Matisse, los años voluptuosos

Sensual, colorista. El pintor de ‘La Danza’ descubre en el ocaso de su vida la belleza del desnudo. Obras nunca expuestas en España muestran su etapa en Niza en una gran exposición


JULIA LUZÁN
El País




La estancia está inundada de luz. Entre biombos y sillones de mimbre, un hombre de cabello ralo, bigote y barba encanecidos, con traje, corbata y una bata blanca a modo de guardapolvo, sujeta un bloc en sus rodillas mientras dibuja a una bella mujer desnuda. Matisse (1869-1954), el gran pintor francés, aparece en su estudio de Niza retratado en 1939 por un prometedor fotógrafo, Brassaï. Wilma Javor, una joven húngara, posa sin pudor mientras el ya anciano artista aparece abstraído en lo que más le interesa, la figura humana.

Atrás ha dejado sus monumentales obras como La danza o La música, los cuadros bidimensionales, en azules y verdes con las figuras en bermellón. El pintor vive estos años encerrado en sí mismo. Busca, posiblemente, alejarse de la realidad. Todo ha cambiado en su mundo tras el ciclón de la I Guerra Mundial. Matisse, que ha perdido a sus clientes rusos , Shchukin y Morozov, a causa de la Revolución, reflexiona sobre el sentido de su pintura. Se plantea dar un giro y dedicarse a trabajar en lo que él llama pintura de intimidad. Abandona el estudio de Issy les Moulineaux, cercano a París, y viaja a Niza en busca de una nueva forma para representar la profundidad.

Matisse trabaja sistemáticamente en esos años en el desnudo femenino: "Mi pintura, que en sus orígenes había partido de cierta exuberancia, se había desarrollado hacia la claridad y la sencillez. Se apreciaba claramente un deseo de abstracción cromática para conseguir formas cálidas y lúcidas en las que el arabesco debía ser el protagonista... Sí, debía tomar aliento, abandonarme con toda la tranquilidad y olvidar lejos de París mis preocupaciones...". Matisse se vuelca en racionalizar la simplificación, transformar la razón en serenidad, y se decanta por el color puro y la linealidad.

En Niza encuentra de nuevo la luz, la alegría de vivir. "Travail et joie", dirá a sus amigos. En la Costa Azul pinta su serie de odaliscas, un homenaje a Delacroix, Ingres y Renoir. Ellas "fueron los frutos abundantes de una nostalgia feliz, de un bello sueño viviente y, al mismo tiempo, de una experiencia vivida en el éxtasis casi completo de los días y las noches, en el encanto de aquel clima extraordinario".

Tomás Llorens, comisario de la que será una de las grandes exposiciones de la temporada en el Thyssen, museo que dirigió hasta 2005, ha planteado un recorrido por la obra de Matisse de 1917 a 1941, su periodo menos conocido. "Intento demostrar en esta muestra", afirma Llorens, "que la obsesión del color puro en Matisse no era tal. Trato de desmontar esa imagen del pintor basada en que la pintura del siglo XX tiene que pasar del naturalismo a la abstracción, que ha de olvidarse de los efectos de profundidad para ir a la bidimensionalidad y al color puro. En el caso de Matisse no es verdad. Él era un hombre muy reflexivo, publicó en varias ocasiones sus opiniones sobre la pintura, y en ningún momento habló de abstracción. Es más, en alguna ocasión incluso la rechaza. La conclusión a la que he llegado es que no hay una evolución lineal en Matisse. Sus primeras pinturas estaban más próximas a la herencia impresionista y a Cézanne, al que admiraba. Y en Cézanne había una manera de tratar la profundidad que no tenía que ver con la perspectiva. Ésa es la herencia que Matisse trata de desarrollar".

Matisse vive en Niza la segunda mitad de su vida. Lejos de la familia, de Amélie, su mujer, y de sus hijos. Solo en habitaciones de hotel con su caballete y sus pinturas. No se le ve por el paseo de los Ingleses, apenas por las calles estrechas de la ciudad mediterránea. Es su etapa más introspectiva. Le vienen a la mente las proféticas palabras del precursor del simbolismo, Gustave Moreau: "Usted va a simplificar la pintura", vaticinó. Y eso era lo que él buscaba, aturdido por su fama de fauve, de colorista puro: "He trabajado tantos años para que luego alguien diga: Matisse no es más que eso...". Matisse, el atormentado. Un hombre introvertido, inseguro, reflexivo. "Es un artista cuya obra está basada en su sensualidad y voluptuosidad, pero con una relación difícil, muy cerebral", afirma Tomás Llorens.

Marcel Proust acababa de publicar Por el camino de Swann, el primer volumen de En busca del tiempo perdido. Uno de los personajes de la novela, el esteta Bergotte, aparece obsesionado con la pintura de Vermeer. La siesta y el fauno, el poema de Mallarmé, era un lugar común en la cultura del París de comienzos del siglo XX. Debussy compone por entonces su Preludio para la siesta del fauno. El ruso Diaghilev lo traslada a la danza, y Nijinsky lo baila. El arte del bailarín sirve de inspiración a los artistas del momento. Matisse no escapa de este delirio. Ilustró las poesías de Mallarmé, pintó para Shchukin La ninfa y el fauno, y en 1935 quiso retomar el tema en un gran cuadro que no acabó nunca. Los conceptos simbolistas, el sueño, la realidad, el contraste entre razón e inspiración, se adueñan de la pintura de Matisse, que busca así el éxtasis, la inspiración.

