AIDA M. PEREDA
Lumpen
La superabundancia de publicidad generada para presentar la nueva película de Isabel Coixet, ‘Mapa de los sonidos de Tokio’, ha contribuido sin duda a alimentar el nivel de exigencia para la autora de ‘La vida secreta de las palabras’, ‘Mi vida sin mí’ o la imprescindible ‘Cosas que nunca te dije’. La cineasta, que prometía salirse de los tópicos orientales y dar a conocer el Japón más real y desconocido para los turistas, ha decepcionado con un filme tan bello como hueco.
Estamos cansados de leer que la trama que atraviesa este thriller romántico surgió a raíz del sorprendente enfado de una limpiadora de pescado del Mercado de Tsukiji a ser fotografiada por la directora catalana en una de sus visitas al país nipón. Pero precisamente, la génesis de la historia ya es de por sí equívoca. Creer que en un lugar a todo el mundo le encanta hacerse fotografías dada su popular pasión por las cámaras, ya es partir de un arquetipo, generalizado o no, pero un cliché al fin y al cabo, lo cual sirve de arranque de una sucesión de tipismos sobre la cultura -o mejor dicho la estética- del mundo oriental vista desde el prisma de Occidente.
Coixet es devota del cine de Koreeda y de los libros de Haruki Murakami, con quien comparte, además de su predilección por los personajes abandonados, especial atención a la música que acompaña sus relatos. En líneas generales, se aprecia su inmersión en el cine oriental, desde la meticulosidad de Ozu hasta el preciosismo de Wong Kar-Wai. De este modo, es una película de ritmo pausado y en la que se calla más que se habla. De hecho, en uno de los diálogos del filme, él le dice a ella algo así como “no todo es comer y follar, también tenemos que hablar”, frase con la que queda muy bien definida la película, en la que gastronomía y erotismo cobran especial importancia. Sin embargo, el silencio que intenta imitar no es tal. La mano de la realizadora catalana se hace visible en la necesidad de incluir un narrador para que articule la historia de los protagonistas, lo que pone de relieve la dificultad occidental de contar sin necesidad de palabras.
Para el reparto contó con Rinko Kikuchi, nominada a un Oscar por su papel de adolescente sordomuda en ‘Babel’, quien borda su interpretación como asesina a sueldo que trabaja en una lonja de pescado, y a quien le encargan matar a un vendedor catalán de vinos, encarnado por Sergi López, culpado del suicidio de la querida hija de un ejecutivo japonés. No sabemos si Kikuchi hace un real esfuerzo interpretativo o si en realidad su hermetismo y misterio son marca de la casa, pero el resultado es perfecto. Por su parte, Sergi parece falto de expresividad, tal vez debido a un intento de parecer excesivamente afectado. De todas maneras creo que es por culpa del doblaje y que en la versión original se disfruta de una interpretación al nivel de ‘Janis y John’, ‘Lisboa’ o ‘Harry, un amigo que os quiere’. Desgraciadamente no en todas las ciudades es posible ver cine subtitulado.
Este cosmopolitismo al que nos tienen acostumbrados últimamente los realizadores parece emerger no de una necesidad de contar una historia en un lugar, sino más bien al revés, de la necesidad de un lugar para contar una historia, y si ese lugar es remoto y está de moda, mucho mejor. Y ‘Mapa de los sonidos de Tokio’ viene a ser un poco eso, una panorámica de una ciudad fascinante por su exotismo, en donde lo que menos importa es la historia. Y es que la directora dibuja con trazo muy difuso una relación que transcurre de forma predecible desde su comienzo y termina con un desenlace precipitado y nada original seguido de dos guiños humorísticos que chirrían con el tono trágico que intenta desprender la película.
La fotografía, eso sí, está muy cuidada. Enmarcada en decorados muy recargados para mi gusto, y con la cámara temblando en algunas ocasiones, pero con un resultado que bien podría ser de postal. En definitiva, la cineasta se queda con lo curioso y más superficial de Japón, con sus karaokes, parques de atracciones, cementerios y Love Hotels. Todo parece metido con calzador. Incluso la incomiable labor sonora, que recibió un premio en el Festival de Cannes, se sostiene a duras penas, pues a pesar de que el narrador se dedique a grabar sonidos, parece más bien una excusa para justificar el sugerente título del filme, ya que no quedan hilvanados en la trama. En cuanto a la música, elegida con mimo como en todos sus filmes, Coixet vuelve a recurrir a la sensibilidad que desprende Anthony & The Johnsons, esta vez con ‘One Dove’. También aparece la clásica ‘Enjoy the silence’ de Depeche Mode e incluso una versión en japonés de ‘La vie en rose’ de Édith Piaf. Aunque acertada, se echa de menos una selección más arriesgada y desconocida.
En mi opinión, el filme carece de frescura y resulta artificioso e impostado en su conjunto, con una intensidad exagerada. En definitiva, Coixet se ha olvidado del fondo y se ha perdido en la forma. Ojalá en su próximo proyecto retome la profundidad y el desgarro de sus historias.