El aborto como un derecho


Con la modificación de la ley vigente, el Gobierno intenta regular un problema de salud pública para toda la sociedad, independientemente de sus ideas. Pero la Iglesia y sus afines no renuncian a imponer sus creencias


JAVIER MARTÍNEZ SALMEÁN
El País



Si la salud sexual y reproductiva de las mujeres españolas no fuera un asunto de tanto calado, una visión retrospectiva desde la década de los años sesenta nos haría exclamar: ¡qué han hecho las mujeres de nuestro país para merecer esto!

La anticoncepción hormonal oral, la píldora, se legalizó en Estados Unidos y Europa en los primeros años de la década de los sesenta, mientras que España tuvo que esperar a la finalización de la dictadura franquista para que fuera plenamente legalizada en 1978. Aun así, la campaña mediática emprendida por la Iglesia católica y sus afines contra este método anticonceptivo en la década de los setenta fue intensa. Se usaron supuestos argumentos científicos que traspasaron los límites de lo razonable para convertirse en auténticos agitadores: el cáncer, las malformaciones fetales e incluso epidemias de calvicie eran, según esa propaganda, las consecuencias del uso de la píldora.

Mientras, en el resto del mundo la píldora estaba consolidada a los dos lados del Atlántico y el perfil de sus usuarias no distinguía de ideologías o credos religiosos.

En relación al aborto también las españolas sufrieron retrasos antes de disponer de una ley reguladora. Las leyes de aborto vigentes en la actualidad (Inglaterra 1967, Finlandia 1970, Suecia 1970, Francia 1975, Italia 1978, Holanda 1980) consideran que la mujer debe decidir, en el contexto de una elección libre e informada, si continuar o interrumpir el embarazo dentro de un plazo que varía entre las 12 semanas de Italia y las 24 de Holanda e Inglaterra.

"Aborto sí, aborto no", fue el debate europeo de los años setenta. A España también llegó tarde. Cuando en 1985 el Gobierno español arrancó tímidamente con una regulación del aborto a través de tres supuestos o indicaciones, el país vivió una campaña contra el aborto más intensa incluso que la registrada una década antes en Europa.

Entonces ya se utilizaron argumentos sobre la vida del embrión, equiparándola a la vida humana, que son idénticos a los que estamos escuchando en la actualidad. La única diferencia es que han pasado 25 años.

Aquella ley comenzó a andar, y su primera consecuencia positiva fue la desaparición del aborto ilegal o clandestino, que siempre representa una carga adicional de dolor, sufrimiento, riesgo físico y humillación para la mujer.

A pesar de ser la ley de 1985 una normativa con muchas fisuras, ha llegado hasta nuestros días, sobrevolando incluso dos legislaturas completas con Gobiernos del Partido Popular.

En la aplicación de esa ley durante estos 25 años se han podido observar ciertos desajustes, ya que existe un uso excesivo, y permitido, de la indicación de grave riesgo psíquico para la mujer, uno de los supuestos que se aplica en el 97% de las interrupciones de embarazo.

En la práctica, el grave riesgo psíquico se ha convertido en una ley de plazos tutelada por un informe. Pero sin límite de semanas, lo que supone una inseguridad jurídica para las mujeres y para los profesionales de la salud que intervienen en el aborto.

Existe otro aspecto difícil de asumir: es cierto que la voluntad de la mujer es un requisito necesario para el aborto, pero nunca es suficiente. En realidad, en el procedimiento aplicado en los últimos lustros son terceras personas las que deciden finalmente sobre su derecho a la interrupción del embarazo. La mujer en la actual ley del aborto está tutelada durante todo el proceso.

Las recomendaciones que un grupo de personas expertas ha ofrecido, tras varios meses de trabajo, al Ministerio de Igualdad, responsable de la coordinación de esta normativa, se fundamentan en el análisis de la ley de 1985 con sus desajustes; en el estudio de derecho comparado respecto a las leyes del aborto vigentes en Europa, y en el significativo avance de los últimos años en el reconocimiento social y jurídico de la autonomía de las mujeres en relación a su sexualidad y al derecho al aborto.

