El genio y el alma

CARLOS BOYERO
El País


Una generación prodigiosa hizo memorable el cine de los setenta. Scorsese, Coppola, Spielberg, Allen, Schrader, De Palma mantienen sus poderosas señas de identidad, son puro cine. Cimino, Hill y Scott han dejado de conmover.

En aquella década auténticamente prodigiosa del cine norteamericano que hizo memorables los años setenta, querías creer que el talento y la personalidad de aquellos heterodoxos creadores que poseían universos tan variados como identificables sería inagotable, que no se secaría nunca, que los autores seguirían peleándose con los fenicios intereses de los peces gordos, los contables y los banqueros de Hollywood para mantener su integridad artística, que la desgarrada certidumbre con la que Ginsberg iniciaba Aullido ("he visto a los mejores espíritus de mi generación destruidos por la locura") no se cebaría con aquellos cachorros tan sólidos, genuinos narradores de historias, herederos legítimos de una tradición gloriosa.

Y celebras que a muchos de ellos, independientemente de que hayan sufrido bajones, crisis, fracasos, voluntarios o forzados exilios, caminos pasajeramente erráticos, no les abandonara la inspiración, no lanzaran la toalla, sigan en activo pariendo un cine mejor o peor, pleno o fallido, pero en el que casi siempre se reconocen sus poderosas señas de identidad, su estilo, sus obsesiones. Estoy hablando de Scorsese, Coppola, Spielberg, Allen, Schrader, De Palma, gente así, puro cine.

Pero te preguntas qué ocurrió con Michael Cimino, el tipo que en una inmarchitable obra maestra titulada El cazador habló con lirismo, sentimiento, épica y lenguaje incomparable de la amistad y de la pérdida, del esplendor en la hierba y de su irreparable rotura, de la desolación y de la supervivencia, del horror y del miedo, del suicidio lento y de la evocación. Aquel derroche de sensibilidad y de emoción no podía ser una impostura con suerte, un malentendido feliz, una casualidad. Hay mucha gente que reivindica La puerta del cielo como película de culto, como un sueño grandioso machacado por los viles productores, como epopeya trágica. Yo, a excepción de su maravilloso arranque retratando la despedida de la juventud y algún momento y personaje recordable, no la soportaba ni entonces ni ahora, ni la masacrada versión que se exhibió en el cine ni la parcialmente restaurada copia que ha salido en DVD. Me resulta enfática, incomprensible, manierista, falsa. Hay bastantes cosas que me gustan en Manhattan Sur (todo lo referente al mafioso chino que interpreta admirablemente John Lone), pero me la arruina el narcisismo relamido del cargante Mickey Rourke, la inverosímil historia de amor de ese policía racista con la periodista china, la acomodaticia mitificación final de un héroe más siniestro que complejo. El resto de la carrera de Cimino es simplemente lamentable.

La aparición de Walter Hill fue una de las mejores cosas que le ocurrió al cine de acción (o sea, al cine en el que ocurren cosas) en los setenta. Manejando la épica urbana de los acosados guerreros que deben atravesar la selva nocturna de Nueva York para llegar a su casa de Coney Island en The warriors, buceando en el cine negro más estilizado en Driver, creando tensión de altura en la terrorífica La presa, acercándose al western con fuerza expresiva y para describir el anverso y el reverso de los hermanos James y de los hermanos Younger en Forajidos de leyenda, reinventando primorosamente y con fórmula de musical rockero el viejo esquema del justiciero solitario, la diosa enamorada y el villano absoluto en Calles de fuego, retratando con humor del bueno el cínico colegueo entre un madero como manda el clasicismo y un ladrón tan histriónico como listo en Limite: 48 horas. Walter Hill era un director como los de toda la vida, dotando de atractivo cualquier género que abordara, con carnet de profesionalidad antes que de artista, como Hawks, como Walsh. A partir de ahí se borró, su cine posterior parece una caricatura pobre de todo lo anterior, rutinario, fofo, sin gracia. Pero no todo está perdido. Ver su nombre como productor, guionista y dirigiendo algún episodio de la magnífica serie de televisión Deadwood supone una alegría, una esperanza de resurrección.

Ridley Scott, además de estajanovista (es raro el año en que no hace una película), sigue siendo un triunfador total, alguien con crédito ilimitado en la industria para rodar lo que le dé la gana, un productor que amortiza sus carísimas criaturas, un creador con prestigio duradero. Y habitualmente sus películas abordan temáticas supuestamente importantes, poseen impecable factura visual, dispone de estrellas que confían ciegamente en su magisterio, muestra infinito empeño en hacer un cine "importante", en combinar el espectáculo y la tesis. Yo las veo y las escucho bien, pero se me olvidan rápido. Las respeto, pero no me dejan poso, no me conmueven. No sería alarmante en alguien que siempre hubiera realizado el mismo cine, con una carrera epidérmicamente brillante y que jamás descuida su legítima atención de la implacable taquilla.

El problema es que Ridley Scott comenzó pariendo obras de arte, tres películas que mantienen su hermosura y su poder de conmoción después de treinta años, que estaba capacitado para atraer a todo tipo de público con un cine de aliento clásico, sin tener que hacer concesiones o trampas. Su arranque fue inolvidable. Es el autor de la estética y perturbadora Los duelistas, adaptación magistral de un enigmático relato de Conrad sobre dos oficiales del ejército napoleónico que pasarán su existencia en permanente desafío por un concepto anacrónico y feroz del honor mancillado. Nos hizo pasar tanto miedo como desasosiego contándonos en Alien el tenso espanto que provoca un depredador invulnerable en una nave espacial. Nos estremeció en Blade runner con las lágrimas destinadas a perderse en la lluvia de un robot letal que quiere tener recuerdos, que va a morir. La imaginería visual de estas tres joyas, su hipnosis, su atmósfera, su misterio, su poética, tiene la huella de un autor apasionante. Aunque el tono hubiera bajado de intensidad, seguías reconociendo el enorme talento y la capacidad para transmitir emoción de Ridley Scott en La sombra del testigo y en Thelma y Louise. No he vuelto a reconocer esos dones. Mantiene otros, pero no me enamoran. ¿Será verdad que el genio es irrecuperable cuando se ha vendido el alma?