La victoria electoral de los comunistas moldavos desencadenó la violenta reacción de miles de jóvenes opositores que ha devuelto al país a las portadas de los medios de comunicación y ha provocado una crisis diplomática con su vecina Rumanía. La calma volvió ayer a las calles de Chisinau
KARLOS ZURUTUZA
Gara
A pesar de que los observadores internacionales afirmaban que los comicios presidenciales del pasado domingo habían «cumplido con las normas internacionales», miles de personas se han manifestado violentamente frente al Parlamento moldavo. Acusan a las autoridades de manipular unas elecciones que otorgaban a los comunistas de Voronin el 50% de los votos, y coreaban gritos a favor de la Unión Europea (UE) y de la reintegración en Rumanía, con la que los moldavos comparten una historia y lengua comunes.
El Gobierno Moldavo en funciones habla de un movimiento dirigido desde la misma Rumanía; Bucarest lo niega todo. Por el momento, Chisinau ya ha establecido un severo régimen de visas con el vecino país latino, y ha conminado a más de un diplomático rumano a que abandone el país.
Los rumores de una supuesta «mano negra» rumana se fundamentan en que nadie se explica que una manifestación espontánea pueda desembocar en el saqueo del Parlamento y las oficinas presidenciales. Por otra parte, lo cierto es que en Rumanía el movimiento por la integración de Moldavia apenas tiene fuerza por la misma razón por la que los kosovares nunca han pedido integrarse en Albania. ¿Quién desea asociarse a un país todavía más pobre, y en plena crisis global? Todos hemos sido testigos del precio que un país como Alemania ha tenido que pagar por la reunificación. Para Rumanía sería la estocada final a un país que hace tiempo que perdió el último tren hacia Bruselas. Los rumanos pueden ser pobres, pero no tontos.
Hay quien trata de buscar paralelismos entre los sucesos de Chisinau y las llamadas «revoluciones de colores» en Ucrania y Georgia. Pero en Moldavia no ha habido ni rosas rojas ni banderas naranjas. De acuerdo, los estandartes eran la bandera azul de la UE y la tricolor rumana, pero Occidente se ha desmarcado desde un principio por boca de Solana. Y esto no viene a corroborar las buenas intenciones de la UE en lo que respecta a la política de su periferia, sino más bien a constatar una línea de actuación coherente con la hipocresía que reina en Bruselas.
Y es que, ¿se acuerda alguien de aquel conato de revolución en Azerbaiyán en el año 2005? No importa que la dinastía de los Aliyev, que gobierna el país del Caspio desde tiempos soviéticos, ostente récordes de corrupción y violación de los derechos humanos. Mientras la BP (British Petroleum) siga extrayendo combustible barato a través de sus oleoductos no se prevé ningún movimiento de otro color que no sea el negro del petróleo.
Pero, ¿qué tiene Moldavia? Pues ni gas ni petróleo, ni siquiera una estratégica salida al mar Negro. Quizás la clave esté en la pequeña república de facto de Transnistria, un conflicto que trae de cabeza a Chisinau desde la caída del muro. Se trata de un territorio que Stalin anexionó a la República Socialista de Moldavia en 1940. De mayoría rusófona, Transnistria ha contado con el apoyo tácito de Moscú. Hasta hoy.
Voronin intentó «chantajear» al Kremlin durante años amenazando con vender la neutralidad de Moldavia a la OTAN si Rusia persistía en su apoyo a los secesionistas. Moscú hizo oídos sordos, hasta que a Ucrania le dio por pedir su ingreso en la Alianza Atlántica...
El anillo en torno a Rusia se estrechaba y se multiplicaban los kilómetros en los que desplegar el famoso «escudo antimisiles» yanqui. Al final, Putin se acordó de la pequeña Moldavia por su papel estratégico en un tablero cuyos cuadros se difuminaban demasiado rápido. El precio lo pagarían los eslavófonos de Transnistria, que se ven hoy abocados a una «solución» al conflicto dentro de las fronteras moldavas.
Puede que las acusaciones de Voronin a la Rumania de la OTAN y de la UE no sean más que un «si quiero» sin ambages a la voluntad de Moscú. Y es que nos olvidamos de la vecina Ucrania. Tras el definitivo descalabro de la Coalición Naranja entre Timoshenko y Yushenko el pasado setiembre, Leonid Kuchma, el presidente «pre-naranja», anunció el mes pasado su intención de presentarse a las próximas elecciones presidenciales de dicho país en otoño. De resultar ganador, el giro de Kiev hacia Moscú es más que previsible, por lo que Moldavia podría caer de nuevo en el ostracismo; entre la indiferencia de Europa y una beligerante Rusia que la volvería a hostigar a través de sus conflictos territoriales internos.
¿Quién está detrás de las revueltas de esta semana? ¿Bucarest? ¿Chisinau? La pregunta sigue sin respuesta, pero lo que está claro es que Voronin juega sus cartas al ritmo al que se redibuja continuamente el mapa postsoviético. Y es que hoy es Chisinau, pero mañana Tbilisi. De momento, la oposición se manifiesta ya frente al Parlamento georgiano.