Las personas expertas recomiendan, pues, estructurar una ley en una combinación de plazos e indicaciones limitada en el tiempo por la viabilidad fetal. Un plazo establecido por decisión de la mujer en una elección libre e informada en el entorno de las 14 semanas de gestación, y, al mismo tiempo, una ley de indicaciones hasta las 22 semanas de gestación cuando exista grave riesgo para la salud de la embarazada o cuando se detecten graves anomalías para el feto.

A partir de la semana 22 de gestación, considerada como fecha que delimita el comienzo de la viabilidad del feto independientemente de la madre, el derecho del feto debe prevalecer sobre la madre en sintonía con la comunidad científica y la Organización Mundial de la Salud (OMS), que define el aborto como "la interrupción voluntaria de la gestación desde la implantación en el útero hasta la viabilidad fetal".

Por otra parte, el aborto legal no se incrementa ni con la regulación ni con el tipo de ley, plazos o indicaciones. Su número al alza o la baja depende de la eficacia de las políticas de salud sexual y reproductiva, como lo demuestra el ejemplo de Holanda, que, teniendo la ley más flexible y permisiva de Europa, presenta la tasa más baja de abortos de la Unión Europea. Y ello como consecuencia de sus políticas de acceso y disponibilidad de métodos anticonceptivos y de educación sexual. Es precisamente por este camino por el que España debe reducir el número de abortos.

La Iglesia y las llamadas organizaciones provida, en respuesta a la intención del Gobierno de modificar la ley, han comenzado una campaña similar a la que vivimos en España en la década de los ochenta y unos años antes en Europa en la línea de "aborto sí, aborto no". Antes amenazaban con el pecado, las tinieblas y la excomunión; en la actualidad comparan un niño gateando con un cachorro de lince ibérico.

De nuevo la inmensa mayoría de las mujeres de este país deberá soportar un debate superado por nuestra sociedad hace más de dos décadas, porque nuestra Iglesia no renuncia a mandar mensajes con un desfase manifiesto entre sus ideas y la realidad social. La Iglesia debe aceptar que cuando el Gobierno proponga una nueva ley al Parlamento de la nación está respetando la postura de los creyentes pero legislando para regular de la mejor manera posible un problema de salud pública. Y haciéndolo para toda la sociedad, con independencia de las ideas y la ética individual de cada uno.

Todo ello en unos tiempos en los que la rapidez de las noticias nos atropella: el niño y el lince; la niña de nueve años excomulgada en Brasil por realizarse un aborto de un embarazo consecuencia de la violación de su padre; la condena de la Iglesia a la utilización de células madre de Javier, un bebé sano, para que su hermano Andrés, de cinco años, que padece una enfermedad congénita, pueda sanar y vivir; las palabras del papa Benedicto XVI, convertido en un agente subversivo contra las políticas de salud pública en África y contra el uso del preservativo para combatir el sida en un continente que tiene 25 millones de personas afectadas por esta grave enfermedad...

En fin, tengamos paciencia ante este aquelarre informativo, mantengamos la calma, soportemos las campañas sobre vida y alma y esperemos a que la Iglesia católica, como ha ocurrido en otras ocasiones, pida públicamente perdón a las mujeres por no haberlas respetado a lo largo de la historia.
Al margen de los credos religiosos, consolidemos los derechos que permitan, en este caso a las ciudadanas, tomar decisiones amparadas en leyes honestas adaptadas al tiempo que vivimos y a su realidad social.

Javier Martínez Salmeán es miembro del Comité de Personas Expertas del Ministerio de Igualdad sobre interrupción voluntaria del embarazo y jefe de servicio de obstetricia y ginecologia del hospital Severo Ochoa de Leganés.