Pierre Bonnard: The late interiors. Metropolitan Museum de Nueva York. Hasta el 19 de abril.
ANTONIO MUÑOZ MOLINA
El País
Mirar algunos cuadros de Pierre Bonnard es como haber entrado en una habitación en la que parece que no hay nadie y de pronto se descubre con el rabillo del ojo una presencia inadvertida: alguien que estaba inmóvil en un rincón, o que en ese momento pasaba gatunamente delante de un espejo o por una puerta entornada; alguien, incluso, que podría ser un recuerdo, un fantasma incluido por la memoria en el espacio cotidiano donde la presencia real nunca estuvo; alguien que se ha marchado y sin embargo está muy cerca, una de esas figuras que se hacen más poderosas cuanto más definitiva es su ausencia. El propio Bonnard tiene algo de pasajero y de ausente.
No fue una celebridad a la manera de Picasso o Dalí o Matisse pero tampoco un maldito al que pudiera atribuírsele una leyenda enaltecedora. No fue cubista, ni surrealista, ni abstracto. No hizo de sí mismo un personaje público. Poco a poco se fue alejando del París de las vanguardias y los manifiestos, y desde 1925 hasta el final de su vida vivió retirado en una modesta villa con jardín en las colinas de Cannes, en compañía de su mujer, Marthe, a la que había visto bajar de un tranvía en 1893 y de la que ya no se separó nunca.
La pintó y la dibujó tantas veces que su mano se movería trazando su contorno vago y preciso al mismo tiempo sin que interviniera ya la voluntad ni fuera necesario el recuerdo; la fotografió desnuda y los juegos de claridad y de sombra sobre su cuerpo detenido en una especie de perpetua adolescencia -los pechos pequeños, la melena corta y lisa, la cara huidiza y redonda- tenían una morbidez de caricias. Cuando era joven la presencia de Marthe dominaba con un inmediato descaro sexual el cuadro entero en el que aparecía: indolente y desnuda sobre una cama revuelta, recreándose solitariamente en el baño, con una sensualidad que le debe a Degas algo de sus sutilezas de color pero que es mucho más carnal: no una modelo ni una proyección de la fantasía masculina sino una persona real, más misteriosa cuanto más conocida, envuelta en la densa dulzura de una pasión que dura mucho tiempo. Según pasan los años, Marthe permanece más o menos idéntica, pero su figura se va desplazando hacia los márgenes del cuadro; es una cara medio en sombras o una silueta de espaldas, en tránsito, no vista directamente sino reflejada en el espejo, a medio camino entre una habitación y otra, entre la cercanía y la ausencia, tal vez entre la añoranza y el remordimiento. Marthe, que había tenido siempre una salud muy frágil, un temperamento huraño -darse largos baños calientes era un vago remedio médico y una forma de retiro- murió en enero de 1942 en la casa donde Bonnard y ella habían vivido solos durante diecisiete años. Pero Bonnard siguió pintándola tan asiduamente como cuando estaba viva -su perfil en el margen de una habitación con la mesa dispuesta para un desayuno, su silueta en el hueco de una puerta entornada- y uno de los últimos cuadros que llegó a terminar la retrata de nuevo como hacía casi medio siglo: intemporal, no joven pero sí ajena a la decrepitud, sumergida en su bañera, como flotando en el agua, disuelta en ella como los colores del cuadro en el flujo y en las ondulaciones de la luz; una mujer que se está dando un baño en el cuarto de al lado y que también está muerta; la dulzura de los placeres domésticos y la fantasmagoría de Ofelia ahogándose con los ojos abiertos.
En el enero ártico de Nueva York Pierre Bonnard es un paréntesis de luz mediterránea y de colores cálidos, de frutos en sazón y ventanas abiertas por las que entra la claridad madura de una tarde de verano. En la calle la mañana tiene una transparencia helada; en la escalinata del Metropolitan un sol muy pálido vibra sobre la escarcha con fulgor de diamante. El Bonnard de los últimos años lo acoge a uno como una casa en apariencia hospitalaria poblada de fantasmas; como un paraíso en el que se nota en seguida una pulsación de amenaza. Durante mucho tiempo los críticos descartaron esta pintura como una deriva anacrónica del impresionismo.
