EVE GIUSTINIANI
Público
Un día como hoy, hace 78 años, se proclamó la Segunda República española. La experiencia tuvo corta vida: fue cortada de tajo por el alzamiento de Franco, que provocó una sangrienta guerra civil y forzó el exilio de medio millón de personas, incluida la flor y nata de la cultura de la Edad de Plata: la España de los científicos, de los artistas, de los filósofos. A duras penas se recuperó la continuidad con esta cultura después de la transición, tras 40 años de ideología nacional-católica, y a pesar de una incomunicabilidad entre los intelectuales españoles de fuera y los de dentro. Entre los intelectuales exiliados y los que se quedaron atrincherados en la resistencia silenciosa de un paradójico exilio interior.
Para describir la vivencia del exiliado, se habla del “desarraigo”, de “vidas truncadas”, como si de plantas, de árboles se tratara: el concepto de des-tierro remite a la metáfora de las raíces. Al exiliado se le cortan las raíces, que serían las coordenadas indispensables para existir. El lamento por la tierra perdida es un rasgo común de las literaturas del exilio; responde a la necesidad de escribir para plasmar lo que se pierde con la distancia. “Remojo la memoria / Con agua del destierro”, escribió José Moreno Villa. La mirada del exiliado se vuelca hacia el interior, en una tentativa para reconstruirse después del trauma. El palestino Edward W. Said, en sus Reflexiones sobre el exilio (Debate, 2005), subraya este “motivo de redención” inherente al exilio, vivido desde la soledad literaria como un purgatorio. Y no sin cierta autoirrisión, Said apunta: “Los artistas en el exilio son desagradables”. Se aferran a su diferencia como si fuese un privilegio.
Los españoles estaban convencidos de que su destierro iba a durar los pocos años que tardarían los aliados en derribar los regímenes fascistas. Muchos se negaron a echar raíces, manteniendo la ilusión de que volverían. Vivían en una comunidad endógama que sólo las segundas y terceras generaciones, tras una fase de esquizofrenia cultural y lingüística, lograron traspasar. Francisco Caudet reconoce que la difícil integración de los intelectuales exiliados en América Latina se debió a su conocimiento erróneo de la realidad americana y su relación ambigua con ella. Los autores republicanos exiliados escribían para un público español, alimentando una imagen de España mitificada. La historia del exilio español es la de la forja de un mundo utópico, entre la nostalgia de los orígenes –la España republicana, idealizada por la distancia geográfica–, la incertidumbre del espacio de acogida –una tierra de salvación abocada a la provisionalidad–
y la mitificación de la tierra prometida –la España del retorno siempre anunciado y nunca efectivo–.
El lectorado de sus países de acogida se mostró poco receptivo a sus letanías sobre la patria perdida. “Es un poco irritante que se lloriquee por la patria ausente cuando los que podían quejarse eran los que estaban allí [en España]”, resumió Francisco Ayala tras la muerte de Franco. Pero resulta ser una constante: el sentimiento de desarraigo forja una conciencia nueva de la tierra de los orígenes que da paso a un resurgir nacionalista. El debate sobre el ser de España, desencadenado desde el exilio por la polémica entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz, a finales de los años cuarenta, puede entenderse como un arrebato nacionalista. Los discursos de los exiliados españoles sobre la América hispana, apunta Caudet, se definían como “alegato espiritual”, pero abrigaban la “añagaza nacionalista”: “De ahí que lamentablemente hubiera no pocas coincidencias con el discurso imperialista de los nacionalistas”. Los exiliados reivindicaron la autenticidad de la España verdadera: “Allí quedó el cuerpo físico de España; no trajimos su alma, su espíritu”, escribió Paulino Masip en 1939 en el barco que le llevaba a México. Cada una de las dos Españas tachó a la otra de usurpadora y se otorgó la auténtica españolidad. Si bien los intelectuales exiliados acuñaron una nueva visión de las relaciones entre España y América y su nacionalismo chocó con el mito imperialista de la Hispanidad franquista; si bien estos dos nacionalismos son de signo opuesto, siguen siendo nacionalismos: nostalgias.
El vínculo entre exilio y nacionalismo se esclarece con el concepto de raíces que subyace en la idea de destierro. El exilio es la extirpación de la tierra madre, patria (tierra del padre) o nación (donde se nace). Pero se puede entender como un ensanchamiento de perspectiva, si se concibe como una desterritorialización: un salto afuera de las coordenadas habituales, que obliga al exiliado a liberarse de las certezas adquiridas. El exiliado está condenado, para emplear una metáfora orteguiana, a sentirse como el naúfrago inmerso en el mar de dudas que es la vida. “El espíritu conquista su verdad a la única condición de encontrarse a sí mismo en el absoluto desgarramiento”, escribió Teodoro Adorno en una fórmula de su Minima moralia (Akal, 2004), que recuerda la metafísica del exilio de María Zambrano. “Para quien no tiene patria, ocurre a veces que la escritura viene a ser el lugar que habita”, añadió Adorno.
La desterritorialización es un camino de donde todo retorno es imposible, y cuya destinación es desconocida. El exilio puede revelarse como línea de fuga, la línea que hace salir del cuadro, que permite escapar del tronco rígido de la cultura matricial. No hay vuelta atrás: la antigua patria es demasiado chica. Cruzando fronteras, el exiliado se libera de ataduras y adscripciones, y a veces de estrechos nacionalismos. Fue lo que experimentaron, pasado el tiempo, numerosos exiliados españoles. Ayala advirtió al volver a la España democrática que la Guerra Civil había marcado el final de los nacionalismos intelectuales. Porque el humanismo no tiene patria: consiste en defender la cultura, siempre, contra la barbarie.
Eve Giustiniani es Doctora en Estudios Hispánicos de la Universidad de Aix-en-Provence.