Gara
A pesar de que los observadores internacionales afirmaban que los comicios presidenciales del pasado domingo habían «cumplido con las normas internacionales», miles de personas se han manifestado violentamente frente al Parlamento moldavo. Acusan a las autoridades de manipular unas elecciones que otorgaban a los comunistas de Voronin el 50% de los votos, y coreaban gritos a favor de la Unión Europea (UE) y de la reintegración en Rumanía, con la que los moldavos comparten una historia y lengua comunes.
El Gobierno Moldavo en funciones habla de un movimiento dirigido desde la misma Rumanía; Bucarest lo niega todo. Por el momento, Chisinau ya ha establecido un severo régimen de visas con el vecino país latino, y ha conminado a más de un diplomático rumano a que abandone el país.
Los rumores de una supuesta «mano negra» rumana se fundamentan en que nadie se explica que una manifestación espontánea pueda desembocar en el saqueo del Parlamento y las oficinas presidenciales. Por otra parte, lo cierto es que en Rumanía el movimiento por la integración de Moldavia apenas tiene fuerza por la misma razón por la que los kosovares nunca han pedido integrarse en Albania. ¿Quién desea asociarse a un país todavía más pobre, y en plena crisis global? Todos hemos sido testigos del precio que un país como Alemania ha tenido que pagar por la reunificación. Para Rumanía sería la estocada final a un país que hace tiempo que perdió el último tren hacia Bruselas. Los rumanos pueden ser pobres, pero no tontos.
Hay quien trata de buscar paralelismos entre los sucesos de Chisinau y las llamadas «revoluciones de colores» en Ucrania y Georgia. Pero en Moldavia no ha habido ni rosas rojas ni banderas naranjas. De acuerdo, los estandartes eran la bandera azul de la UE y la tricolor rumana, pero Occidente se ha desmarcado desde un principio por boca de Solana. Y esto no viene a corroborar las buenas intenciones de la UE en lo que respecta a la política de su periferia, sino más bien a constatar una línea de actuación coherente con la hipocresía que reina en Bruselas.
Y es que, ¿se acuerda alguien de aquel conato de revolución en Azerbaiyán en el año 2005? No importa que la dinastía de los Aliyev, que gobierna el país del Caspio desde tiempos soviéticos, ostente récordes de corrupción y violación de los derechos humanos. Mientras la BP (British Petroleum) siga extrayendo combustible barato a través de sus oleoductos no se prevé ningún movimiento de otro color que no sea el negro del petróleo.
Pero, ¿qué tiene Moldavia? Pues ni gas ni petróleo, ni siquiera una estratégica salida al mar Negro. Quizás la clave esté en la pequeña república de facto de Transnistria, un conflicto que trae de cabeza a Chisinau desde la caída del muro. Se trata de un territorio que Stalin anexionó a la República Socialista de Moldavia en 1940. De mayoría rusófona, Transnistria ha contado con el apoyo tácito de Moscú. Hasta hoy.
Voronin intentó «chantajear» al Kremlin durante años amenazando con vender la neutralidad de Moldavia a la OTAN si Rusia persistía en su apoyo a los secesionistas. Moscú hizo oídos sordos, hasta que a Ucrania le dio por pedir su ingreso en la Alianza Atlántica...
El anillo en torno a Rusia se estrechaba y se multiplicaban los kilómetros en los que desplegar el famoso «escudo antimisiles» yanqui. Al final, Putin se acordó de la pequeña Moldavia por su papel estratégico en un tablero cuyos cuadros se difuminaban demasiado rápido. El precio lo pagarían los eslavófonos de Transnistria, que se ven hoy abocados a una «solución» al conflicto dentro de las fronteras moldavas.
Puede que las acusaciones de Voronin a la Rumania de la OTAN y de la UE no sean más que un «si quiero» sin ambages a la voluntad de Moscú. Y es que nos olvidamos de la vecina Ucrania. Tras el definitivo descalabro de la Coalición Naranja entre Timoshenko y Yushenko el pasado setiembre, Leonid Kuchma, el presidente «pre-naranja», anunció el mes pasado su intención de presentarse a las próximas elecciones presidenciales de dicho país en otoño. De resultar ganador, el giro de Kiev hacia Moscú es más que previsible, por lo que Moldavia podría caer de nuevo en el ostracismo; entre la indiferencia de Europa y una beligerante Rusia que la volvería a hostigar a través de sus conflictos territoriales internos.
¿Quién está detrás de las revueltas de esta semana? ¿Bucarest? ¿Chisinau? La pregunta sigue sin respuesta, pero lo que está claro es que Voronin juega sus cartas al ritmo al que se redibuja continuamente el mapa postsoviético. Y es que hoy es Chisinau, pero mañana Tbilisi. De momento, la oposición se manifiesta ya frente al Parlamento georgiano.