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Chevengur es probablemente una de las mejores novelas escritas en el pasado siglo. No en vano, aunque fue escrita a finales de los años veinte, Andréi Platónov continuó trabajando en ella durante veinte años, a pesar de las pocas esperanzas de verla publicada. El resultado es una novela profundamente ligada a la realidad del ser humano y, precisamente por ello, mágica.
El relato de la miseria de las aldeas rusas, asediadas por las calamidades de la guerra civil tras la Revolución Rusa y por la sequía de los primeros años veinte, es el preludio de la historia que se desarrolla en Chevengur, actuando a la vez como contexto para la esperanza y la profunda incomprensión que el nuevo orden social vino a traer a los oprimidos campesinos rusos.
El comunismo es una maravillosa promesa, pero nadie parece saber con exactitud qué es o cómo funciona. Ni siquiera quienes viajan por la estepa rusa diseminando sus semillas. Es una realidad y sin embargo, es algo que está por nacer. Es un vuelco profundo que ya ha acontecido y, sin embargo, todo parece seguir igual en la tierra y entre los hombres.
Chevengur es una aldea en la que un puñado de hombres disímiles, pero unidos por una misma fe, hace surgir el comunismo. Chevengur es una invención de Platónov pero en su esencia, como en el resto de la novela, se adivina que es una idea confeccionada con retales de realidad que el autor recopiló. Chevengur se encabalga entre la utopía y la distopía: no describe un mundo ideal, si no la esperanza de construirlo; tampoco una sociedad perversa, simplemente la destrucción de un sueño.
Los camaradas Dvanov y Kopionkin serán héroes y antihéroes a un tiempo en esta historia. Héroes por su lucha sin cuartel para que el comunismo aparezca sobre la tierra de modo irrefutable, como sale el sol. Su entrega absoluta a la idea de conducir al pueblo oprimido hacia una vida mejor está plagada de renuncias y de inquietudes, sobre todo porque algo pueda impedir la consumación definitiva del nuevo mundo, de cuyo nacimiento ellos son comadronas.
Pero a su vez ambos personajes son antihéroes en cuanto en el fondo no entienden con exactitud en qué consiste la realidad del comunismo. La buscan por la estepa y no la encuentran, el comunismo no es un objeto que se pueda tocar y resulta por tanto una idea difícil de asir. En Chevengur, una aldea donde se supone el comunismo ya ha nacido, Dvanov, Kopionkin y el resto de camaradas necesitan contarse mutuamente lo indudable de la existencia del comunismo que por fin habita entre ellos. Con ese fin parodian con toda seriedad las expresiones usadas en las circulares oficiales, y la sonoridad de esos galimatías incomprensibles les dan la seguridad de que, de su mano, el comunismo está arraigando.
Los diálogos de los chevengureños rozan el absurdo (y ahí aparece la maestría del autor) y la confusión reina en sus cabezas. Sin embargo, en sus corazones reina la certeza: deben trabajar por un futuro mejor que otros más inteligentes han pensado, pero que necesita de la fuerza de sus brazos y de su esperanza para materializarse.
Con la increíble fuerza poética de su prosa, Platónov incluye un tercer protagonista en Chevengur: la naturaleza. Armoniosa, regular, indiferente por completo a las veleidades del ser humano que pretende hacerla aliada de sus revoluciones, Platónov la hace ir y venir por sus páginas mediante un uso brillante de la prosopopeya. Y más allá de la naturaleza, entendida como todo aquello que no ha creado el hombre, también el autor personifica las máquinas, las ciudades, las herramientas, las casas, dando como resultado una obra bullente de vida.
Una obra que recoge, con capacidad certera, profunda y sencilla a la vez, lo inquebrantable que puede ser la fe del hombre, su aspiración eterna a un mundo mejor y su capacidad para adaptarse a lo que la vida o el destino guarden para él. En definitiva, una obra maestra.
El relato de la miseria de las aldeas rusas, asediadas por las calamidades de la guerra civil tras la Revolución Rusa y por la sequía de los primeros años veinte, es el preludio de la historia que se desarrolla en Chevengur, actuando a la vez como contexto para la esperanza y la profunda incomprensión que el nuevo orden social vino a traer a los oprimidos campesinos rusos.
El comunismo es una maravillosa promesa, pero nadie parece saber con exactitud qué es o cómo funciona. Ni siquiera quienes viajan por la estepa rusa diseminando sus semillas. Es una realidad y sin embargo, es algo que está por nacer. Es un vuelco profundo que ya ha acontecido y, sin embargo, todo parece seguir igual en la tierra y entre los hombres.
Chevengur es una aldea en la que un puñado de hombres disímiles, pero unidos por una misma fe, hace surgir el comunismo. Chevengur es una invención de Platónov pero en su esencia, como en el resto de la novela, se adivina que es una idea confeccionada con retales de realidad que el autor recopiló. Chevengur se encabalga entre la utopía y la distopía: no describe un mundo ideal, si no la esperanza de construirlo; tampoco una sociedad perversa, simplemente la destrucción de un sueño.
Los camaradas Dvanov y Kopionkin serán héroes y antihéroes a un tiempo en esta historia. Héroes por su lucha sin cuartel para que el comunismo aparezca sobre la tierra de modo irrefutable, como sale el sol. Su entrega absoluta a la idea de conducir al pueblo oprimido hacia una vida mejor está plagada de renuncias y de inquietudes, sobre todo porque algo pueda impedir la consumación definitiva del nuevo mundo, de cuyo nacimiento ellos son comadronas.
Pero a su vez ambos personajes son antihéroes en cuanto en el fondo no entienden con exactitud en qué consiste la realidad del comunismo. La buscan por la estepa y no la encuentran, el comunismo no es un objeto que se pueda tocar y resulta por tanto una idea difícil de asir. En Chevengur, una aldea donde se supone el comunismo ya ha nacido, Dvanov, Kopionkin y el resto de camaradas necesitan contarse mutuamente lo indudable de la existencia del comunismo que por fin habita entre ellos. Con ese fin parodian con toda seriedad las expresiones usadas en las circulares oficiales, y la sonoridad de esos galimatías incomprensibles les dan la seguridad de que, de su mano, el comunismo está arraigando.
Los diálogos de los chevengureños rozan el absurdo (y ahí aparece la maestría del autor) y la confusión reina en sus cabezas. Sin embargo, en sus corazones reina la certeza: deben trabajar por un futuro mejor que otros más inteligentes han pensado, pero que necesita de la fuerza de sus brazos y de su esperanza para materializarse.
Con la increíble fuerza poética de su prosa, Platónov incluye un tercer protagonista en Chevengur: la naturaleza. Armoniosa, regular, indiferente por completo a las veleidades del ser humano que pretende hacerla aliada de sus revoluciones, Platónov la hace ir y venir por sus páginas mediante un uso brillante de la prosopopeya. Y más allá de la naturaleza, entendida como todo aquello que no ha creado el hombre, también el autor personifica las máquinas, las ciudades, las herramientas, las casas, dando como resultado una obra bullente de vida.
Una obra que recoge, con capacidad certera, profunda y sencilla a la vez, lo inquebrantable que puede ser la fe del hombre, su aspiración eterna a un mundo mejor y su capacidad para adaptarse a lo que la vida o el destino guarden para él. En definitiva, una obra maestra.