Nouvelle vague: tiempos de amor, amigos y aventuras

La nouvelle vague, esa onda expansiva que sacudió el cine francés, celebra sus 50 años de edad. Un puñado de insolentes jóvenes directores decidió inyectar un chorro de aire fresco en las pantallas y poner patas arriba las convenciones cinematográficas. Revisamos su legado.



SARA ORTEGA
Periódico Diagonal



Los estetas de las primeras teorías cinematográficas buscaban en las nociones propias del cine –fotogenia, montaje– su especificidad, para distanciarse de los demás ámbitos artísticos. Hoy en día se habla de ‘cine impuro’ para señalar los inevitabes influjos que otras artes tienen sobre la creación cinematográfica.

Esta situación es el manifiesto inequívoco de la disolución del límite entre los distintos medios expresivos y artísticos, y la múltiple y discrecional influencia que tienen unos sobre otros. El cine aprovecha los recursos gestados en otros campos de la cultura, sin detrimento de su calidad.

André Bazin apostó por este cine mestizo y, aunque hacía hincapié en que el cine era otra cosa, no rechazaba la presencia de referencias pictóricas o literarias en el contenido, la temática o los personajes. Sus consideraciones sobre el neorrealismo italiano, en artículos como De Sica, director, Ladrón de bicicletas, o El realismo cinematográfico y la escuela italiana de la liberación, hacían patente su predilección por una estética de la realidad, de un acercamiento a lo cotidiano que no por realista perdía fuerza estética.

Los hijos de Bazin

Las claves expresivas e interpretativas sugeridas por el fundador y crítico de Cahiers du cinéma fueron retomadas, reinterpretadas y posteriormente materializadas en el cine de la nouvelle vague. Destacan François Truffaut y Jean- Luc Godard, pero también Eric Rohmer, Jacques Rivette y Claude Chabrol.

El criterio de enumeración es que, además de estar considerados directores representativos de la corriente cinematográfica, escribieron en Cahiers durante la década de los ‘50. Pues bien, estos jóvenes realizadores que colaboraron durante esos años hombro con hombro con Bazin tomaron sus sugerencias y las aplicaron en sus películas, aunque con diferencias indiscutibles respecto de su “padre espiritual”. Pretendían contar nuevas historias desde una perspectiva, un tono y un ritmo diferentes; y ya sus primeras películas supusieron un claro cambio respecto al cine clásico y al neorrealismo.

Los cineastas de la nouvelle vague fueron entusiastas innovadores. Propugnaron una estructura dispersiva; se amparaban en recursos literarios como la aliteración, que incrementaban el lirismo de la imagen; mantuvieron una cuidadísima puesta en escena que jugaba entre lo metódicamente pensado y la espontaneidad del momento; una ruptura del tiempo lógico-causal que introducía lo discontinuo como elemento constitutivo del discurso narrativo, recurrieron al tiempo del recuerdo que se proyecta. La memoria no sólo evoca un tiempo pasado, sino que constituye con su ejercicio nuestra conciencia de lo presente. Es el recuerdo que reactualiza, como en Bergson.

Todos estos rasgos de estilo no son unívocos y constantes, es decir, no se encuentran en la misma medida y grado en los diferentes autores ni en las distintas obras. Además, el contenido y la expresividad en sus propias cinematografías varía con el tiempo. Pero podemos considerar que son originalmente introducidos, aplicados y desarollado por ellos. Sin menoscabo de las numerosas referencias implícitas y explícitas mediante citas, guiños y paráfrasis que revelaban las influencias de otros autores, directores o pintores.

Su consagración y su preeminencia en el cine y el reconocimiento mundial llegaron en 1959: Los 400 golpes, de Truffaut, gana el premio al mejor director y es nominada a la mejor película en el Festival de Venecia y también nominada al Oscar como mejor película extranjera; Hiroshima, mon amour, de Alain Resnais, también es nominada en Cannes; y además, está siendo rodada Al final de la escapada, primer largo de Godard.

Estimularon profusamente el concepto de cine de autor. Y autor era el que dirigía el film. El cine era visto siempre desde un punto de vista concreto, y no podía ser de otro modo. El realizador tiene que escoger una mirada entre las posibles miradas que suscita la realidad. De hecho, intentaron mostrar puntos de vista hasta el momento desconocidos o poco explotados en las tradiciones cinematográficas.

El punto de vista

Pero no se trataba de una realidad sustancial ya dada a priori que estaba allí para ser documentada. El realizador tiene que precisar su relato cinematográfico y configurar su realidad. El lugar desde el que se posiciona respecto a un objeto es determinante en la configuración de la idea que quiere transmitir de éste y en la concreción de la disposición espacial que otorga a todos los elementos que compondrán su propio universo del discurso. El sentido obviamente no es unívoco ni permanece cerrado, e implica la participación del espectador que está receptivo y resuelto a la interpretación. Participa activamente, le son enviados guiños, referencias, miradas que tiene que recoger. El autor compone, dispone y obviamente nos muestra algo, pero la interpretación, la crítica o el simple goce suponen una posible apertura. Un desbordamiento del sentido; la búsqueda de nuevos significados. Godard, por ejemplo, consigue esta comunicación. Su interés y su especial dedicación por imágenes tremendamente impresionistas, en el sentido de que elige intencionadamente componentes, diálogos o situaciones que aparentemente tienen poco peso dentro del argumento o trama de la película y que, sin embargo, poseen una gran carga emotiva y poética. La naturalidad que imprime mediante la inserción de bailes –recordamos a Anna Karina en Vivir su vida–, carreras –como la de Bande à part–, canciones –como en Pierrot el loco– y aventuras –algunas de ellas políticas, como en La chinoise o en Le petit soldat–, que además le daba ese tono jovial y fresco que era el mismo tono que la propia nouvelle vague ofrecía al panorama cinematográfico de los primeros años ‘60.

Esta presunta espontaneidad no impedía de ningún modo profundidad y seriedad en sus pretensiones; hay un trasfondo político y filosófico duro, si bien bastante marcado por el marxismo y el existencialismo, que eran tendencias dominantes en el pensamiento. El cine trasciende lo meramente representativo o documental y alcanza lo simbólico en la comunión explícita entre lo presente y lo ausente, lo visible y lo invisible, la realidad y lo onírico. El cine deviene arte.