JAIME SILES
ABC
Hay poetas cuya comprensión no exige ni una sola nota: tal es la simplicidad de su sistema y la inmediatez de su lenguaje. Pero hay otros -como Euforión de Calcis, Licofrón o Persio- que necesitan muchas, sin que estas agoten por completo su sentido o clarifiquen sus referencias lo bastante. T. S. Eliot, aunque escribe en inglés y no en una lengua antigua, es un poeta alejandrino con una idea muy clara de los diversos mecanismos que intervienen en el proceso de composición, y su texto es un continuo palimpsesto que requiere una clave de lectura que ilumine su código y que sirva de cifra al lector.
El hecho de que él mismo anotara su texto indica no tanto sus hábitos de pedante erudito -así lo vio una parte de su generación- como su deseo de dirigir el sentido de la lectura de su obra, al tiempo que configuraba un mosaico fragmentario, en el que la naturaleza del fragmento no era la que le confirieron los románticos, sino un espejo de las ruinas de la modernidad producidas por la guerra del 14. Consciente como Valéry, pero más sofisticado que este, concibió su escritura como un producto de la tradición actualizada por el fluir continuo de la Historia, que ajusta el amplio corpus cultural de aquella, más que a la voluntad de un individuo, al dictado estilístico de cada concreta situación.
Infierno espiritual. Eliot -como Homero, Virgilio y Dante, tres de sus máximos y confesados referentes- realizó una catábasis al infierno espiritual de su época -la de entreguerras- que, tal vez mejor que nadie, interpretó. Creyente en un mundo de incrédulos, construyó un significativo tapiz en el que hizo ver la falta de significado de las cosas. Por eso, como sucede en Aleixandre y supo ver en él Carlos Barral, hay un Eliot poeta social, sólo que desde el conservadurismo.
El aparato no tanto crítico como referencial que, en 1922, puso a The Waste Land no ha hecho desde entonces sino aumentar, aunque este aumento no sea del texto en sí, sino del contingente referencial del mismo, que ha sido pasto de la devoción de múltiples estudiosos. La edición de Jaime Tello amplía el de otras versiones de las que disponíamos, al incorporar al conjunto de las notas, que ya forman parte del libro, no sólo las que el propio Eliot puso sino otras -a veces convincentes y otras, más discutibles y dudosas- que ha ido añadiendo la investigación.
Angustia y desolación. Pero no es ese el único mérito de esta nueva versión: está también -y diría que en grado no menor- el de la propuesta de cambio de su título, que aquí se hace y que sustituye el que Ángel Flores acuñó. Tello prefiere La tierra estéril en vez de La tierra baldía, que es como la editorial Cervantes de Barcelona publicó la obra en 1932. Razones no le faltan e incluso parece más acorde con el pensamiento de su autor, ya que da cuenta de uno de los elementos esenciales del libro que, unos años después, The Hollow Men (1925) desarrollará: el sentimiento de angustia y de desolación en un universo despojado de todos los valores y en el que el ciclo de las estaciones, que regía el ritmo de las antiguas sociedades agrícolas, había dejado ya de funcionar, abandonando al ser humano a la inseguridad de una tierra de nadie improductiva, destruida por la guerra y sin esperanza de renovación.
Eso es lo que enmarcan y describen los versos 18 y 19 del primer movimiento -«¿Qué raíces son las que arraigan, qué ramas crecen / de estos escombros pétreos?». Y esa es la pregunta que se hace la persona poética colectiva, que ha perdido la voz y no puede «decir ni imaginar» porque sólo conoce «un montón de imágenes rotas».
Esas imágenes rotas constituyen el material con que trabaja Eliot y sobre ellas proyecta la sensación de no estar «ni vivo ni muerto», de la que extrae su visión postbélica de Europa y su definición del mundo occidental, objetivadas ambas en esa «Ciudad Irreal / bajo la parda niebla...» en la que resuena Baudelaire, como en el slang cockney de parte del segundo movimiento se adivinan los ecos de la lengua coloquial de Laforgue. Eliot siguió a ambos, pero en el segundo movimiento incorporó a Petronio, logrando una mixtura de estilos y niveles de lenguaje de tanta belleza como complejidad.
El deliberado prosaísmo del tercer movimiento contrasta con el lirismo del cuarto, y todos ellos se integran en un horizonte antropológico, preciso y difuso a la vez, en el que los ritos suplen a los mitos y en los que sólo habita y vive lo irreal, identificado aquí con una serie de grandes ciudades. El tema del otium calamitosum de los clásicos de la Antigüedad se mezcla con el de la muerte del amor y el silencio como idioma de las relaciones intersubjetivas, los abortos provocados y el egoísmo de una no menos estéril sociedad que sufre las consecuencias de todo ello.
