JUAN BONILLA
El Mundo
Con el estreno de El séptimo cielo, filme alemán de Andreas Dresen, llega a nuestras pantallas un cine que reivindica la pasión (vital y erótica) en la tercera edad. Coincidirá con títulos como Gran Torino, de Clint Eastwood, o Cerezos en flor, de Doris Dorrie, trabajos que se alejan de los estereotipos del Hollywood más comercial.
El director de En el séptimo cielo, el alemán Andreas Dresen, define con abierta sencillez su propósito: contar una historia de amor como si los protagonistas, que pasan todos de los sesenta años, fueran jóvenes. “Siempre me había preguntado por qué a la gente mayor tan sólo se les permite, en el cine y la TV, una visión más sentimental o historias entre románticas y apacibles”. Conforme a ese propósito, escribió una historia de amor pasional entre Inge, una costurera de sesenta años, interpretada por Ursula Werner, y Karl, un hombre de setenta y seis, interpretado por Horst Westphal. Inge lleva treinta años casada con su marido (Horst Rehberg), y aún encuentran momentos para la ternura y la complicidad.
El personaje del marido es el más complicado del trío: Dresen ha sabido trazarlo con mayor profundidad que los otros dos. Un detalle conmovedor: el marido se dedica en sus ratos de ocio a escuchar viejos discos de vinilo donde hay grabados sonidos de locomotoras. El detalle no es anecdótico, juega como un adelanto de lo que ocurrirá. Si es fácil aplaudir la entereza con que la película refleja un asunto que si bien no llega a ser tabú, sí es al menos poco fotogénico, o sea, las escenas de sexo entre los amantes que están tratadas sin cortapisas: son viejos, no inválidos. El amor pasión entre Inge y Karl echa a andar una situación comprometida y cuyo final terrible se intuye, y está narrado de manera seca, casi minimalista, sin ningún alarde ni ninguna prisa. Apenas se consiente algún chiste con el que los protagonistas se burlan de su propia condición: “¿Sabes cómo hacen el amor los mayores de ochenta?”, le pregunta el amante a Inge después de un gatillazo: “La mujer hace el pino para facilitar las cosas”. La pregunta colosal llega cuando Inge cuenta a su marido lo que le está pasando y éste le dice que se comporta como una niña, le pregunta si se da cuenta de que tiene 60 años, y ella le responde que qué más da la edad.
Senectud y pasión erótica. Dresen se las ha arreglado para alcanzar ese punto culminante con pericia, pues no se trata aquí de que el matrimonio sea una carga tan pesada que para poder alzarla se necesiten tres personas, sino de un vuelco en el corazón de alguien que se enamora perdidamente, cuando la regla social dice que ya no hay tiempo para eso. Tratar un tema como el flechazo y la pasión erótica con personajes en la senectud, es el punto fuerte de una película que, si no contara con esa potencia, se quedaría en una nueva historia de viejo amor roto por las ansias de amar. En el séptimo cielo es, desde luego, tristísima, y que lo sea a pesar de la felicidad radiante que emana en la relación entre Inge y su amante, es quizá el único incordio que nos procura una historia crepuscular que viene a evidenciar que crepúsculo significa tanto la hora en la que el sol se oculta en el horizonte, como la hora en la que el sol emerge del horizonte.
Aunque es cierto, como asegura Andreas Dresen, que no encontraba en el cine actual historias sobre gente mayor que no los tratasen como meros abuelitos decorativos, sí que es fácil rastrear en los últimos años una incidencia del tema de la vejez en algunas películas hermosas y potentes. La última de ellas es Gran Torino, de Clint Eastwood, acaso el director que mejor envejece. Si bien en la película del maestro hay una especie de equiparación entre la decadencia de un personaje y la decadencia de un imperio que ha perdido la chaveta y se mantiene en la pura inercia, la manera de narrar de Eastwood es tan eficaz que uno puede prescindir sin complicaciones de la metáfora majestuosa para conformarse con la historia pequeña y el gran personaje que la protagoniza, sin jugar a la grandilocuencia, emocionando sin necesidad de que el espectador se vea reconocido en los actos y las vicisitudes de esa decadencia. El propio Eastwood se fue acercando al tema en otras cintas, como su premiada Million Dollar Baby, que no deja de ser una historia de amor, piedad e impotencia, en el que los amantes no llegan a serlo.
