Alexandr Solzhenitsyn y los hijos del gulag

Tusquets edita una nueva traducción de 'Un día en la vida de Iván Denísovich'


ÁLVARO CORTINA
El Mundo



"El viento sopla sobre la estepa desnuda...; seco en verano, helado en invierno. Aquí nunca ha crecido nada, menos entre cuatro alambradas", escribe Alexandr Solzhenitsyn.

Algo sabía él de alambradas: sufrió la guerra, el presidio y el destierro cuando las instituciones rusas eran como edificios monstruosos que se comían al personal indiscriminadamente. La digestión institucional de Stalin se efectuaba, ordenadamente, en los campos de concentración. De aquí salen 'Archipiélago Gulag' o la más accesible 'Un día en la vida de Iván Denísovich' (ahora en nueva traducción de Tusquets), en momentos del deshielo de Jruschov.

Después volvían a casa los "hijos del gulag" después de diez años sin contacto. Oleadas de "camaradas" ex cautivos como niños decrépitos, irreconocibles, arrepentidos pero sin comprender muy bien su gran pecado.

'Un día en la vida de Iván Denísovich' es una novela de denuncia en carne viva, la carne viva de Solzhenitsyn. Nunca antes había habido en la URSS un testimonio directo de esta experiencia. Cambió su número de cautivo S-262 por el de S-854 (guarismos propios de androides de 'Star Wars') y su nombre por el de un compañero del frente alemán, Shújov. Como Joyce, el Nobel ruso quiso circunscribirse a las horas de un solo día, pero sin formalismo y casi hasta sin dramatismo.

Iván Denísovich, Shújov, se levanta con el crujido de los maderos de la litera, con el saludo al ordenanza del barracón, con el frío y la danza marcial de las columnas escoltadas. Vida racionada con gachas en la cacerola, y unas manos callosas que igual pasan una colilla. Su costumbrismo, su compadreo, su contabilidad del desamparo, su paisaje estéril son su denuncia, su verdad.

En una ocasión, Shújov y compañía discuten sobre Eisenstein, el director de cine, y su película estalinista 'Iván el Terrible'. Alguien habla de la capacidad del cineasta para la forma. Shújov, que tiene los dientes minados por el escorbuto y cecea, responde que eso es repostería posibilista en vez de pan de verdad. Dice: “¡Un genio jamás acomoda su interpretación a los gustos de un tirano!”

Esa tentación atrabiliaria de la evasión, tan propia del héroe carcelario no se filtra por las conversaciones a media voz. El dilema entre la posibilidad de escape y la proporción del castigo no existe salvo como anécdota. Los rusos, tras años de hambre y desdicha, viven abocados a un silencio resignado y zombie. En 'Un día...' hay otros lugares comunes: el calabozo, el látigo carcelero o la pirámide alimenticia del campo, lugar de castas.

Denuncia aparte, esta literatura resulta cabal, llana. Unas veces se dirige al lector, y muchas exclama o pregunta. Sobre todo pregunta, interrogación que es desde el fin del mundo:

"Al propio Kildigs le habían caído 25 años. La tanda anterior había tenido más suerte: Diez años a todos, con el mismo rasero. Pero a partir del 49 echaban a todos 25, sin distinción. Diez años aún los puedes aguantar sin estirar la pata, ¿pero 25?"

Política y literatura

Como dice el traductor Enrique Fernández Vernet: "Las obras de denuncia pasan por una primera etapa en que prima el mensaje político y la inmediatez, pero con el tiempo (una vez que se han difundido y asimilado) debe acabar prevaleciendo el aspecto literario".

¡Qué difícil resulta, en todo caso, separar la humanidad maltrecha y literaria de 'Un día...' de su testimonio, de su política, de su aliento contestatario! Pero lo estético se impone sobre el tiempo, esto es, las visiones perduran sobre el contexto:

Los presos, sus caras de chacal, sus ojos y narices picadas por el hielo, sus cifras pegadas al mono de trabajo. Shújov, Iván Denísovich, miraba a la luna desde la doble capa que hacía el hielo en su ventanuco, era entonces un Leopardi ruso con ceceo. Shújov tenía los ojos puestos no se sabe dónde y lamía el plato de gachas todos los días.