Global Compact 2.0: ¡las empresas transnacionales al rescate!

ALBERT SALES I CAMPOS
Revista Pueblos



En el Foro de Davos de 1999, Kofi Annan lanzó el Global Compact, que respondía a la voluntad de las empresas transnacionales de demostrar su compromiso con los valores encarnados por las Naciones Unidas y convertirse en un agente de desarrollo internacional. Desde entonces, empresas de todos los sectores y de todos los tamaños se han adscrito a este compromiso aceptando sus principios y rindiendo cuentas de sus progresos en responsabilidad social empresarial en los grandes actos onanistas organizados con el patrocinio de los socios más ilustres del Pacto Global.

El Global Compact se ha convertido en una herramienta que institucionaliza los mecanismos de la responsabilidad social empresarial, proponiendo este concepto, nacido en las escuelas de negocios y los think tanks norte-americanos y europeos, para eludir los controles del sector público y de la sociedad civil organizada. No es de extrañar que las empresas más criticadas por su devastación ambiental, por sus prácticas anti- sindicales, por su implicación en la explotación laboral de trabajadoras y trabajadores o por sus actuaciones oligopólicas, sean las abanderadas de la responsabilidad social. Nike, por ejemplo, fue duramente atacada en los 90 tras la publicación de fotos de niños y niñas pakistaníes cosiendo sus balones de fútbol en la revista Life. El boicot internacional promovido por grupos de activistas de todo el mundo causó algunos daños en la imagen de la marca obligando a sus directivos y expertos de márqueting a buscar fórmulas creativas para sortear la situación y prevenir nuevos escándalos. Las causas del problema (la deslocalización de la producción en busca de los mercados laborales más desregulados, largas cadenas de subcontratación, fuertes presiones a los proveedores rebajar los precios y los plazos de entrega...) no fueron consideradas en las nuevas políticas “responsables” puesto que lo más rentable fue (y será) no cuestionar el modelo de negocio sino convertirse en la empresa de artículos deportivos “pionera” en Responsabilidad Social Empresarial o Corporativa (RSE o RSC). A Nike se han ido sumando todas las grandes empresas del sector de la ropa deportiva y de la moda en general y hoy no hay ninguna empresa que quiera asociar a su producto una imagen de marca que no tenga su plan de RSE.

No obstante, los trabajadores y las trabajadoras de la confección no están mejor en el recién inaugurado 2009 que en 1999. La mayoría de los 30 millones de trabajadores y trabajadoras de la industria global de la confección viven y trabajan en condiciones de miseria propias de las novelas de Dickens. Los salarios medios del sector en Bangladesh son de menos de 28 euros mensuales, en la India no superan los 40 euros al mes y en China rondan los 60 . Las personas que lideran huelgas o movimientos sindicales son perseguidas, en ocasiones por las autoridades, como en China o Birmania, y en ocasiones por sicarios del empresariado como en Marruecos, Turquía o Colombia.

Las empresas de ropa deportiva y de moda han construido su RSE sobre tres herramientas: las memorias de sostenibilidad, los códigos de conducta y las auditorias sociales. Las escuelas de negocios insisten en que las empresas deben ser transparentes en cuanto a su triple balance: financiero, medioambiental y social. Las memorias constituyen la base de la transparencia y son el documento anual en el que la empresa vuelca la información que le parece relevante para los actores sociales con los que se relaciona. Las memorias deberían explicitar la forma en que la empresa se responsabiliza de sus externalidades ambientales y sociales y la forma en que gestiona los conflictos. Pese a todo, la mayoría de las memorias siguen ofreciendo al público su catálogo de buenas acciones en forma de filantropía empresarial, acción social y patrocinios.

Los códigos de conducta son documentos elaborados y aprobados por la empresa que pretenden constituir un marco de relación con sus proveedores y todos los trabajadores y las trabajadoras que intervienen en el proceso productivo. Por lo general, los códigos de conducta obligan a los proveedores de la empresa a cumplir la legislación laboral del país y, en algunas ocasiones, establecen estándares superiores. Saltan a la vista las dos limitaciones más relevantes de estos documentos: la unilateralidad y la verificación de su cumplimiento. ¿Qué necesidad habría de redactar estos códigos de conducta laborales si existiera negociación colectiva? El escaso respeto internacional a la libertad sindical está en la raíz del problema.

