La violencia policial y sus cómplices

GERARDO PISARELLO/JAUME ASENS
Público




La multa de 600 euros impuesta por la Audiencia de Barcelona a tres mossos d’esquadra que propinaron a un detenido una golpiza filmada por una cámara oculta obliga a discutir, una vez más, el alcance de la violencia policial, así como de las complicidades que le permiten prosperar.

Quizás no sea ocioso comenzar recordando que en una sociedad que persiga objetivos como la minimización de la violencia o la preservación de la libertad de sus miembros, una institución como la policial no puede considerarse “natural”. Exige, por el contrario, una justificación. Una de ellas sería que puede ser un instrumento útil para prevenir la violencia privada y proteger a aquellos que se encuentren en una situación de más vulnerabilidad –sobre todo física– frente a otros. Sin embargo, para que este propósito resulte creíble, su intervención debe aparecer como una alternativa excepcional. Como el último recurso, una vez agotadas todas las vías de disuasión y siempre sometida a celosos controles públicos que eviten la generación de males mayores.

Buena parte de los ordenamientos actuales, en realidad, aseguran inspirarse en principios de este tipo. Por eso, porque lo que está en juego no es la simple violencia de un particular sino la que proviene de los propios aparatos institucionales, se establecen derechos específicos para las personas detenidas. Y por eso, también, los diferentes mecanismos de control de los abusos policiales tienen como finalidad no sólo el castigo sino, sobre todo, su prevención.

Leída a la luz de estos principios, la sentencia de la Audiencia sienta un precedente inquietante. En ella se admite, en efecto, que, a partir de las imágenes del vídeo, “cualquier hombre medio” consideraría que se está ante una “brutal paliza policial”. Y se reconoce, también, que esta impresión vendría reforzada por los 14 días que el detenido tardó en curarse de las lesiones causadas por patadas y otros golpes. Para el tribunal, sin embargo, todo ello no serían más que meras apariencias y engaños que han podido confundir a ese ciudadano medio, distrayéndole de la violencia sin duda relevante: la de la víctima, presentada como propiciadora de la situación. Se insiste, así, en que el detenido era una persona “excitada y agresiva”, que había bebido e insultado a los agentes. Poco importa que no hubiera peligro de fuga alguno. O que la golpiza se desencadenara por el simple hecho de que gesticulara demasiado o hubiera “tocado”, incluso, a uno de los agentes. Tratándose de una persona a priori “agresiva”, lo que a simple vista se presenta como una actuación vejatoria no sería, en definitiva, más que una moderada “extralimitación”. Si, con las imágenes a la vista, estas son las conclusiones a las que llega el tribunal, causa zozobra pensar qué hubiera ocurrido sin ellas. Con toda probabilidad, la denuncia estaría archivada y la víctima condenada por un atentado a la autoridad penado con hasta 4 años de prisión.

Igualmente preocupante es que el propio tribunal deseche la acusación de falsedad documental y admita sin más que “muchas veces los atestados policiales exageran o sobrevaloran” la violencia que atribuyen a los detenidos para justificar o encubrir la propia. Sobre todo cuando Amnistía Internacional y otras organizaciones de derechos humanos llevan años insistiendo en que dar más crédito a los agentes que a las víctimas u otros testigos es uno de los motivos principales de impunidad de la violencia institucional. Es este tipo de ligereza judicial frente a la tergiversación policial de hechos y atestados la que suele convertir las denuncias por malos tratos o torturas en una auténtica odisea. No sorprende, de hecho, que apenas un 1% lleguen a juicio y que, cuando llegan, se resuelvan casi siempre en una absolución o, como ha ocurrido ahora, en la imposición de sanciones muy leves.

Rotativos conservadores, como La Vanguardia, así como los propios sindicatos policiales, han aplaudido la decisión y la han presentado, a pesar de ser una condena, como una muestra del fracaso de la política del Consejero de Interior, Joan Saura. Esta reacción es particularmente grave si se piensa que, en el caso español, estas actuaciones no son algo aislado ni privativo de un cuerpo policial específico. Como ha señalado el Relator de Naciones Unidas en la materia, tales maltratos son más frecuentes de lo que se podría suponer en un Estado que se precia de ser democrático y de derecho. Si estos han disminuido en Cataluña es porque, allí, se han puesto en marcha mecanismos de supervisión más incisivos –como, por ejemplo, las cámaras–, que sólo en parte han sido incorporados en el resto del Estado.

No es quitando las cámaras de las comisarías o minimizando los abusos que estas registran como se preservará o mejorará el crédito social de los cuerpos de policía. Sólo la transparencia, en realidad, y la existencia de controles públicos estrictos, pueden hacer asumible la paradoja de que un cuerpo estatal dotado de medios violentos pueda servir para prevenir la violencia y garantizar la libertad. Lo otro: la justificación de la propia prepotencia, la descalificación por sistema de las víctimas y el corporativismo cerril son un camino, acaso irreversible, hacia la deslegitimación y la pérdida de autoridad. De la policía, pero también de las instituciones, los medios, y de todos aquellos que, tal vez porque sienten que nunca llegarán a ser víctimas de este tipo de violencia, se atreven a azuzarla de manera irresponsable.