La literatura perdida de los años 20


Existe un brillante elenco de novelistas que, durante los años ‘20 y con la llegada de la República, trataron de transformar la narrativa y la sociedad pero continúan siendo silenciados. Tratamos de recuperarlos aquí


CÉSAR DE VICENTE HERNANDO
Diagonal




El edificio que albergaba la Dirección General de Seguridad se transformó con la reforma que se hizo para alojar la sede de Gobierno de la Comunidad de Madrid. Nada queda ya de la Casa del Pueblo, inaugurada en la calle de Piamonte por el PSOE en 1908. La misma suerte corrió la Cárcel Modelo de Madrid, situada en Moncloa, en el espacio que, tras su total demolición, acabó siendo el Cuartel General del Ejército del Aire. Son algunos testimonios de la historia que han desaparecido bajo el impulso de nuevos proyectos, por la desidia propia de una sociedad desmemoriada, o por la voluntad de algunos por ajustar los hechos a sus intereses. La literatura española también fue sometida a esta reconstrucción.

De las primeras décadas del siglo XX se estudian distintos movimientos artísticos y literarios. Los más sobresalientes: un grupo denominado del ‘98 (que engloba, entre otros, a Unamuno, Baroja, Valle-Inclán y los Machado), grupo al que sigue otra llamada del ‘27 (con García Lorca, Prados, Aleixandre y otros más), y otra más bajo el marchamo de generación del ‘36 (la de Rosales, Panero, Hernández, etc. ). Desde hace algún tiempo no se quiso dejar fuera a los dramaturgos que habían triunfado en los ‘20 y los ‘30 y así se acuñó el nombre de “la otra generación del 27” para hablar de Mihura, López Rubio o Jardiel Poncela. También tuvieron sitio los “novelistas de la vanguardia” como Ayala o Jarnés.

Dueños y clientes de una bodega en el madrileño barrio de Maravillas en 1918 Poco a poco, y gracias a posiciones críticas a este canon, se han conocido otras generaciones que, contemporáneas de las anteriores, habían desaparecido. En algún caso no había ni rastro de estas escritoras y autores, ni una línea siquiera. En los ‘90 asistimos al redescubrimiento de la bohemia, una literatura sumergida en la política menor de los habitantes de las ciudades, que había tenido ya en los ‘80 un importante impulso con los estudios de Iris M. Zavala. Los esfuerzos académicos de Víctor Fuentes, de José Esteban en los ‘70, o López de La literatura perdida de los años ‘20 Existe un brillante elenco de novelistas que, durante los años ‘20 y con la llegada de la República, trataron de transformar la narrativa y la sociedad pero continúan siendo silenciados. Tratamos de recuperarlos aquí.

Abiada en los ‘80, consiguieron dar a conocer, y que se reeditaran, las obras de otra generación perdida, la de una serie de autores que desarrollaron una intensa labor de oposición contra la dictadura militar de Primo de Rivera a través de revistas como Postguerra, Nueva España, Nosotros, recurriendo al pronunciamiento (como los de 1926, “la Sanjuanada”, o el de 1929, dirigido por Sánchez Guerra), o militando en organizaciones republicanas. Pero esta generación fue, también, la que impulsó un cambio de rumbo de la literatura y la cultura. Una reorientación que se insertaba en el proceso común que acertadamente Víctor Fuentes llamó, con términos de Gramsci, “la marcha al pueblo en las letras españolas”, en el que se encuentra, también olvidada, una amplia literatura obrera. Para ello, fundaron editoriales como Oriente, Cenit o Ulises, que publicaron las primeras traducciones de la literatura soviética, la literatura pacifista francesa o los ensayos izquierdistas más importantes de la época en materia de política, teatro, estética, educación, salud, etc.

1930 es la fecha en la que esta “generación” reconoce los rasgos del tiempo en que vivieron y lucharon. 1930 es la coyuntura en la que se cruzan las resistencias de una dictadura moribunda y los impulsos de un proyecto republicano sometido al liberalismo, todo ello en medio de un mundo en el que la revolución se había iniciado en México, había pasado por Rusia y por Alemania y había llegado hasta China. El “fantasma del comunismo” no había dejado sin sacudir ningún país moderno (ni EE UU se salvó de tal viento radical). En 1931, ya proclamada la República, se hacía evidente quién había triunfado: esa República, llena de timideces, reservas y filtrada de monarquismo, no era con la que soñaban, escribió Díaz Fernández. Con todo, abrieron teatros del pueblo (como el del Grupo Nosotros o el Teatre del Proletariat), buscaron la manera de distribuir el cine social alemán y el soviético, y de debatir sobre el arte político (en revistas como Octubre o Nuestro Cinema). Pero también hicieron literatura. La literatura de avanzada.

Los escritores de la “generación” de 1930, Díaz Fernández, Arconada, Giménez Siles, Arderíus, Marsá, entre otros, no renunciaron a la vanguardia, ni a ninguna de las conquistas estéticas que había hecho el arte en tres décadas de cambios. Así lo muestra La Venus mecánica, Urbe o La espuela. No renunciaron tampoco a la exigencia de dinamitar desde dentro la literatura burguesa. No necesitaron al Estado para llevar a buen puerto este barco: triunfaron en venta de ejemplares, consiguieron un teatro popular y revolucionario para un importante número de espectadores. Se apoyaron en todos aquellos que estaban viviendo una experiencia del porvenir, según la acertada frase de Fermín Galán, fusilado por levantarse en armas contra la dictadura. Y lo más importante: no renunciaron a cambiar la sociedad.

Para no confundir esta escritura con la vanguardista, Díaz Fernández, el intelectual que mejor definió los rasgos de esta “generación”, la denominó “de avanzada”, una literatura en la que el conflicto humano regía la obra sin desprenderse de lo contemporáneo, aquello que procedía de asumir lo vital como motor productivo. Por lo mismo, dejaron de escribir cuando comprobaron que la literatura no podía acabar rápidamente con el hambre y la explotación; o cuando otra literatura, ésta con un lenguaje y formas populares, ocupó el lugar de la que hacían, en medio de una agudizada lucha social; o cuando advirtieron que su generación, la de una clase media radicalizada que buscaba esa experiencia del porvenir, que no tenía nombre (no era ni el comunismo, ni la anarquía, ni el socialismo) pero sí destinatario (la humanidad), era engullida por un enfrentamiento de clases sin precedentes en la historia de España.

Si esta “generación” perdida restituye algo no es solamente nuestra historia, sino, precisamente, lo que Díaz Fernández trajo a las páginas de su ensayo El nuevo romanticismo: un arte social nuevo, un nuevo modo de vivir que nos sigue interpelando casi 80 años después.