“Todos los cuentos’, Cristina Fernández Cubas (2008)


JOSÉ MARÍA POZUELO YVANCOS
ABC


Ha sido un acierto la apuesta editorial de reunir en un volumen los cinco libros de narraciones breves (cuentos y novelas cortas) de la que considero la mejor cultivadora del género en la literatura española. Habría evitado la rotundidad de tal afirmación si temiera verla desmentida por el lector de este libro. Bastaría con la continuación que hace de «El faro», esbozo de relato escrito por Poe, para darnos cuenta de que Cristina Fernández Cubas ha llevado su estilo a tal familiaridad con la estética del escritor norteamericano que su cuento consigue no únicamente el desarrollo del embrión planteado por aquél, sino una forma de entender la literatura como una apuesta consigo misma que tiene que ganarse. Los escritores clásicos hacían eso: tomar un motivo, un tópico precedente, y llevarlo a ejercicio donde brillar con luz propia y sin que por ello deje de verse la maestría del modelo, que resulta potenciado por tal desarrollo.

La locura y «lo extraño», eso que Freud llamó «lo ominoso», llenan sus primeros libros y el último. Cuando en estas páginas reseñé Parientes pobres del diablo, de 2006, también incluido en este conjunto, me hice eco de tal binomio, Poe y Freud, porque Cristina Fernández Cubas ha sabido arrostrar con categoría de primer espada el desafío de ambos.

El paso de los años. Hay otra condición que merece comentario en este volumen: la recuperación de la obra anterior mantiene la fuerza que inicialmente tuvo. Una autora de quien leíste hace ya muchos años Mi hermana Elba (1980) o Los altillos de Brumal (1983), y que entonces te pareció magnífica, ¿conservaría ahora, casi treinta años después, el mismo temple, aquella original manera de afrontar lo fantástico? Siempre ocurre así con una relectura: la afrontas con cierto temor a que no te parezca lo mismo, a que el libro ya no te impresione como antaño. No ha ocurrido en el caso de los dos que he citado, como tampoco con los cuentos incluidos en El ángulo del horror. Se sostienen perfectamente, lo que, por cierto, es la mejor garantía de su valor: resistir el paso de los años, algo que pueden lograr pocos narradores actuales. Para que tal cosa ocurra, para lograr la categoría de clásico, una escritura (y su autora) debe tener un estilo definidor, un elemento propio, que es el que permanece. Tal estilo viene caracterizado por el hecho de que evita que cada cuento o novela corta sea comida por lo anecdótico y se quede el lector en lo que ocurre.

Estructura en tensión. En el conjunto que reseño únicamente ha ocurrido en muy pocos cuentos (cuatro de los veinte). El ejemplo quizá más destacado del límite que quiero subrayar es «La flor de España», precisamente menos bueno por haber desarrollado mucho la anécdota base. Fernández Cubas suele proceder al contrario: sus historias tienen más en lo que ocultan que en lo que muestran, viven de la típica economía que Cortázar teorizó a partir de la «Filosofía de la composición» de su maestro Poe: la estructura en tensión, ese ir creciendo en intensidad, pero no hacerlo nunca lo suficiente, de manera que al lector le queda siempre una faena que realizar.

Hay otra condición de su estética que se ejecuta sobre todo en los tres primeros libros citados, y que ha logrado de nuevo en Parientes pobres del diablo: que la realidad de sus personajes, su tranquilidad, se vea asaltada por algo que la remueve y los lleva a un límite intraspasable. Con «algo» quiero referirme a una categoría que se nutre de lo irracional y que precisa no aclararse del todo para resultar eficaz como dispositivo de la intriga, pero también como fenómeno de gran potencial literario: decir que en cada historia hay algo que la lleva a un desarrollo fantástico es admitir que cada cuento deja sin definir un residuo, que queda en la retina del lector como deuda; de ahí la estructura abierta de la mayor parte de sus narraciones.

Junto a las de índole fantástica, que me parecen las mejores, hay otras, de las que puede ser un buen ejemplo «El legado del abuelo», destacables por otra cualidad rara en nuestra narrativa: el humor. En los cuentos en los que lo ejercita, Fernández Cubas lo hace nacer principalmente de la situación y no de la agudeza verbal, que es la que más comúnmente se da en nuestra tradición. La escritora catalana la administra como si procediera de la tradición europea. Seguramente es lectora de Dickens, de Chesterton, de Conan Doyle o de Kaf-ka, que también desarrolla a veces tal registro. Sé que me comprometo a mucho situando a Fernández Cubas en la sarta de escritores citados, pero cuando ves realizadas en la literatura de tu lengua tan buenas cualidades, hay que comprometerse en decirlo claro.