EDGAR BORGES
Rebelión
Entrevistar a Ricardo Menéndez Salmón (Gijón. España 1971) es abrir el plástico de frivolidad que cubre el planeta para darle cabida a las ideas. Salmón combina la filosofía (es licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo) y la ficción para crear poderosas novelas que caen como misiles (cargados de palabras) sobre esta realidad engañosa que nos imponen a nivel mundial. En su obra encontramos libros muy recomendables como Los caballos azules (2005) o Gritar (2007); sin embargo, en este encuentro nos detenemos a revisar con el autor su trilogía novelística que, sobre el mal en nuestro tiempo, inició en 2007 con La ofensa, siguió en 2008 con Derrumbe y cierra en 2009 presentando El corrector.
E.B. -La ofensa, Derrumbe y El corrector. Tres novelas sobre el mal. ¿Cuál es el mal de nuestro tiempo que dibujas en esas ficciones?
R.M.S. -En La ofensa, la guerra, como espacio de privilegio donde los preceptos éticos y morales se derogan, quedan abolidos, suspensos, disueltos; en Derrumbe, los miedos contemporáneos, sobre todo ese miedo al miedo que se ha convertido en un excelente instrumento de control social y en un gran mecanismo de consumo; en El corrector, la mentira entendida como manipulación política y configuración de una doxa alternativa y destructora de la verdad que los hechos proponen. Estas tres encarnaciones del mal, en definitiva, generan actitudes que me resultan especialmente odiosas: la indiferencia ciudadana, la devoción por las culturas del simulacro o la falsa identificación entre discurso y realidad.
E.B - Dice José Saramago que en este tiempo la bondad se ridiculiza y triunfa la delincuencia. ¿Tiene espacio la nobleza?
R.M.S -Nuestra meritocracia es muy perversa. Steiner denunciaba hace poco, desde lo que él llama su anarquismo platónico, que la excelencia está en franco retroceso, porque en nombre de un discurso democrático, muy loable sobre el papel, se iguala «por debajo». Desde ese punto de vista, una nobleza creativa no está en entredicho, porque siempre habrá espacio para la resistencia, una escritura o una música para minorías (recuerdo lo que Goethe le decía a Eckermann al respecto: «¿Cómo pretenden que yo sea popular?»), pero con muy poca trascendencia a la hora de generar un papel emancipatorio, que al fin y al cabo es el que creo debe poseer un arte consciente. El problema, por descontado, se agrava cuando este estado de cosas se traslada del mundo de la cultura al mundo de la política o al de los valores. Parece que propósitos nobles sólo se pudieran promover o ejecutar a nivel personal. Quizá un Estado noble constituya, en realidad, una paradoja en los términos. Como ex docente he experimentado esto en carne propia, al advertir la absurda y vana pelea por transmitir a mis alumnos unos valores que la propia sociedad inmediatamente se encarga de destruir. ¿Cómo educar en el respeto a la identidad sexual cuando luego la televisión, por ejemplo, genera ídolos homófobos, o cuando el Estado es incapaz de protegernos de los desmanes de una Iglesia para la que la Ilustración y el darwinismo parecen no haber existido?
E.B. -El miedo siempre ha sido el principal recurso de sometimiento que ha usado el poder, ¿cuál es la utilización del miedo que pone en práctica el poder global actual?
R.M.S. -Aunque sea un lugar común, es obvio que el mundo ha cambiado mucho desde los atentados de septiembre del 2001. Desde entonces vivimos bajo la constelación de la sospecha, en una suerte de inminencia apocalíptica. Parece que siempre está a punto de suceder algo terrible: demolición del statu quo, ataque a nuestras libertades, quiebra de los modelos económicos. Esta capacidad de insuflar miedo en las sociedades es tremendamente dañina, porque el miedo no genera responsabilidad o altruismo, sino más miedo, más dependencia de nuestros supuestos defensores. Al final, el círculo vicioso se establece de forma irremediable: necesitamos ser protegidos por quienes fundan su razón de ser en un supuesto catálogo de terrores. Y aunque Juvenal en su sátira se refería a los eunucos que atendían el serrallo, lo cierto es que su verso, ese famoso «Quién vigila a los vigilantes», es una de las preguntas que toda persona responsable debería hacerse.
