SR. MOLINA
Solodelibros
Si hay un elemento que convierta a “El camino del tabaco” en una novela magistral, no les quepa duda que ése es su protagonista, Jeeter Lester. Sin él, este libro podría considerarse un simple remedo de algunas obras faulknerianas (”Santuario”, por ejemplo) que retratan el derrumbamiento de toda una sociedad. El retrato despiadado e inmisericorde que hace Erskine Caldwell del sur estadounidense del primer tercio del siglo XX pasa por acercarse a la figura de Jeeter, una creación incomparable, a la altura de otros grandes protagonistas literarios.
Lester es un granjero arruinado de Augusta, antiguo recolector de algodón para un potentado local que acabó por marcharse del campo cuando la tecnología hizo inviable el cultivo. Incapaz de adaptarse a la nueva situación, Jeeter se niega a abandonar la casa en la que vive con su mujer, Ada, su madre y dos de sus hijos más jóvenes, Ellie May y Dude; arquetipo del campesino ignorante y cerril, este hombre contempla el derrumbe a su alrededor de todo aquello que conoce y que le es familiar, pero no mueve un solo dedo para evitar quedar atrapado en la miseria resultante.
Jeeter es bruto y obtuso, pero no es eso lo que le convierte en el ser despreciable que Caldwell retrata; en realidad, su debilidad reside en su vileza, en la mezquindad absoluta que encarna. Aunque la crueldad se muestra de forma explícita en varios pasajes (la muerte de la abuela Lester, por ejemplo, o el atropello de un negro por parte de Dude mientras conduce un automóvil nuevo), el autor no carga las tintas demasiado en este aspecto. Sin embargo, sí lo hace al definir el carácter indolente y ruin de Jeeter, un hombre que prefiere robar a un amigo un saco de nabos antes que ponerse a trabajar en la carbonería o en las hilanderías de la región.
Debatiéndose entre su congénita estulticia y una picaresca concepción de la supervivencia, el protagonista prefiere aguardar a que ocurra algo que le salve; las constantes alusiones a Dios y la confianza que parece depositar en la Providencia, no obstante, son rasgos de la finísima ironía que Caldwell despliega para mostrar al lector la hipocresía de ese viejo sur que dibuja: una sociedad en la que la religión y los principios morales se ostentaban en público, pero se menospreciaban (y pisoteaban) en privado.
Lester confía en una resolución inopinada, pero su miseria moral es palmaria: acepta que la hermana Bessie, una predicadora charlatana e independiente, se case con su hijo adolescente y medio retrasado sólo por el placer de montar en su coche nuevo y también con la esperanza de retozar con ella; tras la huida de una de sus hijas, casada con un vecino —por dinero—, empuja a Ellie May a amancebarse con él con la esperanza de que le consiga comida gratis…
Jeeter, como vemos, es un ejemplo de una tierra desolada y anclada en el pasado, una tierra que no supo adaptarse a la evolución y que trataba de perpetuar sus viejos logros en un tiempo en el que la sociedad afrontaba retos de futuro. Caldwell nos muestra a un hombre que se niega a vivir si no es con sus propias reglas: unas reglas decimonónicas, imposibles de aplicar en una época en la que los carros dejaban paso a los automóviles. La miseria moral de este protagonista, expresada con unos diálogos mezquinos y grotescos, y puesta de relieve con unas actitudes casi surrealistas (el momento del robo de los nabos es inigualable, o la escena en que la hermana Bessie declara que «los predicadores siempre tienen que estar en contra de algo»), es el eje que utiliza el autor para ilustrar la podredumbre moral de toda una sociedad.
El declive y el anhelo por las glorias pasadas se hacen carne gracias a esa familia de desgraciados, unos seres que rozan la imbecilidad y la ignominia, pero que también muestran todo lo que el ser humano guarda de perverso dentro de sí.
