CARLOS TEJEDA
ABC
Quizá una de las imágenes icónicas creadas por Joseph Losey es aquella en la que las figuras del melifluo aristócrata (James Fox) y su mayordomo (Dirk Bogarde) se reflejan en un espejo cóncavo cuya superficie limpia éste último con un trapo en El sirviente (1963), una lúcida crónica sobre las falsas apariencias y el poder en el que se producía un paulatino intercambio de papeles: el siervo, a través de calculadas estratagemas acaba dominando al amo.
Consagración. El filme no sólo supuso la consagración de Dick Bogarde como actor, sino la primera colaboración del director norteamericano con el dramaturgo Harold Pinter que se prolongó en otras dos excelentes radiografías que volvían a incidir en la hipocresía de la alta sociedad: Accidente (1966), una reflexión sobre las relaciones cruzadas de un profesor de Oxford -de nuevo Dirk Bogarde-, atraído por una joven alumna suya, novia de uno de sus estudiantes y amante, al mismo tiempo, de otro docente; y El mensajero (1970), un filme ambientado en la Inglaterra de principios de siglo XX en el que un chico es utilizado como intermediario en la frustrada historia de amor entre una joven aristócrata (Julie Christie) y un granjero (Alan Bates), y que obtuvo la Palma de Oro en el Festival de Cannes.
Prestigio. La fructífera asociación con Pinter significó además la época más dulce para Losey pues, ya cumplidos los 50 años de edad, comenzó a disfrutar las mieles del prestigio. Algo que había comenzado con Eva (1962) en donde el cineasta da un giro a su carrera siguiendo en parte la moda intelectual europea: a su voluntad de estilo se une una cierta vocación de modernidad. Impregnada por la influencia de filmes como La aventura (1960) o La noche (1961) de Antonioni y rodada en Venecia y Roma, Losey dibuja una historia que ya prefigura las pautas de El sirviente: Tyvian (Stanley Baker) es un escritor cuya desmedida atracción por Eva (Jeanne Moreau) le arrastrará a su paulatina anulación como ser humano. Un juego en el que además se pondrá de manifiesto el que será uno de los temas recurrentes de Losey: el fingimiento, algo que se subraya con la presencia de una máscara veneciana con la que juega la pareja protagonista tras una de sus salidas nocturnas.
Este período significó una especie de tregua en la agitada existencia de un director que, nacido el 14 de enero de 1909 en Wisconsin, arrastraba una gran experiencia como director teatral llevando a escena el Galileo Galilei de Bertolt Brecht en 1947 que luego trasladaría a la pantalla en 1975 con el actor Topol, el que fuera el violinista en el tejado, encarnando al astrónomo. En ese año también dirige su primera película de ficción, El muchacho de los cabellos verdes, a la que le siguen títulos que navegan por las pautas del cine negro: The Lawless (1950), The prowler (1951), M (1951) una personal versión del filme de Fritz Lang o The big night (1951).
Problemas. También 1951 marcó el comienzo de su convulsa peripecia vital ya que, dada su ideología de izquierdas, fue llamado a comparecer ante la Comisión de Actividades Antiamericanas lo que le condujo a su exilio en Londres. Pero los amplios tentáculos del Mccarthysmo alcanzan las costas inglesas y tiene que rodar sus siguientes títulos bajo los seudónimos de Victor Hanbury y Joseph Walton y que son, respectivamente, El tigre dormido (1954) e Intimidad con un extraño (1956). E incluso, tras una serie de interesantes trabajos como Time without pity (1957), La clave del enigma (1959) o El criminal (1960), rueda Éstos son los condenados (1961) bajo los auspicios de la Hammer.
Pero los años de su reconocido prestigio, los de su asociación con Pinter, los de Rey y patria (1964), e incluso en los que concibió Modesty Blaise (1966), una suerte de James Bond femenino interpretado por Monica Vitti, o Ceremonia secreta (1968) aunque ambos de menor calidad, se tornaron en amargura: Joseph Losey contempló en vida cómo su figura y su reputación se iban diluyendo en los brazos del olvido. Algo a lo que contribuyeron discretos trabajos como es el caso de El asesinato de Trosky (1972), Una inglesa romántica (1975) o Las rutas del Sur (1978), a pesar de otros títulos de mayor interés como El otro señor Klein (1976), con Alain Delon, o Don Giovanni (1979) en la que filma la ópera de Mozart siguiendo, en cierta medida, la estela de filmes como La flauta mágica (Ingmar Bergman, 1975).