En el arte del siglo XX ha prevalecido la percepción inmediata, el seco impacto visual; también la enfática declaración de principios. Bonnard no enuncia nada, y requiere contemplación y paciencia para empezar a revelarse. Los años de la gran crisis del siglo XX los pasó en una villa junto al mar pintando interiores domésticos, subyugado por la disposición de las tazas y los cubiertos del desayuno sobre un mantel blanco o por el modo en que los colores se deshacen en el vapor y en el brillo húmedo de los azulejos de un cuarto de baño, o por ese estado de suspensión en el que se ven las cosas cuando dos personas que se conocen muy bien están calladas en una habitación, cada una en lo suyo, y una de ellas levanta los ojos y se da cuenta de la duración del silencio y de la llegada de una penumbra en la que todavía no hace falta encender la luz. Lo real tiene una rotundidad voluptuosa y a la vez el temblor de lo que existió hace un momento y ya es el pasado. Bonnard no pintaba las cosas tal como las veía, sino como las recordaba. Hacía dibujos en pequeñas agendas que se volvían diminutas en su mano muy grande y se ayudaba con ellos a pintar en su estudio no paisajes lejanos sino la habitación contigua, no la mujer anciana y enferma que se iba encogiendo a su lado y a la que tal vez oía arrastrando los pies pero tampoco la que había surgido ante él como un sobresalto de azar y deseo aquel día de otro siglo en que iba por París y el tranvía en el que ella viajaba se detuvo en la acera.
En 1925, cuando ya llevaban juntos más de treinta años, había estado a punto de dejarla. Se enamoró de una de sus modelos, Renée Monchaty; la pintó a veces en cuadros en los que también aparecía Marthe: más joven, rubia teñida, con una mirada que busca la del espectador en vez de desdibujarse en la sombra; le prometió que dejaría a Marthe y se casaría con ella. No lo hizo. Se retiró con Marthe a la villa de Cannes y Renée Monchaty se suicidó. Marthe le exigió que destruyera todos los cuadros en los que Renée aparecía. Uno de ellos, inacabado y oculto durante muchos años, terminó Bonnard de pintarlo cuando Marthe había muerto. La pintura es materia sobre un lienzo y también tiempo, remordimiento y memoria. A los setenta y tantos años, solo en la villa en la que Marthe y Renée eran ya dos fantasmas iguales, Bonnard pintó a la mujer joven y teñida de 1925, sonriente en el esplendor de un jardín. Sólo prestando un poco de atención se advierte que casi en el margen del cuadro, de espaldas a nosotros, la otra mujer la observa, muerta y presente todavía.
No fue una celebridad a la manera de Picasso o Dalí o Matisse pero tampoco un maldito al que pudiera atribuírsele una leyenda enaltecedora. No fue cubista, ni surrealista, ni abstracto. No hizo de sí mismo un personaje público. Poco a poco se fue alejando del París de las vanguardias y los manifiestos, y desde 1925 hasta el final de su vida vivió retirado en una modesta villa con jardín en las colinas de Cannes, en compañía de su mujer, Marthe, a la que había visto bajar de un tranvía en 1893 y de la que ya no se separó nunca.
La pintó y la dibujó tantas veces que su mano se movería trazando su contorno vago y preciso al mismo tiempo sin que interviniera ya la voluntad ni fuera necesario el recuerdo; la fotografió desnuda y los juegos de claridad y de sombra sobre su cuerpo detenido en una especie de perpetua adolescencia -los pechos pequeños, la melena corta y lisa, la cara huidiza y redonda- tenían una morbidez de caricias. Cuando era joven la presencia de Marthe dominaba con un inmediato descaro sexual el cuadro entero en el que aparecía: indolente y desnuda sobre una cama revuelta, recreándose solitariamente en el baño, con una sensualidad que le debe a Degas algo de sus sutilezas de color pero que es mucho más carnal: no una modelo ni una proyección de la fantasía masculina sino una persona real, más misteriosa cuanto más conocida, envuelta en la densa dulzura de una pasión que dura mucho tiempo. Según pasan los años, Marthe permanece más o menos idéntica, pero su figura se va desplazando hacia los márgenes del cuadro; es una cara medio en sombras o una silueta de espaldas, en tránsito, no vista directamente sino reflejada en el espejo, a medio camino entre una habitación y otra, entre la cercanía y la ausencia, tal vez entre la añoranza y el remordimiento. Marthe, que había tenido siempre una salud muy frágil, un temperamento huraño -darse largos baños calientes era un vago remedio médico y una forma de retiro- murió en enero de 1942 en la casa donde Bonnard y ella habían vivido solos durante diecisiete años. Pero Bonnard siguió pintándola tan asiduamente como cuando estaba viva -su perfil en el margen de una habitación con la mesa dispuesta para un desayuno, su silueta en el hueco de una puerta entornada- y uno de los últimos cuadros que llegó a terminar la retrata de nuevo como hacía casi medio siglo: intemporal, no joven pero sí ajena a la decrepitud, sumergida en su bañera, como flotando en el agua, disuelta en ella como los colores del cuadro en el flujo y en las ondulaciones de la luz; una mujer que se está dando un baño en el cuarto de al lado y que también está muerta; la dulzura de los placeres domésticos y la fantasmagoría de Ofelia ahogándose con los ojos abiertos.
