CARLOS BOYERO
El País
Dudo de que su estatura sobrepase el metro sesenta, asocias su rostro a esos seres imaginarios llamados gnomos, va a cumplir setenta y seis años pero nada en su apariencia evidencia ancianidad, aunque su trabajo o su arte consista en narrar historias con una cámara hasta el espectador más naíf o desinformado sabe que la gran estrella de sus películas no son los muy famosos y prestigiosos actores o actrices que las protagonizan sino él mismo. El cebo para el espectador de cualquier parte no va a ser Harrison Ford, Johnny Deep, Jack Nicholson, Sigourney Weaver, Nastassja Kinski o tantas luminarias que han encabezado los títulos de crédito en algunas de las películas que se ha inventado este director, sino que pagan la entrada para ver un producto que va firmado por una marca de fábrica llamada Roman Polanski. En su caso, como en el de Hitchcock, Allen, Spielberg, Buñuel, Welles, Tarantino, Almodóvar, Scorsese, independientemente de que su última criatura sea excelsa o fallida, hipnótica o decepcionante, el receptor sabe lo que puede esperar, busca el identificable universo, las claves, el estilo de gente sin vocación artesanal, en posesión de ese magnetismo que se le atribuye a los ídolos populares.
Polanski, a diferencia de esos colegas suyos que disfrutan de la condición de masivos iconos culturales pero que se las han ingeniado para que su vida privada sólo les pertenezca a ellos (aunque Allen estuviera a punto de crucifixión pública al abandonar a su esposa Mia Farrow para casarse con la veinteañera hija de ésta, para que le saliera razonablemente bien esa obsesión o romance que causó la irreparable ruina al patético Humbert Humbert), ha generado a lo largo de su tortuosa biografía ser uno de los temas favoritos de los medios de comunicación, que las frívolas o espantosas movidas que han acompañado a su existencia añadieran toneladas de morbo a su carrera artística.
De las excesivas sombras y escándalos que han salpicado a este complejo fulano se han alimentado ancestral e incansablemente los buitres mediáticos, el sensacionalismo barato y el caro, la policía y los jueces, la moral ortodoxa, las dudas, las sospechas y las evidencias. Para evitar las especulaciones ajenas o ante la necesidad de dejar hablar a su memoria, el propio Polanski escribió hace muchos años su autobiografía, la expresión sincera o amañada de lo que había vivido, padecido, gozado y creado. Decía cosas inteligentes y otras que te dejaban perplejo, como que después de la masacre de su embarazada esposa y de sus amigos había atravesado tal depresión que hasta un mes más tarde no pudo follar con otras mujeres. Bueno, cada uno es dueño de su propia terapia ante el sufrimiento. También resultaba cargante su obsesión por el éxito. No hacía concesiones para caer simpático, lo cual tiene mérito, pero eso no impide que la imagen de este curtido profesional de la supervivencia, vividor con infinitas aristas, desarraigado vocacional u obligado, seductor con pedigrí de mujeres y hombres, me dé gato, me caiga mal.
No es casual que el periodista Christopher Sandford, señor que ha escrito biografías de megaestrellas del rock como Jagger, Richards, Bowie, Clapton, McCartney y Cobain, haya buceado en la vida de Polanski. Este creador de desasosegantes imágenes posee el aura y el estilo vital de un emperador del rock. Polanski ha declarado que esta investigación de su pasado no le interesa porque la ha escrito un chismoso. Lo que está claro es que no es una hagiografía, que hay en ella mucho trabajo, información, testimonios, datos, penetración, sentido crítico, percepción y buena escritura. Se lee sin desfallecimiento este libro sobre alguien definido como un genio y un raro, un hombre que ha creado espectáculo con su enfermiza, irregular y genuina obra.
Admitiendo que la personalidad de este investigador del mal abstracto o concreto flota incluso en sus películas más irritantes, como ¿Qué?, El baile de los vampiros y Piratas, en arranques magníficos y pletóricos de un suspense que se va difuminando, como los de Frenético y La novena puerta, sadismos y esquizofrenias a la moda, como Repulsión y Callejón sin salida, existen varias flores del mal en su obra que el tiempo no puede marchitar. La tenebrosa soledad de Rosemary, el destructivo triángulo de El cuchillo en el agua, la constatación de que el amor más pleno puede degenerar en lunas de hiel, el acorralamiento animal del pianista del gueto de Varsovia, los fantasmas letales del quimérico inquilino, el desamparo de Tess, el triunfo de la maldad y de la corrupción imponiéndose al sarcástico, duro, íntegro y finalmente desolado Jake Gites, ese muñeco de trapo que constata por segunda vez cómo mueren las mujeres que amaba, mientras que un policía amigo intenta sacarle del infernal y repetido escenario de la tragedia susurrándole: "Tienes que olvidar, Jake. Esto es Chinatown".