Si nos referimos a la verificación del cumplimiento de los códigos, entramos en el tercer pilar de la RSE. La necesidad de verificación y de credibilidad ha abonado el terreno para que las firmas auditoras que hasta hace poco se dedicaban a certificar la buena gestión financiera de las empresas, ahora incorporen al negocio las auditorias medioambientales y las sociales o laborales. Estas últimas consisten en visitar a los proveedores de la empresa contratante e inspeccionar los lugares de trabajo, la documentación relativa a salarios y horarios laborales, y a entrevistarse con trabajadoras y trabajadores individualmente para recoger sus opiniones acerca sus condiciones laborales. Las metodologías de auditoría laboral son muy diversas y su efectividad varía en función de si las empresas son avisadas previamente a la visita de los auditores y si la selección de los trabajadores y las trabajadoras a entrevistar se realiza aleatoriamente o por parte de la dirección de la empresa. Sea cual sea el procedimiento, los trabajadores y las trabajadoras de las fábricas y los talleres que producen para las grandes marcas son advertidos reiteradamente de los riesgos que entrañan las valoraciones negativas de los auditores: las quejas se convierten en una reducción de los encargos y la contratación y, por tanto, en una reducción de los puestos de trabajo. La consecuencia es la resignación de la legión de personas que prefieren un trabajo precario a no tener trabajo.

Las limitaciones en la RSE de las empresas de la confección, de la moda y del material deportivo, son muy similares a las del resto de los sectores productivos. Existen campañas, ONG y movimientos sociales que denuncian la actuación de empresas transnacionales de todo tipo. Y un buen número de socios celebres del Global Compact que tienen sede en el Estado Español se enfrentan a acusaciones muy bien fundamentadas sobre explotación laboral, violación de los derechos de los pueblos indígenas, desastres medioambientales de todo tipo, corrupción y corruptela política.

La RSE no ha sido una respuesta empresarial a las críticas de los movimientos contra la explotación laboral y de los grupos ecologistas, es una estrategia para justificar las políticas productivas ante el gran público y dejar en fuera de juego a los movimientos sociales. En este sentido, presionar a las empresas para que sean más responsables o para que “deslocalicen la producción de manera responsable” es seguir el juego del Pacto Global y del paternalismo postcolonial de los que todavía creen que los pobres están esperando a que les llevemos el desarrollo. Los trabajadores y las trabajadoras de los países empobrecidos no necesitan más responsabilidad social, sino que se respete su libertad de asociación y su derecho a organizarse y a defender su dignidad. Tampoco necesitan que las empresas transnacionales los defiendan frente al “cruel patrono” que los esclaviza, sino que exigen que las políticas de estas empresas no estén orientadas a trasladar los riesgos del negocio al eslabón más débil de la cadena. Y finalmente, no hacen falta reglamentos voluntarios sino un compromiso internacional por hacer cumplir las leyes y por generar un contexto normativo que devuelva la capacidad de negociación a los poderes públicos, a los sindicatos, y a la sociedad civil organizada, frente a las grandes corporaciones.

No debería ser ninguna sorpresa que las empresas buscaran el máximo beneficio a toda costa. Al fin y al cabo el sistema capitalista premia la acumulación del capital y exige ser competitivo. La inmensa mayoría de las empresas son organizaciones creadas para lucrar a sus propietarios. La denuncia de las empresas que se enriquecen a costa de la explotación laboral debe ir acompañada de la denuncia del déficit democrático de las instituciones financieras internacionales y del poder que las empresas transnacionales tienen para imponer su ley del más fuerte. Eso sí, un “más fuerte” responsable, bondadoso y filantrópico.

Con este panorama, la propuesta de “iniciar una nueva era” con el “Global Compact 2.0” de Ban Ki-Moon parece una ironía o una broma de muy mal gusto... ¡Pero no! ¡Va en serio! Las Naciones Unidas van a seguir impulsando un “desarrollo” basado en las empresas transnacionales responsables igual que la mayoría de las Agencias de Cooperación de los países ricos que recogen en sus planificaciones estratégicas la importancia de las empresas transnacionales en el “desarrollo de los países del Sur”.