E.B. -¿Cuándo hacemos uso de las nuevas tecnologías estamos ingresando a la más sofisticada base de datos mundial?
R.M.S. - No sé si a la más sofisticada, pero sí desde luego a la más provechosa y, al mismo tiempo, a la más inquietante. Como todas las herramientas de comunicación, el capital de luces y sombras que generan las nuevas tecnologías es asombroso. Aunque lo que más me fascina es la velocidad que este cambio ha alcanzado. En el término de una generación, uno puede convertirse en un analfabeto funcional de la cultura que ha pergeñado esa nueva tecnología.
E.B. -Cuando formamos parte de todas las vías de comunicación que surgen en la web, ¿nos estamos comunicando o jugamos a que nos comunicamos?
R.M.S. -En mis libros he denunciado la tentación de la copia de la que tanto habló Baudrillard y que ya se prefigura en un pensador de la talla de Walter Benjamin. Suplantar la comunicación al uso, el interfaz visual, llamémoslo así, por un mundo donde, en ocasiones, uno puede jugar a ser quien quiera, no tiene por qué resultar nocivo por definición. El problema surge cuando creemos que la verdadera realidad no es la que conforman las personas de carne y hueso que nos rodean, sino esos escenarios que transcurren al otro lado de la pantalla. Second Life está bien, pero el riesgo de convertirse en esclavos platónicos es tan obvio que no merece la pena ser comentado. Hace poco leía en una novela de Doctorow que llegará un día en que no habrá un solo centímetro de la Tierra que no haya sido registrado por algún soporte electrónico. Eso, por desgracia, no significa que ese centímetro haya sido en realidad «visto», degustado, entendido. Con nuestra pulsión comunicativa puede pasar algo parecido. En realidad, después de miles de correos con interlocutores invisibles, de pronto descubrimos que, a lo peor, hemos estado hablando de pintura con un ciego.
E.B. -¿El uso de la tecnología está desencadenando millones de islas? ¿Se está perdiendo el vínculo del individuo con el colectivo?
R.M.S. -En nuestro Primer Mundo el colectivo ha dejado de importar hace mucho tiempo. Es un lujo que nuestra ideología —el mercado— no se puede permitir, salvo de forma puntual, como cuando hay una catástrofe en Asia. Entonces sí, entonces somos solidarios y nos rascamos el bolsillo. Somos unos Tartufos redomados, muy sofisticados pero Tartufos al fin y al cabo. Creo que, al menos en Europa, vivimos en una sociedad del hartazgo, de la náusea, de la sobreabundancia, y que ya somos incapaces, salvo a título individual, de pensar de otra manera. Me permito un ejemplo. En un reciente viaje a México pude constatar que la cultura, el acceso a los libros, constituye todavía para los mexicanos una herramienta útil para mejorar su calidad de vida, para intentar huir, mediante la educación, de unas condiciones de existencia no siempre fáciles. En España, sin embargo, la cultura es algo ornamental, una especie de traje que luce en ocasiones —como cuando Barceló pinta en Naciones Unidas, por ejemplo—, pero que en realidad nos importa muy poco.
E.B. -Mientras, ¿quién cuida nuestros intereses? ¿Quién cuida la calle?
R.M.S. -Hasta hace unos meses, creía que quienes cuidaban de nuestros intereses eran los bancos. Ahora resulta que los Estados, esos demonios usurpadores de la iniciativa, han tenido que acudir a su rescate y, de paso, al rescate de todos nosotros. Y la calle deberíamos cuidarla desde la escuela, pero España, en ese sentido, es un país dramático. Aquí hacemos pactos contra el terrorismo o para que nadie se pierda el Madrid-Barça, pero cada Gobierno que llega al poder destruye los planes educativos levantados por el anterior y deslegitima, de paso, todo el sistema.
