DIEGO MANRIQUE
El País
Barney Hoskins supo que tenía problemas cuando Keith Richards se echó atrás y le informó que, sintiéndolo mucho, no colaboraría en su biografía sobre Tom Waits. Si ni siquiera un bocazas como el guitarrista de los Rolling Stones -que trabajó fugazmente con el californiano en los años ochenta- se atrevía a romper el silencio, se desvanecía la posibilidad de elaborar un retrato de Waits a partir de testimonios de los que le han tratado.
Tras rechazar hablar con Hoskins, Tom se había puesto en contacto con su círculo de compinches y conocidos, pidiendo que no participaran en el proyecto. Una orden que casi todos acataron: Waits inspira lealtad, respeto y, sí, temor (son famosas sus explosiones temperamentales, sin olvidar su predisposición a recurrir a los juzgados). Han callado antiguas novias (Bette Middler, Rickie Lee Jones), viejos asociados y hasta colegas tan distantes como Richards o Elvis Costello.
Pero el veto no ha podido evitar que se materialice un grueso tomo, Lowside of the road: a life of Tom Waits. Hoskins no es un killer tipo Albert Goldman, uno de esos biógrafos que trituran sistemáticamente al famoso buscando atraer ventas morbosas. Todo lo contrario: británico puntilloso, ha firmado memorables libros sobre el rock de California. Sus pesquisas revelan el andamiaje del mito Tom Waits y los puntos esenciales de una existencia no exenta de turbulencias.
Low side of the road traza el perfil de un chico que vivió sus primeros años en medio de una guerra doméstica, desgarrado entre una madre religiosa y un padre alcohólico, profesor de español siempre dispuesto a escaparse de juerga rumbo al cercano México. En algún momento, Waits rompió filas con su generación: rechazó la potente cultura juvenil de los sesenta y se zambulló en el mundo de los adultos, incluyendo sus decadentes locales nocturnos. Tenía una fascinación seria por los detritos de la beat generation, los románticos del arroyo que soñaban en jazz. Algunos le rechazaron airadamente: según Charles Bukowski, Tom no poseía "un solo hueso original en su cuerpo"; le resultaba obsceno tan laborioso aprendiz de perdedor. Por el contrario, un superviviente hardcore como William Burroughs le bendijo.
A mediados de los setenta, Tom Waits grababa para Asylum Records, el hogar de los cantautores dorados; era un artista de culto, con razonables ingresos. Sin embargo, prefería vivir en el Tropicana, un motel cutre de West Hollywood, dos habitaciones donde se amontonaban libros, discos, botellas, revistas porno. De gira con figuras como Ry Cooder, evitaba los hoteles decentes previstos para instalarse en el alojamiento más casposo que podía encontrar. La atracción por las cloacas llevada a la perversidad.
Cuando el personaje le está devorando, aparece el hada buena. En 1980, durante el rodaje de Corazonada, se enamora de una dramaturga de origen irlandés, Kathleen Brennan, inquilina del taller de talento que subvenciona un Coppola en la cumbre de su poder. Kathleen le retira del alcohol mientras arregla sus barullos económicos y contractuales. Se casan rápidamente y, tras pasar por Nueva York, se refugian al norte de California, en el valle de Sonoma. Adiós a la bohemia: tienen hijos y ejercen de padres.
A diferencia de lo ocurrido cuando Dylan se retira de la circulación en 1966, no simplifica su música. Bajo la influencia de Brennan, Waits se ha radicalizado en sonido, estructuras y expresión. Ya no es la simpática destilación de un beatnik arquetípico: ahora aúlla, castiga los instrumentos, amplía su abanico estilístico. Kathleen le azuza a arriesgarse, incluso en política. Desarrolla su faceta como actor secundario, generalmente con realizadores de prestigio. Ignora las convenciones de la industria musical: nada de giras promocionales, sí a caprichos como editar dos álbumes simultáneamente. La libertad por encima de todo: tras ejercer de cola de león en Island Records, mejor ser cabeza de ratón en la independiente Epitaph.
Temeroso de que se caracterice a su esposa como una nueva Yoko Ono, Waits se esfuerza en protegerla. Así, lleva su proceso creativo a la zona de sombras. Prefiere que no quede claro cuánto hay de ella en cada disco. Desvía las preguntas incómodas con alardes de excentricidad, exhibiciones muy aplaudidas por los pocos periodistas a los que concede citas. En ese proceso se menosprecia a muchos fieles de la primera época, como el productor Bones Howe. Para Barney Hoskins, la obsesión de Waits por el misterio ha desembocado en censura encubierta. Que, inevitablemente, multiplica la curiosidad por la persona que se oculta tras esos discos intimidantes.
