Las minas de Potosí, fuente de riqueza pero sólo para el primer mundo, siguen siendo el medio de subsistencia de bolivianos que trabajan en condiciones extremas de inseguridad laboral por sueldos que rondan los 300 euros y con una esperanza de vida que no supera los 40 años
JAVIER ALIAGA
Gara
Una esperanza de vida de apenas 40 años, la pobreza y la resignación forman el triángulo que atrapa a los mineros del Cerro Rico de Potosí, cuya plata se ha repartido durante siglos por el mundo pero ha beneficiado poco a los mismos potosinos.
La mayoría de los mineros del gigantesco yacimiento argentífero, que tiene 619 bocaminas, trabajan en condiciones extremas de inseguridad laboral y por poca paga desde hace varias generaciones, y sin que en este tiempo se hayan producido en sus vidas cambios sustanciales.
Una visita a la mina San Miguel del Cerro Rico permite recoger testimonios al respecto, constatar el peligro diario a que se exponen los mineros, ver a adolescentes explotados y buscar una explicación al culto que los mineros tributan al diablo a cambio de protección. Muchos coinciden con resignación en que la media de vida de los mineros es de 40 años debido a enfermedades como la silicosis causada por respirar el polvo de sílice o el asbesto, con cuyas fibras puede uno chocar al pasar agachado por los túneles.
Iván Condori, perforista de 36 años, sabe del peligro que asume, pero invita a «tener fé en el Tío (el Diablo) para que no pase nada en la mina y en Dios saliendo de ella» para sobrevivir al pronóstico y sin «renegar» sobre la vida sacrificada del minero.
En su mejor momento, Condori, que llegó a ser «segunda mano» o asistente de jefes de la mina, ganaba un equivalente mensual a entre 424 y 565 dólares (288 y 384 euros), pero actualmente sus ingresos han bajado a la mitad por la baja de las cotizaciones de los minerales.
En manos del diablo
Condori, como todos los mineros bolivianos, creen que están fuera de peligro si gozan de la protección del diablo, al que consideran «amo, dueño y señor de las bocaminas, los minerales y la vida de los mineros». De esa forma, se expresa el ex minero Antonio Ferrufino, de 29 años, convertido ahora en guía de turistas, mientras hace ofrendas con coca, tabaco y alcohol a dos estatuas de barro que representan a sendos diablos, como otros centenares que existen en todo el Cerro Rico.
En general, la mayoría de los obreros son peones, entre ellos muchos adolescentes, que ganan siete dólares diarios por empujar diez toneladas de tierra en vagones en el interior del Cerro.
El trabajo generalmente se desarrolla en espacios donde el aire está contaminado, llenos de charcos de agua tóxica y huecos de túneles sostenidos por antiguas vigas que no ceden milagrosamente.
Andrés Cano, de 45 años, advierte de que es mejor ganar poco que trabajar en parajes contaminados o de difícil acceso, pero reconoce que son los preferidos por los más jóvenes que esperan una mayor paga. «Hay gente joven que entra allí a trabajar a sus 20 años y en cuatro o cinco años están apenas (sosteniéndose de pie)», alerta.
A falta de futuro, manda la resignación
La inseguridad laboral se afronta con naturalidad por los mineros, los empresarios o los mismos potosinos que, pese a tener claro y repetir que la esperanza de vida de un minero es de 40 años, no han logrado promover cambios sustantivos sobre esa realidad. «Nuestro pueblo no tiene mucha esperanza de superar estas situaciones. Es el peso de la tradición que nos hace vivir igual y nos hace (decir) así hemos sido y así seremos, es una resignación. Yo le llamo: la tiranía de la resignación», comenta al respecto, el obispo de Potosí, Walter Pérez.
La autoridad religiosa también ha reclamado a los empresarios potosinos que hicieron fortuna en el Cerro Rico hacer inversiones en su ciudad y no en otras regiones de Bolivia con el propósito de crear alternativas laborales para los jóvenes potosinos. «Lo lastimoso es que gente que logra patrimonios económicos considerables lo invierten fuera de Potosí, construyen edificios, hoteles y tienen equipos pero trabajan en otras partes», apunta. Se trata, según el obispo, de «una interrogante muy profunda» el por qué los potosinos no invierten en su tierra, al igual que muchos otros se preguntan cómo la riqueza de plata extraída del Cerro en 464 años no ha convertido a Potosí en una de las ciudades más importantes de Bolivia y elevado el nivel de vida de su población.