También en cartel está Cerezos en flor, de la alemana Doris Dorrie. Homenaje explícito a Yasujiro Ozu y sus Cuentos de Tokio, supone el reverso del filme de Dresen al abordar, en clave minimalista, el amor en la tercera edad desde el sentimentalismo más convencional. Supone una incursión de la directora en el terreno de lo oriental con mejores intenciones que resultados.
Orden y decadencia. Aunque el chiste diga que el amor eterno dura tres años y unos meses, hay otras películas en que un amor que se prolonga durante décadas recibe en su ocaso una descarga que lo hace tambalearse, imponiendo un orden nuevo. La enfermedad es a menudo la catalizadora. Lo refleja bien la primera y hermosa película de la actriz Sarah Polley, Lejos de ella. La protagonista, Julie Christie, vive una historia de amor en la que los avatares que han jugado en contra de la relación sentimental no han sido lo suficientemente poderosos como para romperla. La pareja se prepara para vivir una decadencia sin sobresaltos. Son cultos, sanos, no tienen problemas económicos: el tiempo que les queda van a gastarlo en disfrutar de las cosas que han reunido, de sus recuerdos, de un presente hecho de puro pasado. Y sin embargo, de repente, la protagonista empieza a padecer pér- didas de memoria: el Alzheimer llama a la puerta, y no habían previsto esa contingencia. Cómo esa llegada brutal transforma al marido (Gordon Pinsent), es narrado por Polley con una firmeza extraordinaria. Ese hombre ha sido colocado entre una espada aplastante y una pared que corta, y tomar la decisión de ser feliz entonces, se antoja como una traición a todo lo que guarda su memoria. Emocionante y dolorosa, Lejos de Ella pone un nudo en la garganta a menudo, y avanza con precisión y sin cursilerías retratando esas dos clases de crepúsculo: la del sol que se pone y la del que no tiene más remedio que asomar, en defensa propia.
Una última película es imprescindible en este repaso. Es maravillosa. Se titula Mil años de oración y su realizador es Wayne Wang. Si en el caso de Gran Torino, el personaje de Eastwood puede pasar por representante de la decadencia del imperio americano, en Mil años de oración, el señor Shi es embajador de otro viejo arquetipo: el del oriental que, desde la extrañeza absoluta, trata de internarse en la mente occidental para “desaveriarla”. En este caso, esa mente occidental, es la de su propia hija, que emigró a Estados Unidos, se casó, trabaja como bibliotecaria en un encantador pueblecito, y, después de divorciarse, ha de lidiar con la llegada de su padre, que después de jubilarse y enviudar, se ha propuesto salvar a su hija, convencerla de que arregle su matrimonio y reconstruya su vida.
Culpa genuina. Es una película en la que Wang nos conmueve con pocas cosas, la ingenuidad sabia del señor Shi, su variada condición de extranjero: porque es extranjero, en efecto, pero también es viejo en una sociedad en la que los viejos no cuentan más que batallitas, y es demasiado fantasioso en una sociedad aplastada de realidad. Está fuera de juego, y le pasa factura el reconocimiento de que la represión inevitable que ejerció sobre su hija, haya quedado, con la nueva situación, a la vista, lo que conlleva un ápice de genuina culpa.
Estos son algunos de esos viejos que nos han conmovido últimamente en el cine.Si se echa la vista atrás, aunque apenas pueda hablarse de un cine de viejos, es fácil encontrar una veintena de películas irreemplazables. Lo mejor es que no sólo valgan para aquellos a quienes previsiblemente están dirigidas: su lección estriba en que no hace falta tener más de sesenta años para que nos hagan sentir vértigo, nos atornillen a la butaca, nos inyecten emociones verdaderas.
