"Paraíso inhabitado", Ana María Matute

SANTOS SANZ VILLANUEVA
El Mundo





Lamentaba Clarín la “castiza sequedad sentimental” de nuestra novela, rasgo cierto que incluso se ha acentuado con el tiempo al haber añadido la influencia de la narrativa centroeuropea en las últimas generaciones un plus de frialdad abstracta. Produce por eso impresión de extrañeza encontrarse con una obra tan llena de emociones como Paraíso inhabitado. Pero no es algo peculiar de la nueva novela de Ana María Matute (Barcelona, 1926) porque esa impregnación cordial atraviesa toda su obra. Ello implica el peligro de que parezca una escritora inactual con planteamientos de otro tiempo o de una vivencialidad excesiva. Ésa es, sin embargo, la apuesta personal de la escritora, a ella se mantiene fiel y no cabe sino aceptarla o no porque se trata de la sustancia misma de su orbe imaginario En eso, en aprovechar recursos emocionales algo efectistas, consiste el modo particular de Matute de decir la verdad, la suya, acerca de la realidad hostil que llamamos existencia.

Paraíso inhabitado responde al clásico esquema del relato de iniciación que refiere el tránsito de la infancia a la primera madurez. El proceso lo explica en primera persona desde un impreciso y distante tiempo posterior la propia protagonista, Adriana, o Adri, quien se remonta a una niñez que se clausura al llegar a los 12 o 13 años como si fuera una etapa estanca, aunque de consecuencias indelebles. Adri evoca ese periodo con una eficaz mezcla de perspectiva crítica y de inocencia propia de la edad. Confluye una doble mirada sobre la vida, el enjuiciamiento severo del adulto y el sorprendido descubrimiento del niño. Ambos enfoques recrean un escenario de límites claros, la infancia a un lado, los mayores, los Gigantes, como los llama Adriana, a otro. Son dos realidades tangentes pero separadas, hostiles. El argumento se detiene en el momento en que la niña pasa a formar parte de los Gigantes y alcanza una maduración dolorosa que implica el reconocimiento de un “paraíso inhabitado”, el que Adri supone en el horizonte añorado que vislumbra desde la ventana de su habitación.

Como siempre en la escritora, el mundo adquiere una dimensión dual, el bien y el mal, la felicidad y la desgracia o tristeza, aunque con elementos en ambos sectores que equilibran la polarización maniquea. El bien y la felicidad residen en la infancia, sin que sea una experiencia por completo gozosa. La niña se siente desvalida y sufre de manera traumática la soledad. El remedio será un agudo ensimismamiento: se oculta de la vista de los mayores, se refugia en la fantasía, se entrega a la lectura, vive con la plenitud de lo real los cuentos populares. Esta estrategiale sirve de parapeto contra las agresiones del entorno: la familia, el colegio, y hasta, en segundo plano, la sociedad, de cuyas convulsiones revolucionarias le llegan ecos (parte de la acción tiene como telón de fondo la República y la guerra). La amistad con otro niño solitario, Gavi, modelo de amor purísimo y desprendido, constituye la gran opción frente a un mundo lleno de espinas. Esta historia hermosa, tierna sin ternurismo y un poco simbólica, la convertiría un autor idealista en alternativa existencial, pero ello resulta imposible en una pesimista radical como Matute. No corro el riesgo de estropear a nadie la lectura si adelanto que la historia acaba mal. El mal habita en el dominio de los Gigantes, donde Matute encierra esa dosis de crítica social o de notación testimonial que nunca falta en sus libros. El argumento deja ver las costuras del traje que viste a la burguesía acomodada: mentalidad conservadora, comportamientos egoístas, soberbia clasista, hipocresía...

En la estrategia de la autora para recrear esa representativa colectividad en su conjunto tiene gran importancia la configuración de los personajes. La mayoría de ellos están bastante individualizados, pero a la vez asumen explícita o insinuada carga de tipos modélicos, de tal manera que forman como núcleos diferentes. Adri y Gavi representan la orfandad y el desvalimiento y son el eje de atención de los otros dos grupos. Por un lado están los negativos (la madre de la niña, símbolo de la dureza de corazón; las monjas del colegio, que encarnan la intransigencia). Por otro los positivos. Estos últimos tienen un curioso funcionamiento. En principio, parecen figuras secundarias o complementarias de los anteriores, pero son muy importantes y constituyen una personalísima aportación de Matute. Me refiero a Tata María e Isabel, las criadas de la casa; a Teo, especie de tutor del niño, y a Eduarda, la tía materna de la niña. Representan con claridad el arquetipo del transgresor de las convenciones. Las criadas ocultan las travesuras de Adri y la ayudan en sus tejemanejes; el tutor, de rasgos guiñolescos, funciona como el preceptor bondadoso que trasmite conocimientos vitales sustantivos, y Eduarda representa la libertad y el amor sin hipotecas.

Estos últimos personajes andan más cerca de la literatura que de la vida, y desde esta perspectiva hay que apreciarlos pues les aguarda una misión especial, la de ejemplificar los valores que merecen el máximo aprecio de Matute. Cada uno aporta la nota de persona libre, independiente, ensoñadora, y en conjunto, forman una galería de seres un tanto marginales, o al margen de la rutina; en suma, gentes un poco raras, excéntricas, leales, sencillas. La autora, desdoblada en narradora, los muestra con indisimulada simpatía y los convierte en soporte de una tesis: esos seres humanos tendrían que poblar el planeta. Es apenas un islote de lo auténtico en un mundo que niega la felicidad, y de él es expulsada Adriana, quien, vividas las experiencias de la maduración, incluida la más radical, el conocimiento de la muerte, termina por integrarse con los Gigantes. La chica no tiene escapatoria a la mediocridad a la que está antropológicamente condenada. Los sueños de infancia, ahora ya el Paraíso perdido, le quedarán grabados como una quimera.

El rasgo literario básico del mencionado bucle de ideas radica en prescindir de lo especulativo y en adoptar un tono emocional. Matute plantea la novela como una historia melodramática a la que incorpora componentes legendarios. Con ello busca un efecto comunicativo directo. Quiere trasmitir sensación de verdad y no le importa la categoría de los recursos con tal de lograrlo. Menudean en Paraíso inhabitado datos autobiográficos confesados por la escritora: Adriana, como la propia Matute, se siente víctima de una madre distante, padece un tartamudeo infantil paralizante y halla refugio leyendo bajo las sábanas.

En buena medida, Matute ha escrito una autobiografía imaginaria, síntesis de sus ideas y de su obra, que vale como el testamento literario que lega alguien curtida en experiencias. El riesgo que esto implica de reiterar lo ya conocido de la escritora se salva gracias a la sinceridad emocional que sostiene la anécdota. Esta novela cálida y triste viene a ser el compendio de una autora empeñada en reafirmar su rebeldía a una edad avanzada y que vuelve a dejarnos un mensaje pesimista sobre la vida con su modo de contar no pretencioso ni envarado al tiempo que profundo y serio.