El aquelarre de Max Ernst

ÁLVARO CORTINA
El Mundo





La editorial Atalanta publica el viaje surrealista 'Tres novelas en imágenes'.


Sucede en la visiones de Marx Ernst que las estrellas que fulguran sobre el crimen son crisálidas, y que el mismo cielo es una vulva que engendra titanes. Sucede que las puertas son esquinas del tiempo, que la moqueta tiene olas, palpita sangre. El sueño proteico convierte a los hombres en leones, en garzas, en plantas que se vuelven espejo vaporoso, filigrana abisal.

Hay además casas burguesas con historiados dibujos en las paredes empapeladas, y sobre los cojines se retuerce algún reptil. Los relojes son un germen detenido, la criada tiene alas.

Victor Hugo dijo que si la lógica era producto del esfuerzo de la mente, el arte era el producto de su placer. Max Ernst, alemán afrancesado, padre del Dadá, parece más propenso al tormento que al placer. Sus tres novelas gráficas 'La mujer 100 cabezas'(de 1929), 'Sueño de una niña que quiso entrar en el Carmelo' (de 1930) y 'Una semana de bondad'(de 1934) (de 'Tres novelas en imágenes', Atalanta) registran el cambio, la ingravidez, la inquietante sima lógica de la pesadilla. Esas cosas que uno ve cuando se acuesta después de atracarse a fabada con morcilla.

Sus trabajos podrían ser claves de algo, de algún psicoanálisis. Aunque más razonable juzgarlo como un irracionalista convencido que quiso hablar del mundo desde el otro lado del espejo, en el horizonte perturbado de maniquíes y esfinges de De Chirico, en la elegía sulfurosa y enferma de Rimbaud, en la estela subversiva de Alfred Jarry.

Pensar dentro de un discurso psiquiátrico sus casas de muñecas con muñecas sin cabeza, sus vísceras de sueños, sus máscaras grotescas, su aquelarre de monos y calaveras, desvitalizaría el vivo humus, inasible, crecido en la umbría sonámbula del mundo, donde no habita la gramática, ni la matemática, ni la moral. Sólo el arte.

Así, si se analiza una pesadilla, mucho de la pesadilla se nos escapa de las manos. La vanguardia surrealista era el sinsentido, y el psicoanálisis era su nutriente, no su mapa de carreteras. Pocas veces el arte ha conquistado una directriz tan potente, tan irreductible e irrectificable.

Juan Antonio Ramírez, explica en el postfacio que se puede encontrar hilación lógica entre varios grabados de Ernst, pero aclara, justo después, que el significado es abierto a interpretaciones. 'La mujer 100 cabezas', por ejemplo, cuenta el nacimiento el crecimiento y la muerte de un ser andrógino. A veces, frases o párrafos delirantes (o, sólo a veces explicativos de lo que vemos), son pie de página de la foto. En esta primera página: "Crimen o milagro: un hombre completo".

Visiones indescriptibles

Bajo el grabado (¡indescriptible!) de una figura decapitada, frente a un tipo con cara de morsa y una especie de momia en la cama, asoma un orangután. Leemos en el pie: "¿Este mono será católico?". En 'Sueño de una niña que quiso entrar en el Carmelo', un gran pez con cara de hombre muerto queda varado en una orilla. Una bandada negra de cuervos desciende en la noche a por lo que ya es carroña. Pie: "Marceline-Marie, saliendo del mar antropófago: Toda mis alegrías tienen una coartada y mi cuerpo se cubre de cien fisuras profundas...".

Algo de goyesco tienen estas estampas (los 'Caprichos' y los 'Disparates' del maño, de luenga impronta), que en el último libro, se clasifican en días de la semana y elementos primigenios (barro, fuego, agua...), donde predominan, según el elemento, alas de murciélago (elemento: fuego), o océanos procelosos que arrasan el suelo y se llevan las camas (elemento: agua). Motivos diversos de delirio.

Para terminar de un modo surrealista, con esa ruptura que Ernst, Tristan Tzara o Paul Éluard concibieron el encanto poético (y los Monty Phyton el humor), la conclusión del penúltimo capítulo de 'La mujer 100 cabezas', soplo y aquelarre del subsconsciente:

"Sabed que, desde que el hombre tiene memoria, la mujer 100 cabezas nunca ha tenido relaciones con el fantasma de la repoblación. Ni las tendrá: antes macerarse en el rocío y alimentarse de violetas escarchadas". Se podría parecer al tono profético y al delirio de los discursos de ciertos mendigos alcohólicos cuando claman en el metro, con el vagón atestado de gente cansada.