E.B. - ¿La saturación de la información nos está acostumbrando a convivir con la tragedia?
R.M.S. -Sin duda. Aunque la tragedia es siempre relativa. Occidente es muy cuidadoso con la contabilidad de sus muertos. Miles de palestinos, decenas de miles de afganos, cientos de miles de iraquíes no pesan lo mismo que los muertos neoyorquinos, madrileños o londinenses. La muerte no es una cantidad homogénea para nuestras conciencias. Y no querría que se me acusara de demagogo. Es así. Nuestra experiencia de lectores de prensa o de espectadores de televisión nos lo confirma diariamente. La inmunidad ante la tragedia no sólo depende del capital de información, sino de la proximidad de la fuente. También de la reiteración. El drama de la inmigración por mar ya sólo causa rubor muy de vez en cuando, si las imágenes son demasiado dantescas; los asesinatos de mujeres, el feminicidio contumaz que vivimos año tras año, ha servido para promover un Ministerio de Igualdad, pero para poco más.
E.B. - ¿Nos están fabricando una realidad virtual casi sin que nos demos cuenta?
R.M.S. -Entiendo que lo dicho hasta ahora nos obliga a aceptar esta evidencia, aunque acaso ese «no darse cuenta» esconda en realidad una asunción asumida con gusto.
E.B. - ¿Necesitamos novelas que implosionen esta realidad virtual?
R.M.S. -Humildemente, siempre he creído en el poder, si no transformador, al menos sí consolador y, desde luego, crítico de la literatura. Estoy convencido de que los grandes novelistas que hay entre nosotros —un DeLillo, un Pamuk, un Coetzee— están empeñados, como lo estuvieron sus antepasados y lo estarán sus herederos, en no conformarse, en interrogarse sin descanso, en interpelar constantemente a la realidad que los rodea. Max Frisch lo explicó muy atinadamente al final de su vida, cuando dijo que la literatura quizá no cumpla ninguna función libertadora o práctica, pero que al menos sirve para poner en solfa todo aquello que quienes están conformes con la realidad desearían que permaneciera sin cuestionar. Al fin y al cabo, un gran libro es siempre una mala noticia para el poder.
E.B. -La ofensa, Derrumbe y El corrector. Tres novelas sobre el mal. ¿Cuál es el mal de nuestro tiempo que dibujas en esas ficciones?
R.M.S. -En La ofensa, la guerra, como espacio de privilegio donde los preceptos éticos y morales se derogan, quedan abolidos, suspensos, disueltos; en Derrumbe, los miedos contemporáneos, sobre todo ese miedo al miedo que se ha convertido en un excelente instrumento de control social y en un gran mecanismo de consumo; en El corrector, la mentira entendida como manipulación política y configuración de una doxa alternativa y destructora de la verdad que los hechos proponen. Estas tres encarnaciones del mal, en definitiva, generan actitudes que me resultan especialmente odiosas: la indiferencia ciudadana, la devoción por las culturas del simulacro o la falsa identificación entre discurso y realidad.
E.B - Dice José Saramago que en este tiempo la bondad se ridiculiza y triunfa la delincuencia. ¿Tiene espacio la nobleza?
