Uno se divide en dos


SANTOS ZUNZUNEGUI
Cahiers du Cinéma



No es muy habitual acercar las obras de John Ford y de Víctor Erice. Quizás porque el primero pertenece a la raza de cineastas que trabajan sumando (como ocurre con autores tan diferentes como Josef von Sternberg u Orson Welles), mientras que el segundo forma parte de la estirpe que hace de la resta (como sucede, por supuesto, con Ozu o Bresson) su método esencial de formalización de sus imágenes y sonidos.

Lo anterior viene a cuento de que siempre he pensado que, de una manera singular, las dos obras mayores de ficción del cineasta español (El espíritu de la colmena, 1973; El sur, 1982) reescriben algunos de los parámetros básicos presentes en una de las obras esenciales del creador norteamericano, concretamente en Centauros del desierto (The Searchers, 1956).

Como es bien sabido, el inicio de este film contiene en sus doce primeros planos el conjunto de elementos narrativos que van a desarrollarse a continuación en la peripecia de un Ethan Edwards entregado a una búsqueda de años de su sobrina Debbie, única superviviente de la masacre de la familia de su hermano perpetrada por los indios. Pero es que, además, desarrolla en este comienzo, inscribiéndolo con toda naturalidad en la narración, una reflexión metacinematográfica de gran calado sustentada sobre dos polos básicos: primero, a través de la luz que deja pasar la puerta que se abre en la primera imagen del film, convirtiendo el negro de partida en espacio del relato, mediante un peculiar "hágase la luz"; después, mediante un gesto que suele pasar inadvertido para muchos espectadores y que hace que la cámara cinematográfica parezca empujar a Martha Edwards (madre de Debbie y, como enseguida sabremos, amor inconfesado de Ethan) a salir a la veranda de su modesta cabaña para otear un horizonte en el que apenas se adivina, confundido con la tierra roja del territorio mítico de Monument Valley, la lejana figura de un jinete.

Esta última situación es la que es reformulada en el final de El espíritu de la colmena, en ese plano medio en el que Ana, de espaldas al espectador, abre la ventana para salir a la noche del jardín mientras oímos (¿son sus pensamientos?, ¿se trata de una voice over?) las palabras fundadoras que desataron su búsqueda del espíritu.

Lo mismo que en el caso de la película de Ford, la casi imperceptible diferencia temporal que se establece entre el arranque del travelling de acompañamiento y el inicio del movimiento de Ana (el primero precede al segundo de forma no habitual), parece empujar de forma implacable a ambas mujeres hacia su destino.

Habrá que esperar más de diez años para poder encontrar la actualización, en el cine de Erice, del primero de los elementos identificados más arriba en la imagen que "abre" Centauros del desierto. Porque si en este film la apertura de la puerta -al dejar pasar la luz- impresionaba la película cinematográfica (citando de manera explícita la disposición estructural de la cámara oscura) y prometía el comienzo de la historia, en el arranque de El sur, el lento alumbramiento del plano de arranque (ese paso paulatino de la oscuridad a la luz) funciona también como promesa, cumplida de inmediato, de la aurora del relato. Lo mismo en Ford que en Erice, el gesto cinematográfico es efectivo en la medida en que se enmarca, con naturalidad, en la carne y la sangre de las respectivas narraciones (la apertura de la puerta de la casa en Ford, el dramático amanecer en Erice). De esta manera, una única imagen (el plano de arranque de la película de Ford) es descompuesta, muchos años después, en dos imborrables momentos en dos filmes separados a su vez entre sí por casi diez años. Lo que tenemos ante nuestros ojos es una prueba de que las películas dialogan entre sí más allá del tiempo y del espacio. Y lo mismo ocurre con sus autores.