¿Quién teme a Virginia Woolf?



ANTONIO CAMERO
Alta Fidelidad



No era plácido ni era idílico, pero era amor. Lo que se tenían Richard Burton y Elizabeth Taylor era amor tumultuoso, salvaje. Ese sentimiento no apto para pusilánimes que a cambio te susurra al oído que estás vivo. También puede hacer de ti un muestrario de desequilibrios psicológicos, motivo por el cual fue prohibido hace algún tiempo por las autoridades sanitarias. Pero algunas personas no tienen elección. Tampoco nosotros podemos evitar tenerlo en mente a la hora de enfrentarnos a ¿Quién teme a Virginia Woolf?, sabedores de que de algún modo la realidad de esta pareja traspasa los imaginarios poros del celuloide para tomar cuerpo en la pantalla. Rich y Liz, Liz y Rich, eran también pareja detrás de las cámaras en el momento de rodar esta película, lo que le da un interés particular que va mucho más allá del simple cotilleo o estrategia de marketing: le da una insobornable autenticidad a lo que vemos.

Y lo que vemos es la historia de un matrimonio, Martha y George, durante una madrugada en la que pasan demasiadas cosas: tras lo que parece haber sido una anodina fiesta, la llegada de ambos al (nada dulce) hogar enciende la mecha de una tonelada de dinamita acumulada durante años de maltrecha convivencia. Rápidamente nos damos cuenta de que los reproches son habituales en la relación de Martha y George, pero se intuye que esta noche seremos obsequiados con un viaje aun más movido en la montaña rusa de su existencia: un joven matrimonio con el que han coincidido en la fiesta llega a casa para avivar, sin sospecharlo, un fuego nunca extinto. Con todos ustedes, una velada en la que, haciendo nuestras las palabras de Margo Channing en Eva al desnudo, más vale que nos abrochemos los cinturones.

Entrando en detalles, lo primero que debe reseñarse es el origen teatral de la cinta, puesto que supone la adaptación de una obra de Edward Albee. Una pieza especialmente pesimista y áspera, más negra que un pozo sin fondo en su acercamiento al alma del ser humano –extendiendo la línea de Tennessee Williams o Arthur Miller-, que Mike Nichols supo poner en imágenes con gran destreza, a pesar de tratarse de su primer largometraje –y posiblemente el mejor hasta la fecha-. Obra teatral y película se caracterizan, de este modo, por su fuerte lenguaje y su retrato descarnado de los personajes; algo más suavizado en el caso del film por imperativos de distribución, pero igualmente poderoso, incluso visto en nuestros días. Insultos, vejaciones y desprecio se convierten aquí en una negra flota que surca el auténtico río de alcohol que ingieren sin tregua todos los personajes durante las más de dos horas de duración de la película, dando lugar a situaciones extremadamente violentas. Una violencia que casi nada tiene que ver con el contacto físico y sí con el daño que una palabra hiriente, seleccionada con cariño para humillar al otro, puede provocar. Todos los personajes, de hecho, son víctimas y verdugos al mismo tiempo. George, Martha, y el joven matrimonio compuesto por el arribista Nick y la inestable Honey. Todos guardan secretos. Y su frustración, su miseria, les hace atacar con saña a los que tienen más cerca, haciéndolos responsables de lo peor de sus vidas.

Pero en ¿Quién teme a Virginia Woolf? hay mucho más que un guión sobre miseria y ambigüedad. Entre sus valores está el ser una película indiscutiblemente madura, que se ahorra cualquier rastro de condescendencia con el espectador. O su fabuloso uso del lenguaje –imprescindible la V.O., como bien habrá supuesto el lector-, que igual sirve para hacer mofa con la brillantez de un charlatán que para embestir a los otros con desquiciada fiereza. Y no sólo valores heredados de la obra teatral, puesto que su fotografía en blanco y negro –hacerlo así en 1966 era una declaración de intenciones- o la música del gran, grandísimo Alex North no pueden ser calificadas sino de magníficas. Y por encima de todo, unas interpretaciones que parecen de otro mundo. Los cuatro actores se implican de tal modo que consiguen alcanzar la excelencia, transmitiendo una colección de emociones que muy, muy pocas veces se han visto retratadas con tanta precisión: rabia, dolor, confusión, amargura, fragilidad, odio, desesperación… Un cóctel que llega a alcanzar temperaturas casi insoportables para el propio espectador, que no puede por menos que sentirse incómodamente atrapado en escenas como la llegada del joven matrimonio a casa de George y Martha o en la escena del bar de carretera. Hay películas más amables, claro está, pero pocas con un trabajo de los actores tan completo y deslumbrante. Sencillamente perfecto. No es exageración, es amor. Amor por el cine.