R.M.S -Nuestra meritocracia es muy perversa. Steiner denunciaba hace poco, desde lo que él llama su anarquismo platónico, que la excelencia está en franco retroceso, porque en nombre de un discurso democrático, muy loable sobre el papel, se iguala «por debajo». Desde ese punto de vista, una nobleza creativa no está en entredicho, porque siempre habrá espacio para la resistencia, una escritura o una música para minorías (recuerdo lo que Goethe le decía a Eckermann al respecto: «¿Cómo pretenden que yo sea popular?»), pero con muy poca trascendencia a la hora de generar un papel emancipatorio, que al fin y al cabo es el que creo debe poseer un arte consciente. El problema, por descontado, se agrava cuando este estado de cosas se traslada del mundo de la cultura al mundo de la política o al de los valores. Parece que propósitos nobles sólo se pudieran promover o ejecutar a nivel personal. Quizá un Estado noble constituya, en realidad, una paradoja en los términos. Como ex docente he experimentado esto en carne propia, al advertir la absurda y vana pelea por transmitir a mis alumnos unos valores que la propia sociedad inmediatamente se encarga de destruir. ¿Cómo educar en el respeto a la identidad sexual cuando luego la televisión, por ejemplo, genera ídolos homófobos, o cuando el Estado es incapaz de protegernos de los desmanes de una Iglesia para la que la Ilustración y el darwinismo parecen no haber existido?
E.B. -El miedo siempre ha sido el principal recurso de sometimiento que ha usado el poder, ¿cuál es la utilización del miedo que pone en práctica el poder global actual?
R.M.S. -Aunque sea un lugar común, es obvio que el mundo ha cambiado mucho desde los atentados de septiembre del 2001. Desde entonces vivimos bajo la constelación de la sospecha, en una suerte de inminencia apocalíptica. Parece que siempre está a punto de suceder algo terrible: demolición del statu quo, ataque a nuestras libertades, quiebra de los modelos económicos. Esta capacidad de insuflar miedo en las sociedades es tremendamente dañina, porque el miedo no genera responsabilidad o altruismo, sino más miedo, más dependencia de nuestros supuestos defensores. Al final, el círculo vicioso se establece de forma irremediable: necesitamos ser protegidos por quienes fundan su razón de ser en un supuesto catálogo de terrores. Y aunque Juvenal en su sátira se refería a los eunucos que atendían el serrallo, lo cierto es que su verso, ese famoso «Quién vigila a los vigilantes», es una de las preguntas que toda persona responsable debería hacerse.
E.B. -¿Cuándo hacemos uso de las nuevas tecnologías estamos ingresando a la más sofisticada base de datos mundial?
R.M.S. - No sé si a la más sofisticada, pero sí desde luego a la más provechosa y, al mismo tiempo, a la más inquietante. Como todas las herramientas de comunicación, el capital de luces y sombras que generan las nuevas tecnologías es asombroso. Aunque lo que más me fascina es la velocidad que este cambio ha alcanzado. En el término de una generación, uno puede convertirse en un analfabeto funcional de la cultura que ha pergeñado esa nueva tecnología.
E.B. -Cuando formamos parte de todas las vías de comunicación que surgen en la web, ¿nos estamos comunicando o jugamos a que nos comunicamos?
R.M.S. -En mis libros he denunciado la tentación de la copia de la que tanto habló Baudrillard y que ya se prefigura en un pensador de la talla de Walter Benjamin. Suplantar la comunicación al uso, el interfaz visual, llamémoslo así, por un mundo donde, en ocasiones, uno puede jugar a ser quien quiera, no tiene por qué resultar nocivo por definición. El problema surge cuando creemos que la verdadera realidad no es la que conforman las personas de carne y hueso que nos rodean, sino esos escenarios que transcurren al otro lado de la pantalla. Second Life está bien, pero el riesgo de convertirse en esclavos platónicos es tan obvio que no merece la pena ser comentado. Hace poco leía en una novela de Doctorow que llegará un día en que no habrá un solo centímetro de la Tierra que no haya sido registrado por algún soporte electrónico. Eso, por desgracia, no significa que ese centímetro haya sido en realidad «visto», degustado, entendido. Con nuestra pulsión comunicativa puede pasar algo parecido. En realidad, después de miles de correos con interlocutores invisibles, de pronto descubrimos que, a lo peor, hemos estado hablando de pintura con un ciego.
E.B. -¿El uso de la tecnología está desencadenando millones de islas? ¿Se está perdiendo el vínculo del individuo con el colectivo?