El Mundo
Con el estreno de El séptimo cielo, filme alemán de Andreas Dresen, llega a nuestras pantallas un cine que reivindica la pasión (vital y erótica) en la tercera edad. Coincidirá con títulos como Gran Torino, de Clint Eastwood, o Cerezos en flor, de Doris Dorrie, trabajos que se alejan de los estereotipos del Hollywood más comercial.
El director de En el séptimo cielo, el alemán Andreas Dresen, define con abierta sencillez su propósito: contar una historia de amor como si los protagonistas, que pasan todos de los sesenta años, fueran jóvenes. “Siempre me había preguntado por qué a la gente mayor tan sólo se les permite, en el cine y la TV, una visión más sentimental o historias entre románticas y apacibles”. Conforme a ese propósito, escribió una historia de amor pasional entre Inge, una costurera de sesenta años, interpretada por Ursula Werner, y Karl, un hombre de setenta y seis, interpretado por Horst Westphal. Inge lleva treinta años casada con su marido (Horst Rehberg), y aún encuentran momentos para la ternura y la complicidad.
El personaje del marido es el más complicado del trío: Dresen ha sabido trazarlo con mayor profundidad que los otros dos. Un detalle conmovedor: el marido se dedica en sus ratos de ocio a escuchar viejos discos de vinilo donde hay grabados sonidos de locomotoras. El detalle no es anecdótico, juega como un adelanto de lo que ocurrirá. Si es fácil aplaudir la entereza con que la película refleja un asunto que si bien no llega a ser tabú, sí es al menos poco fotogénico, o sea, las escenas de sexo entre los amantes que están tratadas sin cortapisas: son viejos, no inválidos. El amor pasión entre Inge y Karl echa a andar una situación comprometida y cuyo final terrible se intuye, y está narrado de manera seca, casi minimalista, sin ningún alarde ni ninguna prisa. Apenas se consiente algún chiste con el que los protagonistas se burlan de su propia condición: “¿Sabes cómo hacen el amor los mayores de ochenta?”, le pregunta el amante a Inge después de un gatillazo: “La mujer hace el pino para facilitar las cosas”. La pregunta colosal llega cuando Inge cuenta a su marido lo que le está pasando y éste le dice que se comporta como una niña, le pregunta si se da cuenta de que tiene 60 años, y ella le responde que qué más da la edad.
Senectud y pasión erótica. Dresen se las ha arreglado para alcanzar ese punto culminante con pericia, pues no se trata aquí de que el matrimonio sea una carga tan pesada que para poder alzarla se necesiten tres personas, sino de un vuelco en el corazón de alguien que se enamora perdidamente, cuando la regla social dice que ya no hay tiempo para eso. Tratar un tema como el flechazo y la pasión erótica con personajes en la senectud, es el punto fuerte de una película que, si no contara con esa potencia, se quedaría en una nueva historia de viejo amor roto por las ansias de amar. En el séptimo cielo es, desde luego, tristísima, y que lo sea a pesar de la felicidad radiante que emana en la relación entre Inge y su amante, es quizá el único incordio que nos procura una historia crepuscular que viene a evidenciar que crepúsculo significa tanto la hora en la que el sol se oculta en el horizonte, como la hora en la que el sol emerge del horizonte.
Aunque es cierto, como asegura Andreas Dresen, que no encontraba en el cine actual historias sobre gente mayor que no los tratasen como meros abuelitos decorativos, sí que es fácil rastrear en los últimos años una incidencia del tema de la vejez en algunas películas hermosas y potentes. La última de ellas es Gran Torino, de Clint Eastwood, acaso el director que mejor envejece. Si bien en la película del maestro hay una especie de equiparación entre la decadencia de un personaje y la decadencia de un imperio que ha perdido la chaveta y se mantiene en la pura inercia, la manera de narrar de Eastwood es tan eficaz que uno puede prescindir sin complicaciones de la metáfora majestuosa para conformarse con la historia pequeña y el gran personaje que la protagoniza, sin jugar a la grandilocuencia, emocionando sin necesidad de que el espectador se vea reconocido en los actos y las vicisitudes de esa decadencia. El propio Eastwood se fue acercando al tema en otras cintas, como su premiada Million Dollar Baby, que no deja de ser una historia de amor, piedad e impotencia, en el que los amantes no llegan a serlo.
