Beckett hoy, ahora, aquí mismo


Ayer se cumplieron 20 años de la muerte del irlandés Samuel Beckett, uno de los escritores más descarnados, radicales y grotescos del siglo XX. Famoso por su obra “Esperando a Godot”, Beckett es sobre todo el autor de un puñado de novelas y relatos que Diamela Eltit invita a leer en estos tiempos “regidos por el mercado y por la pérdida progresiva de valor del sujeto"


DIAMELA ELTIT
The Clinic




Según los expertos, la publicación del Quijote (en el siglo XVII) marca el nacimiento de la novela moderna porque el narrador se separó de sus personajes y jugó consigo mismo. Se tensó, se disgregó. Así la literatura dispuso del narrador como una figura técnica y complejizó sus operaciones conceptuales amplificando los sentidos.

A partir del Quijote se puede hablar de experimentación, no sólo por la disposición del narrador sino también por la audacia de un texto múltiple que puso de relieve los modelos literarios de su época (la novela bucólica, la novela de caballería) y trastocó las lógicas al dejar un capítulo inconcluso mientras iba trazando un panorama que daba cuenta de los conflictos sociales que recorrían su tiempo: la Inquisición, el empobrecimiento de la población, la crueldad, la expulsión de los judíos de España.

Después del Quijote se desencadenó un desafío cada vez más audaz para la literatura, a la vez que transcurría un tiempo histórico agudo y desgarrador en el que se iba a precipitar la caída de las monarquías como sistema hegemónico y se produciría el ascenso de la burguesía al poder. El centro lo constituía un horizonte que progresivamente era marcado por la revolución industrial y las nuevas tecnologías que originarían al sujeto serial reconfigurado por la monotonía de las máquinas.

A lo largo del siglo XIX la explosión tecnológica reformuló enteramente la realidad: la invención de la fotografía, el cine, la luz eléctrica, el ferrocarril, el telégrafo o el teléfono pusieron en marcha una era inédita para las comunicaciones, y en esa realidad “electrizada” explotaron los nuevos paradigmas sociales regidos por las imágenes que hasta hoy nos acompañan. En medio de un estallido vertiginoso, la literatura y el arte ingresaron de lleno a reformular los límites. Los géneros literarios alteraron sus fronteras y se produjeron textos que sorprendieron, molestaron o escandalizaron a las mentalidades más conservadoras.

Uno de esos momentos culturalmente álgidos y cruzados por una radical incomprensión se produjo con el estreno de la obra “Ubú Rey”, de Alfred Jarry (en 1896), un texto caótico fundado parcialmente en un Macbeth grotesco que iba a deslizarse entre la parodia y la crítica al poder. “Ubú Rey” apelaba a un lenguaje que ya se había retirado de todos los protocolos en que transcurría la dramaturgia de su época. El escándalo de Ubú fue tan elocuente que algunos espectadores furibundos ante un lenguaje teatral que les resultó impropio, intentaron incendiar la sala. Jarry había escrito su obra como juego escolar cuando tenía quince años y luego de su estreno, esa obra escrita por un adolescente iba a marcar un antes y un después para los discursos artísticos.

Alfred Jarry es un escritor clave. Considerado el padre de la patafísica y una de las influencias más ineludibles para el arte contemporáneo, para la filosofía y el anarquismo, es también uno de los antecedentes indispensables para lo que más adelante iba a ser denominado como “teatro del absurdo”. Después, James Joyce, con la publicación de “Ulises” (en 1922) volvió a revolucionar los signos narrativos cuando se planteó la literatura como una reescritura o un campo de citas de los textos fundacionales de la tradición literaria. Sólo que la cita generaba un texto nuevo, cruzado por la audacia de la estructura que permitía la diversidad de los estilos, apelando a lenguajes que pasaban por una frialdad completamente aséptica o bien se deslizaba hacia la desesperación o la impureza. Joyce volvió a escenificar al narrador como un elemento crucial que teatralizaba de manera incesante la literatura misma y las técnicas narrativas. Virginia Woolf y Joyce se disputan la autoría del monólogo interior, que es uno de los sustentos de la narrativa contemporánea.

Entre Joyce y Jarry o, quizás, desde ambos, Samuel Beckett, irlandés como Joyce, irrumpió en la escena literaria para llevar la literatura a otro límite: al borde más tembloroso o más peligroso de una precariedad abismante que buscaba la disolución de los signos.

Es posible que Samuel Beckett no pueda ser comprendido sin sus prestigiosos y radicales antecesores. Sin embargo este autor se detuvo en un tramo diverso y que quizás hoy -cuando la propuesta de Beckett es avasallada por los mercados editoriales del realismo y la fabulación- alcanza su máxima potencia social.

A mi juicio, Beckett incursionó en lo que hoy se denomina como lo post humano, este nuevo momento cultural regido por el mercado y signado por la pérdida progresiva de valor del sujeto. Este espacio abismal en el que incluso la muerte pierde su trascendencia porque los cuerpos son desechables y carecen de procesos de subjetivación, más aún aquellos que transitan por las orillas ultra frágiles del sistema, como los cesantes, los dementes, los drogadictos, los delincuentes, prostitutas, indigentes, migrantes ilegales, homosexuales pobres, los travestis, mendigos, los ancianos pobres, los enfermos graves sin coberturas médicas, entre otras marginalidades.

De manera progresiva la obra de Beckett buscó romper la cadena de los significados como verdades lineales y clausuró hasta la asfixia la trama y la trasparencia de la comunicación. Sus personajes se suspenden en sitios que no alcanzan a nombrarse con claridad pues no pertenecen a ninguna parte, sólo están vivos por un mero efecto orgánico y sus hablas se asemejan a un delirio intervenido desde una forma curiosa de afasia. Sus personajes no tienen lugar porque ya no existe una comunidad para ellos. “Molloy”, una de sus novelas más importantes, nos habla de un cuerpo que se arrastra en pos de una madre terrible que no tiene nada que ofrecer más que el delirio del hijo como espectáculo de una herida sin retorno en su siquismo. “Esperando a Godot”, traspasado de un humor raro, ácido, es ya un clásico de la marginalidad y del sinsentido o una pieza teatral que habla del abandono de Dios o de la repetición monótona de lo mismo después que la esperanza ha sido clausurada.

A diferencia de Joyce, que a pesar de la fragmentariedad todavía piensa en el yo como unidad, Beckett avanza hacia la desagregación de un lenguaje que ya no es capaz de contener lo humano como signo diferenciador. Lo humano para Beckett pende de un hilo o francamente es una ficción del propio lenguaje que en realidad ya se ha precipitado hacia una nada social.

El empecinado rigor de su obra le permitió a Beckett obtener el Premio Nobel de literatura en 1969. Aunque su propuesta ha sido arrasada por el optimismo neoliberal, su trazado conceptual sigue vigente, anclado en los multitudinarios cuerpos divagantes, sometidos a la crueldad del desvalor y de una implacable inexistencia.