La mayoría de los mineros del gigantesco yacimiento argentífero, que tiene 619 bocaminas, trabajan en condiciones extremas de inseguridad laboral y por poca paga desde hace varias generaciones, y sin que en este tiempo se hayan producido en sus vidas cambios sustanciales.
Una visita a la mina San Miguel del Cerro Rico permite recoger testimonios al respecto, constatar el peligro diario a que se exponen los mineros, ver a adolescentes explotados y buscar una explicación al culto que los mineros tributan al diablo a cambio de protección. Muchos coinciden con resignación en que la media de vida de los mineros es de 40 años debido a enfermedades como la silicosis causada por respirar el polvo de sílice o el asbesto, con cuyas fibras puede uno chocar al pasar agachado por los túneles.
Iván Condori, perforista de 36 años, sabe del peligro que asume, pero invita a «tener fé en el Tío (el Diablo) para que no pase nada en la mina y en Dios saliendo de ella» para sobrevivir al pronóstico y sin «renegar» sobre la vida sacrificada del minero.
En su mejor momento, Condori, que llegó a ser «segunda mano» o asistente de jefes de la mina, ganaba un equivalente mensual a entre 424 y 565 dólares (288 y 384 euros), pero actualmente sus ingresos han bajado a la mitad por la baja de las cotizaciones de los minerales.
En manos del diablo
Condori, como todos los mineros bolivianos, creen que están fuera de peligro si gozan de la protección del diablo, al que consideran «amo, dueño y señor de las bocaminas, los minerales y la vida de los mineros». De esa forma, se expresa el ex minero Antonio Ferrufino, de 29 años, convertido ahora en guía de turistas, mientras hace ofrendas con coca, tabaco y alcohol a dos estatuas de barro que representan a sendos diablos, como otros centenares que existen en todo el Cerro Rico.
En general, la mayoría de los obreros son peones, entre ellos muchos adolescentes, que ganan siete dólares diarios por empujar diez toneladas de tierra en vagones en el interior del Cerro.
El trabajo generalmente se desarrolla en espacios donde el aire está contaminado, llenos de charcos de agua tóxica y huecos de túneles sostenidos por antiguas vigas que no ceden milagrosamente.
Andrés Cano, de 45 años, advierte de que es mejor ganar poco que trabajar en parajes contaminados o de difícil acceso, pero reconoce que son los preferidos por los más jóvenes que esperan una mayor paga. «Hay gente joven que entra allí a trabajar a sus 20 años y en cuatro o cinco años están apenas (sosteniéndose de pie)», alerta.
A falta de futuro, manda la resignación
La inseguridad laboral se afronta con naturalidad por los mineros, los empresarios o los mismos potosinos que, pese a tener claro y repetir que la esperanza de vida de un minero es de 40 años, no han logrado promover cambios sustantivos sobre esa realidad. «Nuestro pueblo no tiene mucha esperanza de superar estas situaciones. Es el peso de la tradición que nos hace vivir igual y nos hace (decir) así hemos sido y así seremos, es una resignación. Yo le llamo: la tiranía de la resignación», comenta al respecto, el obispo de Potosí, Walter Pérez.
La autoridad religiosa también ha reclamado a los empresarios potosinos que hicieron fortuna en el Cerro Rico hacer inversiones en su ciudad y no en otras regiones de Bolivia con el propósito de crear alternativas laborales para los jóvenes potosinos. «Lo lastimoso es que gente que logra patrimonios económicos considerables lo invierten fuera de Potosí, construyen edificios, hoteles y tienen equipos pero trabajan en otras partes», apunta. Se trata, según el obispo, de «una interrogante muy profunda» el por qué los potosinos no invierten en su tierra, al igual que muchos otros se preguntan cómo la riqueza de plata extraída del Cerro en 464 años no ha convertido a Potosí en una de las ciudades más importantes de Bolivia y elevado el nivel de vida de su población.