Andrew Wyeth, polémico pintor de turbulencias


Envuelto siempre en debates y controversias, murió a los 91 años, mientras dormía, pocos días después de que falleciera Leonard E. B. Andrews, el millonario que compró cientos de sus lienzos




EDUARDO CHAMORRO
ABC



Era la figura siempre presente en los debates, las polémicas, las contradicciones y las paradojas del arte contemporáneo en los Estados Unidos de América, donde el paisaje forma parte de un cierto espiritualismo nacional. En 1977 un crítico del Arts News quiso saber cuál era el pintor americano más sobrevalorado, y cuál el infravalorado. Las respuestas coincidieron en Andrew Wyeth.

Era también el más espectacular en esa epopeya y zarabanda de las artes plásticas que es el mercado. Leonard E. B. Andrews, un millonario especialista en catástrofes compró en 1986 doscientos cincuenta obras nunca vistas de Wyeth por las que pagó unos seis millones de dólares. Tres años después las vendió a un coleccionista japonés que pagó por ellas unos cincuenta millones de dólares, y aprovechó las ganancias para fundar un Programa Nacional de las Artes que en la actualidad mantiene ochenta y cinco exposiciones en cuarenta y cuatro estados de la Unión, abiertas a todo tipo de artistas desconocidos.

Tal fue la operación que llevó a Wyeth a una fama en los medios de prensa enriquecida casi inmediatamente por el debate académico que suscitó la que probablemente es su obra más famosa: El Mundo de Cristina, en la que una mujer de mediana edad, caída y vista de espaldas, atraviesa la pradera arrastrando sus piernas hacia una casa en lontananza. Es un cuadro bifronte con un poderoso gancho hipnótico, realista y simbólico, en el que se dan cita todas las referencias de la ilustración y la pintura americanas de los siglos XIX y XX, desde Norman Rockwell a Winslow Homer.

Wyeth fue un experto en la utilización de la transparencia como un recurso engañoso. El aire de sus cuadros puede ser limpio y puro. No así sus intenciones. La naturaleza era para él un medio hirsuto y ambiguo, tan impregnado de trampas y camuflajes como de frustraciones y esquinas los cuadros de Hooper. El campo y el crepúsculo son en sus lienzos tan introspectivos como la luz de neón y los suelos de linóleo en la iconografía del siglo XX.

Nunca buscó en el aire libre un medio natural para el sosiego sino todo lo contrario. Si Eliot afirma en La Tierra Baldía ser capaz de mostrar el miedo en un puñado de polvo, los lienzos de Wyeth acreditan su capacidad para mostrarlo en un conjunto de hojas a contraviento, en la corteza lacerada de un árbol, en el brillo de una nieve gastada, en el viso de un sombrero de pieles. Esa mezcla de soltura en la descripción realista y astucia en el gemido del terror al otro lado de la pincelada estimuló el desconcierto de la crítica tanto como la proyección estratosférica de sus precios. El tampoco se mostró como el chico más simpático del gremio cuando manifestó sin ambages el desprecio que le producía la pintura de de Kooning o de Jackson Pollock.

Hooper, sólo un aficionado

Fueron palabras mayores y llevaron la polémica del arte contemporáneo más allá de los recintos académicos, instalándola en la plenitud del contraste entre una América urbana y otra agraria, campesina, conservadora y a casi un paso de la reacción. El azote de los intelectuales vino a continuación, y ya no hubo paz para Wyeth hasta que John Updike planteó los términos del armisticio: «Dejémonos de bobadas que solo sirven a los intereses de los galeristas. Andrew Wyeth es un maestro donde Andy Warhol e incluso Edward Hooper no pasan de aficionados».