Una nueva vuelta de tuerca en las influencias del pintor. Bebió del impresionismo, también de Turner -al que descubrió en Londres cuando fue allí en viaje de bodas en 1898-, del arte musulmán, de Seurat y Van Gogh, o de su descubrimiento de las estampas japonesas ("la revelación me ha llegado siempre de Oriente"), pero sobre todo de Cézanne, "el buen Dios de la pintura". Tanto lo admiraba que siempre tuvo en su casa -hasta 1936, en que lo donó al Museo de Bellas Artes de París- las Tres bañistas de Cézanne. Le costó un gran esfuerzo económico. Gertrude Stein dijo de forma malévola que lo compró con la dote de su esposa. Lo cierto es que empeñó un anillo con una gran esmeralda, la mejor joya de Amélie, para poder comprar la obra.

Hasta 1916, Matisse trabaja en obras de gran formato, La danza, La música, Los marroquíes o Las bañistas en el río. De joven, cuando paseaba por el Museo del Louvre, su punto de referencia era Chardin, y éste vuelve a ser crucial para él en sus primeros años de Niza, en esa tradición de la pintura de intimidad y silencio que tanto paralelismo guardan con las obras de Vermeer.

En aquellas habitaciones de hotel donde dibujaba una y otra vez figuras de mujer, Matisse retoma su fijación con las ventanas -"el exterior y el interior se funden en mi sensación"-, el tema que descubrió en Colliure con sus amigos Derain, Gris y el escultor Maillol. De ellos hablaría seguramente con un joven Picasso, al que encontró en París hacia 1905, en casa de la escritora y coleccionista de arte estadounidense Gertrude Stein. En aquella época, Matisse era el maestro, el principal rival de Picasso. Durante un tiempo vivieron pegados el uno al otro, pensando y trabajando a la par. "Las cosas que nos dijimos Picasso y yo durante esos años nunca se volverán a decir, y si se dijeran, nadie sería ya capaz de entenderlas. Éramos como dos montañeros atados a la misma cuerda". Luego se distanciaron y entre ambos surgió una fuerte rivalidad. Pero cuando murió Matisse, en 1954, Picasso dedicó un cuadro al que fuera su amigo, La sombra sobre la mujer: una ventana, un violín y una odalisca.

En Niza, Matisse tropezó con una dificultad. Necesitaba modelos profesionales. Tuvo que buscarlas en las compañías de los ballets rusos. La primera que posa para él es Antoinette; después, Laurette; luego será Lidia, una rusa con la que tuvo una relación más estrecha. Al borde del Mediterráneo resurge en su pintura el tema de la ventana. Llorens lo resalta en la exposición del Thyssen. "Alberti decía que el cuadro tenía que ser como una ventana en la pared. Cézanne fue el primero en alterar ese concepto de la visión, y eso es lo que admira Matisse. Intenta desarrollar la percepción visual. Quiere trabajar en la línea de la pintura holandesa del XVII, como la de Vermeer, pero lo que más le interesa es la figura humana y el desnudo".

Un sensual Matisse disfraza a las mujeres a las que pinta como odaliscas, un homenaje a Delacroix y a Ingres, porque quiere conservar de su etapa anterior, la de la pintura decorativa, el sentido del ornamento. Son desnudos impregnados de voluptuosidad que señalan a Matisse como un apasionado lector de Baudelaire. Su primer cuadro lo tituló con un verso del poeta, Lujo, calma, voluptuosidad, la estrofa que se repite en La invitación al viaje. La pintura absorbe la vida de Matisse. Busca fórmulas diferentes: "Trabajé como impresionista pintando directamente de la naturaleza; más tarde traté de lograr concentración y una expresión más intensa en la línea y el color. Para ello he tenido que sacrificar en parte otros valores: la materia, la profundidad espacial, la riqueza del detalle. Ahora desearía agruparlos todos". Matisse habla de "voluptuosidad sublimada" -una clara referencia a Freud- en su relación con las modelos; es más, afirma sentirse "impregnado", y por eso siempre dibuja a dos palmos de la modelo.

Mientras el artista se hunde en su pintura, el mundo cambia a su alrededor. Él lo percibe, pero se siente alejado de todo. En 1930, la Fundación Barnes de Estados Unidos le encarga una nueva versión de La danza, su obra fetiche. Regresa a los comienzos, al estilo decorativo, aunque esta vez mucho más abstracto.

En 1933, una vez finalizada la obra, trata de volver a su pintura de intimidad y comienza sus "dibujos a rayas", a lápiz o a pluma. Su sueño pierde fuerza y se vuelca en el dibujo. Se va alejando de la realidad para concentrarse en un mundo de signos. En 1941, después de un año a las puertas de la muerte tras sufrir una operación para extirparle un tumor de duodeno, vuelve a trabajar y lo hace como quien deja una herencia. Se concentra en el dibujo utilizando términos musicales: el tema y las variaciones. El tema son dibujos a carboncillo, grandes, muy trabajados y simplificados. Y cuando ya tiene el tema, ejecuta las variaciones, de un solo trazo, como una escritura. "La música y el color no tienen nada en común, pero siguen caminos paralelos. Siete notas, con alguna ligera modificación, bastan para escribir una partitura, ¿por qué no podría suceder lo mismo con la plástica?".

Son años convulsos. Picasso pinta el Guernica; Miró, las Constelaciones. Los conflictos sociales se suceden; España está en guerra; Hitler alcanza el poder. En 1940, las tropas alemanas entran en Francia. Matisse encuentra refugio, una vez más, en Niza. Su mujer y su hija han sido detenidas por la Gestapo acusadas de colaborar con la Resistencia. A él, el Gobierno de Vichy le deja en paz. Atormentado, enfermo y desengañado, pasa sus últimos años entre dibujos y pinturas. Es el final de una etapa. De su vida.

'Matisse: 1917-1941' puede verse en el Museo Thyssen-Bornemisza del 9 de junio al 20 de septiembre