que definen su obra para darse cuenta que detrás de cada boceto existe todo un proceso imaginativo cuya principal virtud es la dulce fluidez del relato. En el cine de Miyazaki no existe ni la marcada polaridad entre el bien y el mal, ni la habitual predisposición que tienen los animales a hablar en el universo creado por Walt Disney; aquí todo adquiere muchos más matices, un personaje con apariencia negativa puede transformarse (o, mejor dicho, revelarse) benigno a medio metraje, mientras que un gigantesco ser protagonista puede no articular palabra en todo el relato. Con Miyazaki ni siquiera nos podemos fiar de los retratos familiares y debemos concedernos paciencia para entender la extraña actitud de las personas adultas, para el realizador prima mucho antes la experiencia personal del niño/niña que cualquier consejo paterno: “No creo que los adultos deban imponer su visión del mundo a los jóvenes, creo que ellos tienen capacidad suficiente para crear su propia visión”.
Alegoría de la ilusión.
Nadie debería perderse Ponyo en el acantilado, de la misma forma que nadie debería dejar de contar a sus hijos los cuentos de El patito feo o El traje nuevo del emperador. Es necesario perderse en las vívidas aguas plagadas de animales prehistóricos por los que Ponyo y Sosuke navegan en un barco de juguete, en ellas se encuentra toda la magia y la ilusión de una obra que mira al pasado sin dejar conducir hacia el futuro. El director de El castillo en el cielo (1986) ha vuelto a construir una alegoría sobre la necesidad de la ilusión, un territorio que parece tener cabida únicamente en la mirada de un niño, pero al que todos los adultos debemos regresar. Dice Miyazaki, un artista que apenas habla con la prensa, que “no deberíamos obsesionarnos con la realidad de la vida diaria sino dejar más espacio a la realidad que habita en nuestro corazón”. No hay mejor forma de expresarlo.