Ignatius J. Reilly, por encima de lo perecedero

La obra de John Kennedy Toole llega a las 38 ediciones con Anagrama



ÁLVARO CORTINA
El Mundo




"Habría que imponer un régimen de fuerza en este país para impedir que se destruya a sí mismo. Los Estados Unidos necesitan teología y geometría, necesitan buen gusto y decencia. Sospecho que estamos tambaleándonos al borde del abismo".

Esto deja dicho Ignatius J. Reilly, la grotesca mole adiposa de la gorra verde, el moralista reaccionario, el ególatra, vanidoso crónico y libresco personaje que hubiese hecho de John Kennedy Toole una celebridad en vida de no haberse suicidado antes.

Es Ignatius Reilly un hallazgo póstumo, su destello humorístico tiene tristezas asociadas, como pájaros agoreros, ese poso de injusticia que tienen las obras premiadas únicamente con el valor incierto de la posteridad.

¡Pobre Kennedy Toole, con lo mucho que ha hecho reír con la 'Conjura de los Necios'! Los escritores grandes son totémicos, pocos son tan amigables y amistosos como los que hacen reír.

Nueva Orleans parece un lugar desatado en esta historia de estrambotes que aparecen y desaparecen prendiendo la mecha del gag, en la línea filosa de Tom Sharpe. Lo que se dice está fuera de lugar (o de tiempo) y los efectos de muchas causas son gigantescos y a la vez risibles. Cuando se llevan leídas unas cuantas páginas, acumulando disparates, sólo queda reírse. Algo se obstruye que obliga a reír. Y de ahí la fama de esta novela que este año, en Anagrama, alcanza su 38ª edición desde 1992.

Ignatius es el protagonista absoluto. Además de la teología y de la geometría, tal y como se apunta en el pasaje de más arriba, sus aficiones y devociones son el retorno a lo medieval (es un ¡monárquico americano!, y lector de Severino Boecio), el visionado periódico de dibujos animados (en particular 'Batman'), la comida (repostería y otras insanias), y sobre todo, la oposición a los otros. Los necios.

Se diría que es uno de esos tipos antitéticos (se puede leer en presente porque sus trabajos habitan a estas alturas lo imperecedero) que se definen más por lo que odian. Se queja en los cines y pelea con los acomodadores, insulta a Mark Twain, reniega de la Ilustración, y vive (a veces con camisón) en su cubil, cuidado por su viuda madre (grandes diálogos entre ambos), asaltado por temores hipocondríacos.

Justamente se inicia la acción por la búsqueda de un hueco laboral del orondo personaje, por su vuelta a la movilidad.

De la revolución a las salchichas

En sus andanzas profesionales (muy mal remuneradas) revuelve las clases inferiores con proclamas, exhortando a trabajadores a pelear contra sus propios siervos o recorre las calles con un puesto de salchichas siendo objeto de injusticias varias.

Aunque su jefe, el señor Clyde, dueño de Vendedores Paraíso le llega a llamar "gordo cabrón". La señora Levy se refiere a él como "monstruo". No cae bien. Necios ellos. En su diario, él se describe como "corpulento".

Y mientras este hombre "corpulento", díscolo y haragán va trabando sus imbecilidades, se asiste a todo un despliegue de nuevos necios con nuevas e incendiarias (e imbéciles) motivaciones. Muy reseñable es la correspondencia de Ignatius con la "liberada" Myrne Minkoff, el personaje del agente Mancuso y su tía, Santa Battaglia (amigos de su madre) y la sola descripción del profesor Talc, indocto e irónico a partes iguales.

Un panorama descolocado el de 'La conjura de los necios', libro que si no se lo han recomendado se lo recomendarán (antes o después uno se topa con alguno de sus miles de fans). Libro que se editó (como cuenta el prólogo) por la insistencia de una madre con un hijo suicidado años atrás por inhalación de monóxido de carbono.

"Es una gran novela", le dijo la señora Toole al señor editor Walker Percy. Y efectivamente, así se consumó el definitivo alumbramiento de Ignatius J. Reilly, excéntrico y ortodoxo a un tiempo, ahora ya por encima de lo perecedero.