No ver, o la mejor manera de ver


E. R. MARCHANTE
ABC



El cine del brasileño Fernando Meirelles es impulsivo, exaltado, como a veces el verbo de Saramago, en cuya novela «Ensayo sobre la ceguera» se basa esta película. En apenas unas secuencias de cine preciso, Meirelles nos sitúa en la aterradora situación que ejerce de columna vertebral narrativa y grandísima fábula apocalíptica: una ceguera blanca ataca a los seres humanos, que se la transmiten unos a otros como si fuera un virus...

El cineasta se debate entre un dilema y dos opciones: hacer una película impactante y ser fiel al espíritu y la letra del escritor. Y trata, con ambición, de lograr las dos cosas: una puesta en escena que busca el encontronazo con los ojos del espectador y una voz en «off» (el vozarrón de Danny Glover) que le aporte el clima, la filosofía y la literatura original a la sordidez de la imagen. Pero esto es delicado, por no decir peligroso: es una voz en «off» redundante, que los espectadores, al no ser ciegos, podrían considerarla como un eco de la propia imagen... Es una voz hermosa y que colorea de pensamientos unas escenas que se explican por sí mismas. En definitiva: sobra pero cautiva.

«A ciegas» sigue un proceso francamente degenerativo: enfermedad, aislamiento, corrupción..., hasta que ese lugar de encierro donde llevan a los que sufren la epidemia de ceguera se convierte en algo parecido a aquella primera película de Meirelles, «Ciudad de Dios». Son, quizá, los mejores momentos de «A ciegas», con la aparición en escena de los ciegos de toda la vida, que sugieren una gran verdad: ve muchísimo menos aquel que cierra los ojos que aquel que es ciego (o dicho de otro modo: no es lo mismo ser que estar ciego). Es un tramo violentísimo, surreal, diabólico, en el que la ceguera es la representación del mal, más cercana ya a Sábato («Informe sobre ciegos») que a Saramago. Un tramo que lo borda Gael García Bernal.

Aunque no es esto lo que quieren mostrar abiertamente el escritor o el director, sino la impresionante capacidad del ser humano para bajar otro escalón más sin perder pie. Las tragaderas, la vileza, la disposición a ofender y ser ofendido, humillar y ser humillado, violar y ser violado del ser humano es inagotable, o, si se prefiere, agotadora.

Como metáfora, «A ciegas» es fecunda, y como espejo del mobiliario interior del ser humano es elocuente y depresiva: sólo hay una cosa peor que no ver: vernos. Casi todo el peso de la historia recae sobre los hombros y la interpretación de Julianne Moore, los ojos de Meirelles, la única que ve en el interior de ese pudridero, aunque curiosa y contradictoriamente no es el punto de vista de la película, pues su moral y su perspectiva nos llega a través de esa voz en «off» del tuerto Glover.

Aunque más contradictorio y milagroso que esto es, sin duda, que «A ciegas» es una película luminosa, esperanzadora, y lo arroja a uno a la calle con la sensación de que puede respirar mejor.