En el enero ártico de Nueva York Pierre Bonnard es un paréntesis de luz mediterránea y de colores cálidos, de frutos en sazón y ventanas abiertas por las que entra la claridad madura de una tarde de verano. En la calle la mañana tiene una transparencia helada; en la escalinata del Metropolitan un sol muy pálido vibra sobre la escarcha con fulgor de diamante. El Bonnard de los últimos años lo acoge a uno como una casa en apariencia hospitalaria poblada de fantasmas; como un paraíso en el que se nota en seguida una pulsación de amenaza. Durante mucho tiempo los críticos descartaron esta pintura como una deriva anacrónica del impresionismo.
En el arte del siglo XX ha prevalecido la percepción inmediata, el seco impacto visual; también la enfática declaración de principios. Bonnard no enuncia nada, y requiere contemplación y paciencia para empezar a revelarse. Los años de la gran crisis del siglo XX los pasó en una villa junto al mar pintando interiores domésticos, subyugado por la disposición de las tazas y los cubiertos del desayuno sobre un mantel blanco o por el modo en que los colores se deshacen en el vapor y en el brillo húmedo de los azulejos de un cuarto de baño, o por ese estado de suspensión en el que se ven las cosas cuando dos personas que se conocen muy bien están calladas en una habitación, cada una en lo suyo, y una de ellas levanta los ojos y se da cuenta de la duración del silencio y de la llegada de una penumbra en la que todavía no hace falta encender la luz. Lo real tiene una rotundidad voluptuosa y a la vez el temblor de lo que existió hace un momento y ya es el pasado. Bonnard no pintaba las cosas tal como las veía, sino como las recordaba. Hacía dibujos en pequeñas agendas que se volvían diminutas en su mano muy grande y se ayudaba con ellos a pintar en su estudio no paisajes lejanos sino la habitación contigua, no la mujer anciana y enferma que se iba encogiendo a su lado y a la que tal vez oía arrastrando los pies pero tampoco la que había surgido ante él como un sobresalto de azar y deseo aquel día de otro siglo en que iba por París y el tranvía en el que ella viajaba se detuvo en la acera.
En 1925, cuando ya llevaban juntos más de treinta años, había estado a punto de dejarla. Se enamoró de una de sus modelos, Renée Monchaty; la pintó a veces en cuadros en los que también aparecía Marthe: más joven, rubia teñida, con una mirada que busca la del espectador en vez de desdibujarse en la sombra; le prometió que dejaría a Marthe y se casaría con ella. No lo hizo. Se retiró con Marthe a la villa de Cannes y Renée Monchaty se suicidó. Marthe le exigió que destruyera todos los cuadros en los que Renée aparecía. Uno de ellos, inacabado y oculto durante muchos años, terminó Bonnard de pintarlo cuando Marthe había muerto. La pintura es materia sobre un lienzo y también tiempo, remordimiento y memoria. A los setenta y tantos años, solo en la villa en la que Marthe y Renée eran ya dos fantasmas iguales, Bonnard pintó a la mujer joven y teñida de 1925, sonriente en el esplendor de un jardín. Sólo prestando un poco de atención se advierte que casi en el margen del cuadro, de espaldas a nosotros, la otra mujer la observa, muerta y presente todavía.