Sea como fuere, cuando Joseph Losey cerró sus ojos definitivamente el 22 de junio de 1984 su figura ya se hallaba sumida en la indiferencia. Y, por caprichos del destino, quizá su obra, al igual que el mayordomo de El sirviente, acabó sometiendo a su amo a la desmemoria.
Consagración. El filme no sólo supuso la consagración de Dick Bogarde como actor, sino la primera colaboración del director norteamericano con el dramaturgo Harold Pinter que se prolongó en otras dos excelentes radiografías que volvían a incidir en la hipocresía de la alta sociedad: Accidente (1966), una reflexión sobre las relaciones cruzadas de un profesor de Oxford -de nuevo Dirk Bogarde-, atraído por una joven alumna suya, novia de uno de sus estudiantes y amante, al mismo tiempo, de otro docente; y El mensajero (1970), un filme ambientado en la Inglaterra de principios de siglo XX en el que un chico es utilizado como intermediario en la frustrada historia de amor entre una joven aristócrata (Julie Christie) y un granjero (Alan Bates), y que obtuvo la Palma de Oro en el Festival de Cannes.
Prestigio. La fructífera asociación con Pinter significó además la época más dulce para Losey pues, ya cumplidos los 50 años de edad, comenzó a disfrutar las mieles del prestigio. Algo que había comenzado con Eva (1962) en donde el cineasta da un giro a su carrera siguiendo en parte la moda intelectual europea: a su voluntad de estilo se une una cierta vocación de modernidad. Impregnada por la influencia de filmes como La aventura (1960) o La noche (1961) de Antonioni y rodada en Venecia y Roma, Losey dibuja una historia que ya prefigura las pautas de El sirviente: Tyvian (Stanley Baker) es un escritor cuya desmedida atracción por Eva (Jeanne Moreau) le arrastrará a su paulatina anulación como ser humano. Un juego en el que además se pondrá de manifiesto el que será uno de los temas recurrentes de Losey: el fingimiento, algo que se subraya con la presencia de una máscara veneciana con la que juega la pareja protagonista tras una de sus salidas nocturnas.
Este período significó una especie de tregua en la agitada existencia de un director que, nacido el 14 de enero de 1909 en Wisconsin, arrastraba una gran experiencia como director teatral llevando a escena el Galileo Galilei de Bertolt Brecht en 1947 que luego trasladaría a la pantalla en 1975 con el actor Topol, el que fuera el violinista en el tejado, encarnando al astrónomo. En ese año también dirige su primera película de ficción, El muchacho de los cabellos verdes, a la que le siguen títulos que navegan por las pautas del cine negro: The Lawless (1950), The prowler (1951), M (1951) una personal versión del filme de Fritz Lang o The big night (1951).
Problemas. También 1951 marcó el comienzo de su convulsa peripecia vital ya que, dada su ideología de izquierdas, fue llamado a comparecer ante la Comisión de Actividades Antiamericanas lo que le condujo a su exilio en Londres. Pero los amplios tentáculos del Mccarthysmo alcanzan las costas inglesas y tiene que rodar sus siguientes títulos bajo los seudónimos de Victor Hanbury y Joseph Walton y que son, respectivamente, El tigre dormido (1954) e Intimidad con un extraño (1956). E incluso, tras una serie de interesantes trabajos como Time without pity (1957), La clave del enigma (1959) o El criminal (1960), rueda Éstos son los condenados (1961) bajo los auspicios de la Hammer.
Pero los años de su reconocido prestigio, los de su asociación con Pinter, los de Rey y patria (1964), e incluso en los que concibió Modesty Blaise (1966), una suerte de James Bond femenino interpretado por Monica Vitti, o Ceremonia secreta (1968) aunque ambos de menor calidad, se tornaron en amargura: Joseph Losey contempló en vida cómo su figura y su reputación se iban diluyendo en los brazos del olvido. Algo a lo que contribuyeron discretos trabajos como es el caso de El asesinato de Trosky (1972), Una inglesa romántica (1975) o Las rutas del Sur (1978), a pesar de otros títulos de mayor interés como El otro señor Klein (1976), con Alain Delon, o Don Giovanni (1979) en la que filma la ópera de Mozart siguiendo, en cierta medida, la estela de filmes como La flauta mágica (Ingmar Bergman, 1975).
Sea como fuere, cuando Joseph Losey cerró sus ojos definitivamente el 22 de junio de 1984 su figura ya se hallaba sumida en la indiferencia. Y, por caprichos del destino, quizá su obra, al igual que el mayordomo de El sirviente, acabó sometiendo a su amo a la desmemoria.