Un país de Guantánamos

PABLO PARDO
El Mundo




Según las estadísticas oficiales, el 4% de los presos de Guantánamo que han sido liberados han vuelto a cometer acciones terroristas.

Y el 66% de los presos que salen de las cárceles de EEUU regresan a los tres años.

¿Qué explica la diferencia? ¿La dureza de Guantánamo?

En absoluto. De hecho, la clave para entender por qué la opinión pública de Estados Unidos ha tolerado durante tanto tiempo Guantánamo y las cárceles secretas de la CIA es la tremenda dureza de su sistema penitenciario. Sin exageración puede decirse que, en una cárcel estadounidense, los presos problemáticos no viven en un régimen mucho mejor que el de los prisioneros normales de Guantánamo.

Si está en Phoenix, la capital de Arizona, un preso que se porta bien puede vivir como en un campo de prisioneros en una zona de guerra: en una tienda de campaña totalmente abierta, rodeado de alambradas y torres de vigilancia, durmiendo en una litera en compañía de otros 21 reclusos.

Los presos, además, realizan trabajos forzados -en Arizona, encadenados- que van desde enterrar cadáveres, hacer carreteras o trabajar en fabricas (todas las matrículas de Puerto Rico, por ejemplo, se fabrican en la Penitenciaria de Angola, la mayor prisión de EEUU, que es en realidad un inmenso campo de trabajos forzados, a orillas del Mississippi).

Un preso que se porta muy mal pasa 23 horas al día metido en una celda de alrededor de dos metros de largo por uno y medio de ancho, con un camastro metálico con una colchoneta, sin ninguna ventana. Durante una hora al día puede salir de ahí. Pero que nadie piense que va a ir a una zona común. Pasará ese tiempo en otra sala aneja a su celda, aún más pequeña (apenas cabe dos personas en ella), en la que hay un taburete y un teléfono desde que el que puede realizar llamadas a cobro revertido. Finalmente, cada semana estará tres horas en un patio de cemento, que también es contiguo a su celda, en el que verá la luz del sol a través de una cristalera. Sus únicos viajes al exterior serán para hablar con sus abogados, normalmente, por teleconferencia. Y a ducharse, encadenado de cintura y manos, una vez a la semana. Ésa será la única ocasión en la que esté con otros seres humanos.

Ése es el régimen penitenciario normal en las cárceles de alta seguridad de EEUU. Yo no sé si funciona o no. Hay gente que se pasa así, literalmente, la vida entera. En Angola, por ejemplo, lo normal es morirse en la cárcel.

Yo no sé si este sistema es bueno o malo. Estas normas se aplican a asesinos en serie, a condenados a muerte (después de vivir así, creo que la inyección letal les puede parecer menos espantosa) y a criminales violentos. Pero también ha habido egregios abusos del sistema, como Los Tres de Angola, de los cuales dos llevan décadas así fundamentalmente por ser negros.

En todo caso, lo más llamativo es que, pesar de su dureza, el sistema penitenciario estadounidense no funciona bien. La tasa de recurrencia en el crimen es un ejemplo de ello. También lo es el poder de las mafias en las cárceles. Aunque estén en aislamiento, los presos a menudo ordenan asesinatos por teléfono. Y, finalmente, EEUU, que tiene el 5% de la población mundial, acumula el 20% de los presos de todo el mundo (esta última cifra, sin embargo, es cuestionable, porque excluye, por ejemplo, cientos de miles de detenidos en China que oficialmente no son presos).

Los estadounidenses, sin embargo, no se preocupan mucho por su sistema penal. Hay, incluso, visitas turísticas a algunas cárceles. Y normalmente los sheriff y las autoridades están dispuestos a enseñar sus centros correccionales a cualquier periodista. Tal vez ése sea mi problema. Después de haber visitado las cárceles de Angola y dos de Phoenix, espero que mi próximo viaje sea al Parque de Yellowstone o, por lo menos, a la Mansión de Playboy.