R.M.S. -En nuestro Primer Mundo el colectivo ha dejado de importar hace mucho tiempo. Es un lujo que nuestra ideología —el mercado— no se puede permitir, salvo de forma puntual, como cuando hay una catástrofe en Asia. Entonces sí, entonces somos solidarios y nos rascamos el bolsillo. Somos unos Tartufos redomados, muy sofisticados pero Tartufos al fin y al cabo. Creo que, al menos en Europa, vivimos en una sociedad del hartazgo, de la náusea, de la sobreabundancia, y que ya somos incapaces, salvo a título individual, de pensar de otra manera. Me permito un ejemplo. En un reciente viaje a México pude constatar que la cultura, el acceso a los libros, constituye todavía para los mexicanos una herramienta útil para mejorar su calidad de vida, para intentar huir, mediante la educación, de unas condiciones de existencia no siempre fáciles. En España, sin embargo, la cultura es algo ornamental, una especie de traje que luce en ocasiones —como cuando Barceló pinta en Naciones Unidas, por ejemplo—, pero que en realidad nos importa muy poco.
E.B. -Mientras, ¿quién cuida nuestros intereses? ¿Quién cuida la calle?
R.M.S. -Hasta hace unos meses, creía que quienes cuidaban de nuestros intereses eran los bancos. Ahora resulta que los Estados, esos demonios usurpadores de la iniciativa, han tenido que acudir a su rescate y, de paso, al rescate de todos nosotros. Y la calle deberíamos cuidarla desde la escuela, pero España, en ese sentido, es un país dramático. Aquí hacemos pactos contra el terrorismo o para que nadie se pierda el Madrid-Barça, pero cada Gobierno que llega al poder destruye los planes educativos levantados por el anterior y deslegitima, de paso, todo el sistema.
E.B. - ¿La saturación de la información nos está acostumbrando a convivir con la tragedia?
R.M.S. -Sin duda. Aunque la tragedia es siempre relativa. Occidente es muy cuidadoso con la contabilidad de sus muertos. Miles de palestinos, decenas de miles de afganos, cientos de miles de iraquíes no pesan lo mismo que los muertos neoyorquinos, madrileños o londinenses. La muerte no es una cantidad homogénea para nuestras conciencias. Y no querría que se me acusara de demagogo. Es así. Nuestra experiencia de lectores de prensa o de espectadores de televisión nos lo confirma diariamente. La inmunidad ante la tragedia no sólo depende del capital de información, sino de la proximidad de la fuente. También de la reiteración. El drama de la inmigración por mar ya sólo causa rubor muy de vez en cuando, si las imágenes son demasiado dantescas; los asesinatos de mujeres, el feminicidio contumaz que vivimos año tras año, ha servido para promover un Ministerio de Igualdad, pero para poco más.
E.B. - ¿Nos están fabricando una realidad virtual casi sin que nos demos cuenta?
R.M.S. -Entiendo que lo dicho hasta ahora nos obliga a aceptar esta evidencia, aunque acaso ese «no darse cuenta» esconda en realidad una asunción asumida con gusto.
E.B. - ¿Necesitamos novelas que implosionen esta realidad virtual?
R.M.S. -Humildemente, siempre he creído en el poder, si no transformador, al menos sí consolador y, desde luego, crítico de la literatura. Estoy convencido de que los grandes novelistas que hay entre nosotros —un DeLillo, un Pamuk, un Coetzee— están empeñados, como lo estuvieron sus antepasados y lo estarán sus herederos, en no conformarse, en interrogarse sin descanso, en interpelar constantemente a la realidad que los rodea. Max Frisch lo explicó muy atinadamente al final de su vida, cuando dijo que la literatura quizá no cumpla ninguna función libertadora o práctica, pero que al menos sirve para poner en solfa todo aquello que quienes están conformes con la realidad desearían que permaneciera sin cuestionar. Al fin y al cabo, un gran libro es siempre una mala noticia para el poder.