Tras rechazar hablar con Hoskins, Tom se había puesto en contacto con su círculo de compinches y conocidos, pidiendo que no participaran en el proyecto. Una orden que casi todos acataron: Waits inspira lealtad, respeto y, sí, temor (son famosas sus explosiones temperamentales, sin olvidar su predisposición a recurrir a los juzgados). Han callado antiguas novias (Bette Middler, Rickie Lee Jones), viejos asociados y hasta colegas tan distantes como Richards o Elvis Costello.
Pero el veto no ha podido evitar que se materialice un grueso tomo, Lowside of the road: a life of Tom Waits. Hoskins no es un killer tipo Albert Goldman, uno de esos biógrafos que trituran sistemáticamente al famoso buscando atraer ventas morbosas. Todo lo contrario: británico puntilloso, ha firmado memorables libros sobre el rock de California. Sus pesquisas revelan el andamiaje del mito Tom Waits y los puntos esenciales de una existencia no exenta de turbulencias.
Low side of the road traza el perfil de un chico que vivió sus primeros años en medio de una guerra doméstica, desgarrado entre una madre religiosa y un padre alcohólico, profesor de español siempre dispuesto a escaparse de juerga rumbo al cercano México. En algún momento, Waits rompió filas con su generación: rechazó la potente cultura juvenil de los sesenta y se zambulló en el mundo de los adultos, incluyendo sus decadentes locales nocturnos. Tenía una fascinación seria por los detritos de la beat generation, los románticos del arroyo que soñaban en jazz. Algunos le rechazaron airadamente: según Charles Bukowski, Tom no poseía "un solo hueso original en su cuerpo"; le resultaba obsceno tan laborioso aprendiz de perdedor. Por el contrario, un superviviente hardcore como William Burroughs le bendijo.
A mediados de los setenta, Tom Waits grababa para Asylum Records, el hogar de los cantautores dorados; era un artista de culto, con razonables ingresos. Sin embargo, prefería vivir en el Tropicana, un motel cutre de West Hollywood, dos habitaciones donde se amontonaban libros, discos, botellas, revistas porno. De gira con figuras como Ry Cooder, evitaba los hoteles decentes previstos para instalarse en el alojamiento más casposo que podía encontrar. La atracción por las cloacas llevada a la perversidad.
Cuando el personaje le está devorando, aparece el hada buena. En 1980, durante el rodaje de Corazonada, se enamora de una dramaturga de origen irlandés, Kathleen Brennan, inquilina del taller de talento que subvenciona un Coppola en la cumbre de su poder. Kathleen le retira del alcohol mientras arregla sus barullos económicos y contractuales. Se casan rápidamente y, tras pasar por Nueva York, se refugian al norte de California, en el valle de Sonoma. Adiós a la bohemia: tienen hijos y ejercen de padres.
A diferencia de lo ocurrido cuando Dylan se retira de la circulación en 1966, no simplifica su música. Bajo la influencia de Brennan, Waits se ha radicalizado en sonido, estructuras y expresión. Ya no es la simpática destilación de un beatnik arquetípico: ahora aúlla, castiga los instrumentos, amplía su abanico estilístico. Kathleen le azuza a arriesgarse, incluso en política. Desarrolla su faceta como actor secundario, generalmente con realizadores de prestigio. Ignora las convenciones de la industria musical: nada de giras promocionales, sí a caprichos como editar dos álbumes simultáneamente. La libertad por encima de todo: tras ejercer de cola de león en Island Records, mejor ser cabeza de ratón en la independiente Epitaph.
Temeroso de que se caracterice a su esposa como una nueva Yoko Ono, Waits se esfuerza en protegerla. Así, lleva su proceso creativo a la zona de sombras. Prefiere que no quede claro cuánto hay de ella en cada disco. Desvía las preguntas incómodas con alardes de excentricidad, exhibiciones muy aplaudidas por los pocos periodistas a los que concede citas. En ese proceso se menosprecia a muchos fieles de la primera época, como el productor Bones Howe. Para Barney Hoskins, la obsesión de Waits por el misterio ha desembocado en censura encubierta. Que, inevitablemente, multiplica la curiosidad por la persona que se oculta tras esos discos intimidantes.