También en cartel está Cerezos en flor, de la alemana Doris Dorrie. Homenaje explícito a Yasujiro Ozu y sus Cuentos de Tokio, supone el reverso del filme de Dresen al abordar, en clave minimalista, el amor en la tercera edad desde el sentimentalismo más convencional. Supone una incursión de la directora en el terreno de lo oriental con mejores intenciones que resultados.
Orden y decadencia. Aunque el chiste diga que el amor eterno dura tres años y unos meses, hay otras películas en que un amor que se prolonga durante décadas recibe en su ocaso una descarga que lo hace tambalearse, imponiendo un orden nuevo. La enfermedad es a menudo la catalizadora. Lo refleja bien la primera y hermosa película de la actriz Sarah Polley, Lejos de ella. La protagonista, Julie Christie, vive una historia de amor en la que los avatares que han jugado en contra de la relación sentimental no han sido lo suficientemente poderosos como para romperla. La pareja se prepara para vivir una decadencia sin sobresaltos. Son cultos, sanos, no tienen problemas económicos: el tiempo que les queda van a gastarlo en disfrutar de las cosas que han reunido, de sus recuerdos, de un presente hecho de puro pasado. Y sin embargo, de repente, la protagonista empieza a padecer pér- didas de memoria: el Alzheimer llama a la puerta, y no habían previsto esa contingencia. Cómo esa llegada brutal transforma al marido (Gordon Pinsent), es narrado por Polley con una firmeza extraordinaria. Ese hombre ha sido colocado entre una espada aplastante y una pared que corta, y tomar la decisión de ser feliz entonces, se antoja como una traición a todo lo que guarda su memoria. Emocionante y dolorosa, Lejos de Ella pone un nudo en la garganta a menudo, y avanza con precisión y sin cursilerías retratando esas dos clases de crepúsculo: la del sol que se pone y la del que no tiene más remedio que asomar, en defensa propia.
Una última película es imprescindible en este repaso. Es maravillosa. Se titula Mil años de oración y su realizador es Wayne Wang. Si en el caso de Gran Torino, el personaje de Eastwood puede pasar por representante de la decadencia del imperio americano, en Mil años de oración, el señor Shi es embajador de otro viejo arquetipo: el del oriental que, desde la extrañeza absoluta, trata de internarse en la mente occidental para “desaveriarla”. En este caso, esa mente occidental, es la de su propia hija, que emigró a Estados Unidos, se casó, trabaja como bibliotecaria en un encantador pueblecito, y, después de divorciarse, ha de lidiar con la llegada de su padre, que después de jubilarse y enviudar, se ha propuesto salvar a su hija, convencerla de que arregle su matrimonio y reconstruya su vida.
Culpa genuina. Es una película en la que Wang nos conmueve con pocas cosas, la ingenuidad sabia del señor Shi, su variada condición de extranjero: porque es extranjero, en efecto, pero también es viejo en una sociedad en la que los viejos no cuentan más que batallitas, y es demasiado fantasioso en una sociedad aplastada de realidad. Está fuera de juego, y le pasa factura el reconocimiento de que la represión inevitable que ejerció sobre su hija, haya quedado, con la nueva situación, a la vista, lo que conlleva un ápice de genuina culpa.
Estos son algunos de esos viejos que nos han conmovido últimamente en el cine.Si se echa la vista atrás, aunque apenas pueda hablarse de un cine de viejos, es fácil encontrar una veintena de películas irreemplazables. Lo mejor es que no sólo valgan para aquellos a quienes previsiblemente están dirigidas: su lección estriba en que no hace falta tener más de sesenta años para que nos hagan sentir vértigo, nos atornillen a la butaca, nos inyecten emociones verdaderas.