Aunque la prosa de Caldwell esté muy lejos de la del ya citado Faulkner (o incluso de otras grandes escritoras sureñas, como Carson McCullers o Flannery O’Connor), lo cierto es que su aridez y la peculiar utilización de los diálogos hacen de “El camino del tabaco” una obra muy digna, espléndida en algunos momentos: una fábula moral oscurecida por la crueldad y el sarcasmo, pero tan real como la misma vida
Lester es un granjero arruinado de Augusta, antiguo recolector de algodón para un potentado local que acabó por marcharse del campo cuando la tecnología hizo inviable el cultivo. Incapaz de adaptarse a la nueva situación, Jeeter se niega a abandonar la casa en la que vive con su mujer, Ada, su madre y dos de sus hijos más jóvenes, Ellie May y Dude; arquetipo del campesino ignorante y cerril, este hombre contempla el derrumbe a su alrededor de todo aquello que conoce y que le es familiar, pero no mueve un solo dedo para evitar quedar atrapado en la miseria resultante.
Jeeter es bruto y obtuso, pero no es eso lo que le convierte en el ser despreciable que Caldwell retrata; en realidad, su debilidad reside en su vileza, en la mezquindad absoluta que encarna. Aunque la crueldad se muestra de forma explícita en varios pasajes (la muerte de la abuela Lester, por ejemplo, o el atropello de un negro por parte de Dude mientras conduce un automóvil nuevo), el autor no carga las tintas demasiado en este aspecto. Sin embargo, sí lo hace al definir el carácter indolente y ruin de Jeeter, un hombre que prefiere robar a un amigo un saco de nabos antes que ponerse a trabajar en la carbonería o en las hilanderías de la región.
Debatiéndose entre su congénita estulticia y una picaresca concepción de la supervivencia, el protagonista prefiere aguardar a que ocurra algo que le salve; las constantes alusiones a Dios y la confianza que parece depositar en la Providencia, no obstante, son rasgos de la finísima ironía que Caldwell despliega para mostrar al lector la hipocresía de ese viejo sur que dibuja: una sociedad en la que la religión y los principios morales se ostentaban en público, pero se menospreciaban (y pisoteaban) en privado.
Lester confía en una resolución inopinada, pero su miseria moral es palmaria: acepta que la hermana Bessie, una predicadora charlatana e independiente, se case con su hijo adolescente y medio retrasado sólo por el placer de montar en su coche nuevo y también con la esperanza de retozar con ella; tras la huida de una de sus hijas, casada con un vecino —por dinero—, empuja a Ellie May a amancebarse con él con la esperanza de que le consiga comida gratis…
Jeeter, como vemos, es un ejemplo de una tierra desolada y anclada en el pasado, una tierra que no supo adaptarse a la evolución y que trataba de perpetuar sus viejos logros en un tiempo en el que la sociedad afrontaba retos de futuro. Caldwell nos muestra a un hombre que se niega a vivir si no es con sus propias reglas: unas reglas decimonónicas, imposibles de aplicar en una época en la que los carros dejaban paso a los automóviles. La miseria moral de este protagonista, expresada con unos diálogos mezquinos y grotescos, y puesta de relieve con unas actitudes casi surrealistas (el momento del robo de los nabos es inigualable, o la escena en que la hermana Bessie declara que «los predicadores siempre tienen que estar en contra de algo»), es el eje que utiliza el autor para ilustrar la podredumbre moral de toda una sociedad.
El declive y el anhelo por las glorias pasadas se hacen carne gracias a esa familia de desgraciados, unos seres que rozan la imbecilidad y la ignominia, pero que también muestran todo lo que el ser humano guarda de perverso dentro de sí.
Aunque la prosa de Caldwell esté muy lejos de la del ya citado Faulkner (o incluso de otras grandes escritoras sureñas, como Carson McCullers o Flannery O’Connor), lo cierto es que su aridez y la peculiar utilización de los diálogos hacen de “El camino del tabaco” una obra muy digna, espléndida en algunos momentos: una fábula moral oscurecida por la crueldad y el sarcasmo, pero tan real como la misma vida