Estilos de vida. Eliot se permite hacer un juego de espejos en el que las clases sociales aparecen cada una con su estilo de vida y su correspondiente forma de expresión. El más intenso -y también el más arriesgado- tal vez sea el segundo movimiento, que es también el que más experimenta y ahonda en la dicción. Pero la crítica ha subrayado, sobre todo, el primero y el último: aquel, por ser una precisa estampa de un momento; este, porque, con sus consejos, abre una vía hacia la salvación. El lector puede elegir cualquiera de ellos: la versión de Tello es tan intensa como convincente.
El hecho de que él mismo anotara su texto indica no tanto sus hábitos de pedante erudito -así lo vio una parte de su generación- como su deseo de dirigir el sentido de la lectura de su obra, al tiempo que configuraba un mosaico fragmentario, en el que la naturaleza del fragmento no era la que le confirieron los románticos, sino un espejo de las ruinas de la modernidad producidas por la guerra del 14. Consciente como Valéry, pero más sofisticado que este, concibió su escritura como un producto de la tradición actualizada por el fluir continuo de la Historia, que ajusta el amplio corpus cultural de aquella, más que a la voluntad de un individuo, al dictado estilístico de cada concreta situación.
Infierno espiritual. Eliot -como Homero, Virgilio y Dante, tres de sus máximos y confesados referentes- realizó una catábasis al infierno espiritual de su época -la de entreguerras- que, tal vez mejor que nadie, interpretó. Creyente en un mundo de incrédulos, construyó un significativo tapiz en el que hizo ver la falta de significado de las cosas. Por eso, como sucede en Aleixandre y supo ver en él Carlos Barral, hay un Eliot poeta social, sólo que desde el conservadurismo.
El aparato no tanto crítico como referencial que, en 1922, puso a The Waste Land no ha hecho desde entonces sino aumentar, aunque este aumento no sea del texto en sí, sino del contingente referencial del mismo, que ha sido pasto de la devoción de múltiples estudiosos. La edición de Jaime Tello amplía el de otras versiones de las que disponíamos, al incorporar al conjunto de las notas, que ya forman parte del libro, no sólo las que el propio Eliot puso sino otras -a veces convincentes y otras, más discutibles y dudosas- que ha ido añadiendo la investigación.
Angustia y desolación. Pero no es ese el único mérito de esta nueva versión: está también -y diría que en grado no menor- el de la propuesta de cambio de su título, que aquí se hace y que sustituye el que Ángel Flores acuñó. Tello prefiere La tierra estéril en vez de La tierra baldía, que es como la editorial Cervantes de Barcelona publicó la obra en 1932. Razones no le faltan e incluso parece más acorde con el pensamiento de su autor, ya que da cuenta de uno de los elementos esenciales del libro que, unos años después, The Hollow Men (1925) desarrollará: el sentimiento de angustia y de desolación en un universo despojado de todos los valores y en el que el ciclo de las estaciones, que regía el ritmo de las antiguas sociedades agrícolas, había dejado ya de funcionar, abandonando al ser humano a la inseguridad de una tierra de nadie improductiva, destruida por la guerra y sin esperanza de renovación.
Eso es lo que enmarcan y describen los versos 18 y 19 del primer movimiento -«¿Qué raíces son las que arraigan, qué ramas crecen / de estos escombros pétreos?». Y esa es la pregunta que se hace la persona poética colectiva, que ha perdido la voz y no puede «decir ni imaginar» porque sólo conoce «un montón de imágenes rotas».
Esas imágenes rotas constituyen el material con que trabaja Eliot y sobre ellas proyecta la sensación de no estar «ni vivo ni muerto», de la que extrae su visión postbélica de Europa y su definición del mundo occidental, objetivadas ambas en esa «Ciudad Irreal / bajo la parda niebla...» en la que resuena Baudelaire, como en el slang cockney de parte del segundo movimiento se adivinan los ecos de la lengua coloquial de Laforgue. Eliot siguió a ambos, pero en el segundo movimiento incorporó a Petronio, logrando una mixtura de estilos y niveles de lenguaje de tanta belleza como complejidad.
El deliberado prosaísmo del tercer movimiento contrasta con el lirismo del cuarto, y todos ellos se integran en un horizonte antropológico, preciso y difuso a la vez, en el que los ritos suplen a los mitos y en los que sólo habita y vive lo irreal, identificado aquí con una serie de grandes ciudades. El tema del otium calamitosum de los clásicos de la Antigüedad se mezcla con el de la muerte del amor y el silencio como idioma de las relaciones intersubjetivas, los abortos provocados y el egoísmo de una no menos estéril sociedad que sufre las consecuencias de todo ello.
Estilos de vida. Eliot se permite hacer un juego de espejos en el que las clases sociales aparecen cada una con su estilo de vida y su correspondiente forma de expresión. El más intenso -y también el más arriesgado- tal vez sea el segundo movimiento, que es también el que más experimenta y ahonda en la dicción. Pero la crítica ha subrayado, sobre todo, el primero y el último: aquel, por ser una precisa estampa de un momento; este, porque, con sus consejos, abre una vía hacia la salvación. El lector puede elegir cualquiera de ellos: la versión de Tello es tan intensa como convincente.