El horror y la esperanza ( "Katyn", A. Wajda)

IGNACIO ARMADA MANRIQUE
ABC



En la Semana de Cine Experimental de Madrid se ha exhibido Katyn, la última obra de un maestro del cine: el octogenario Andrzej Wajda. En ella sorprende la manifestación de un grado de madurez en una escala en la que ya no cabía esperar cambios. El largometraje, que ejerce con elegancia el compromiso sin tocar la ideología, es tan hábilmente antirretórico como marcadamente emotivo; una vacuna contra el insultante sentimentalismo, tan en boga, que suele emplearse al tratar ciertos hechos.

Se dice que cada uno cuenta la feria según le va. El problema lo encuentras cuando vas a la feria obligado y después nadie te deja hablar. En 1939, tras la firma del pacto Ribbentrop-Molotov, la Alemania nazi y la URSS estalinista acordaron no agredirse, y para celebrarlo, eliminaron sus distancias morales y geográficas invadiendo y repartiéndose Polonia. El Ejército Rojo detuvo a casi veinte mil personas, entre oficiales y clase dirigente e intelectual, y las ejecutó en Katyn. La historia ya empieza a ser conocida. Y hay que alegrarse de ello porque aquellas masacres, tras cúmulos de mentiras de unos regímenes y otros, demuestran que la cuestión del mal dista mucho de ser un asunto de ideologías, ni siquiera de individuos. Wajda, cuyo padre fue asesinado en el bosque de Katyn, ha sabido entenderlo y sobreponerse a ello, alzándose con la síntesis más perfecta que el audiovisual ha ofrecido de todas las perspectivas del asunto de la maldad.

Justificación. Casi en las mismas fechas del horror descrito en la película, Albert Camus escribía en El hombre rebelde que la muerte se ha convertido en un proceso deshumanizado, impersonal, y sin embargo, el problema no es la tecnología, sino la justificación para el procedimiento: en contra del tópico nuclear, el siglo XX está plagado de ejecuciones artesanales en masa. Camus distinguía entre los crímenes de pasión y los de lógica. Los primeros sucedían, puesto que el perpetrador no puede racionalizarlos, y son tan ine-vitables como su carácter. Pero los segundos se amparaban en ideologías, en razones, en justificaciones, olvidando que, como afirmaba el pensador francés, el «vivir es en sí un juicio de valor. Respirar es juzgar». Y apuntaba: «¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice que no». Con esa negativa afirma un derecho vulnerado, dice que no y refuerza que tiene razón. Stanislaw Lem describe en Provocación, a partir de la reseña de un libro imaginario, cómo para el siglo XX las víctimas siempre son culpabilizadas, para poder aparecer ante los mismos verdugos como los autores de todo mal. También sobre esto trata la película de Wajda, pues de hecho en ella existe una conexión imprescindible entre la búsqueda de la verdad y el sostenimiento de la esperanza que sólo superficialmente puede interpretarse como contradicción, pues se unen en un nivel más profundo de manera irremediable.

Resistencia. Polonia, entre la codicia de unos y la envidia de otros, ha terminado definiendo su identidad en virtud de su irreductibilidad. Se es polaco porque se resiste, frente al tiempo y frente a la desesperación. Una de las habilidades de Wajda es hilar la gran Historia con el devenir de sus personajes, extraídos de la novela Post Mortem de Andrzej Mularczyk, y a los que los guionistas (Wajda, Pasikowski y Nowakowski) han introducido en una estructura narrativa de falaz espontaneidad. Todo el metraje es un ir y venir, en diversos saltos temporales, por las vidas de una decena de seres que más o menos se van cruzando a lo largo de un lustro, y en ese fluir el guión no puede estar mejor construido en su engañosa accidentalidad.

La narración, que comienza con la invasión, la ocupación y la reclusión, discurre después con los que esperan, para resolver finalmente, en secuencias breves y de una demoledora contundencia, qué ocurrió con los detenidos cinco años antes. Aquí Andrzej Wajda, que para entonces ya nos ha demostrado claramente cuál fue el destino de los desgraciados en Katyn, ejerce casi de secretario judicial, mostrando con tensa minuciosidad cómo se acaba con la vida de un hombre? y otro? y otro. En pocas ocasiones ha podido ofrecer el cine, de forma eficaz y descorazonadora, una lección tan palmaria sobre la brutalidad y sobre la piedad.

Hay en los objetos familiares una esencia que no les pertenece. Son elementos que han alquilado nuestro ser. Cuando la muerte nos arrebata, quedan desplazados en un mundo que no sabe bien cómo ubicarlos. El zapato en la cuneta de un accidente en la carretera, el abrigo olvidado tras una avalancha, el libro con las páginas plegadas de alguien que no podrá terminar su lectura. Los objetos, paradójicamente, son lo que queda de nosotros. Katyn nos muestra objetos preñados de sentido, con sutileza y de continuo: unas gafas, unos lapiceros, unas medallas, unos botones enterrados bajo la tierra y la nieve, y vueltos al sol décadas después para atestiguar que allí murieron hombres por sus ideales. Un sable que conserva la dignidad del general que tuvo que empuñarlo. Un jersey que ha creado una confusión de identidades entre un muerto y un vivo, al que el remordimiento le llevará casi al mismo lugar que el primero. Un rosario que solamente adquiere significado con el último plano.

Katyn trata sobre el miedo y la verdad, sobre el miedo a la verdad, y sobre la esperanza que puede negar ambos impostores porque se conduce con el corazón. Trata sobre hombres en la noche que entonan un villancico en una noche de cielo purísimo desde un cobertizo infecto. Trata, como discuten dos personajes, sobre el esfuerzo por comprender que no se elige entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos cuando se rinde culto a un ser amado, sino entre la vida que nos imponen y la que merece la pena vivirse, aunque sea a costa del sufrimiento.

El deber. Katyn habla sobre el deber de los seres humanos entre sí, de cómo las elecciones pueden llevarnos a la destrucción a sabiendas de que no puede suceder de otra forma, porque hay asuntos más altos y más sublimes de los que no podemos ni queremos escapar. Más allá incluso del honor está el compromiso personal; los soldados prisioneros no quieren fugarse porque entienden que no pueden abandonar el Ejército, como los profesores de la universidad de Cracovia acuden a escuchar la locución represiva -resuelta en detenciones- de un jerarca nazi porque no pueden «abandonar al Rector». La mujer que recibe la oferta de matrimonio de un oficial ruso sabe que no puede aceptarla porque significaría, implícitamente, admitir que ya no puede albergar la esperanza del regreso del esposo ejecutado. El general cautivo del octavo regimiento de ulanos, una heroica unidad de resistencia, explica a sus oficiales cómo no importa haber perdido en la batalla, no importa si se es o no prisionero. Todavía no nos hemos entregado. Como un padre a sus vástagos, les afirma, en un magistral plano cenital en el que todos los encarcelados en un gran barracón componen calladamente una gran cruz, que no nos rendimos jamás más que cuando lo hacemos ante nosotros mismos.

Los ejemplos en el filme son numerosísimos, y exceden este espacio. Katyn es un monumento a la aceptación del dolor y a la dignidad que no cede ante la embestida de la impertinencia y la perversidad de la mentira. El encuadre final, con la mano agonizante de una víctima aferrada al rosario mientras la arena la cubre, es algo más que una llamada a la humanidad perdida: es la promesa de que la esperanza es inagotable, de que cuando las manos de la madre ya no te sostienen, cuando el abrazo de la esposa no puede alcanzarte, cuando el cobijo del compañero es imposible, aún quedan las manos de Dios, tendidas siempre para sujetarte en la caída.