ALBERTO ABUÍN
Blogdecine
En el mes de septiembre, mi compañero Adrián Massanet nos ofrecerá un estudio sobre la carrera de Terrence Malick, y preparándome para ello he revisado ‘La delgada línea roja’ (‘The Thin Red Line’, 1998), que como bien sabéis, compitió directamente con ‘Salvar al soldado Ryan’(‘Saving Private Ryan’, Steven Spielberg) aquel año, tanto en taquilla como en premios. En ambos casos quedó por debajo de la obra maestra de Spielberg, con la que guarda el único parecido de que ambas pueden incluirse dentro del género de cine bélico, por la costumbre de etiquetarlo todo. Malick juega en otra liga, siempre lo ha hecho, su visión del mundo es distinta a la de cualquier otro cineasta, con sus pros y sus contras.
Terrence Malick llevaba más de veinte años sin dirigir una película, desde la aburrida ‘Días del cielo’ (‘Days of Heaven’, 1978), y su vuelta al cine fue una noticia bomba que rápidamente golpeó en todos los despachos de Hollywood. Prácticamente todo el mundo quería participar en el film que estaba preparando el director de ‘Malas tierras’ (‘Badlands’, 1973), no importaba el personaje ni el tema ni nada. Confiaban ciegamente en un director que tan sólo había hecho dos películas. Incluso actores como Sean Penn estaban dispuestos a trabajar con él por tan sólo un dólar. ¿Exageración? ¿Admiración desmesurada?
‘La delgada línea roja’ narra una muy particular historia en el contexto de la batalla de Guadalcanal, durante la Segunda Guerra Mundial, batalla reflejada en el cine multitud de veces, las diversas historias de varios personajes a los que afecta la guerra. Malick no se limita a filmar una película bélica al uso, y esto no va en sentido peyorativo hacia los films bélicos sin más (hay grandes películas de género a lo largo y ancho de la historia del cine), pero la mirada del director de ‘El nuevo mundo’ (‘The New World’, 2005) hace más hincapié en las consecuencias de la guerra sobre el ser humano que en la guerra. Es evidente que ésta es un catalizador para hablarnos de otras cosas que Malick (también guionista, tomando como base la novela de James Jones) considera verdaderamente importantes, y que algo tan inútil y absurdo como una guerra es capaz de terminar con ello para siempre.
La anhelada paz entre los seres humanos, el lugar con el que todos soñamos para ser felices, se materializan en las experiencias del soldado Witt (un entregado Jim Caviezel), en apariencia un personaje más del relato coral, pero en realidad el verdadero conductor y esencia del mismo. Con sus vivencias (ha desertado del ejército y vive en una especie de paraíso, aunque sólo a sus ojos y los del espectador) y pensamientos, empieza y termina la película. En medio, un periplo íntimo y lírico, por el que pululan los demás personajes, a través de los cuales se nos habla del valor, coraje, cobardía, miedo y demás miserias humanas, aquello que en mayor o menor medida ha hecho que el hombre sea la especie animal más terrible y odiosa que existe sobre el planeta Tierra. Y qué mejor contexto que el de una guerra (el invento más estúpido del hombre) para mostrarlo.
Una vez más, Malick sitúa a sus personajes en una especie de lucha contra la naturaleza, en la cual hay unas leyes propias que escapan al control del hombre. Escenas como las del cocodrilo en total libertad (más tarde en cautiverio), o los niños nadando en unas aguas tan azules que simulan ser el cielo, señalan que en este mundo hay otro mundo mucho más sencillo y hermoso, pero difícil de conservar. La paz que ha experimentado Witt, y ahora añora, se hace patente a lo largo de toda la película. El hombre cambia continuamente el mundo que le han regalado para vivir, sobre el cual a veces no comprende absolutamente nada. Probablemente la escena más poderosa de la película, aquella que resume todas sus intenciones en un prodigio de síntesis visual, es en la que un grupo de soldados comandados por John C. Reilly se cruzan con un nativo que pasa a su lado, casi rozándoles, pero como si no les viera en absoluto, absorto en su mundo y ajeno al que los soldados están a punto de traer. Pocas veces una secuencia tan sencilla ha expresado tanto.
Malick utiliza el recurso, a veces demasiado manido, de la voz en off, y en vez de centrarse en un sólo personaje, lo hace con varios, cambiando continuamente el punto de vista de la historia, reforzando su condición de film coral. Así de Witt, al que volveremos una y otra vez en la cinta, como verdadero y único nexo de unión entre todos, pasamos sin ningún tipo de orden al sargento Welsh (un tranquilo y acertado Sean Penn), quien tras su incomprensión hacia lo que hace Witt, esconde una gran admiración; el teniente coronel Tall (soberbio Nick Nolte), que se odia a sí mismo por todas las veces que ha tenido que humillarse para conseguir algo, obsesionado con la toma de una importante colina, y que lo daría absolutamente todo por amor; el sargento Keck (controlado Woody Harrelson) que sufre las consecuencias de un mal golpe de suerte, como alegoría a lo caprichoso que puede ser el destino; el capitán Staros (más que convincente Elias Koteas) como héroe anónimo del conflicto, gracias a no obedecer una orden de Tall que acabaría sin remedio con sus hombres; el soldado Bell (Ben Chaplin en su línea) muy enamorado de la mujer que dejó atrás, y que sufrirá también el capricho del destino mostrándole lo perra que la vida puede ser a veces. Y así sucesivamente con todos los demás personajes de la película.
Adrien Brody, cuyo personaje iba a ser el protagonista central de la historia, y John Cusack, no hacen más que subrayar la idea central del film con redundantes personajes que dan vueltas a lo mismo, aunque las situaciones sean otras. No molestan en absoluto, y los actores están muy bien, pero con ellos el film cae en lo obvio. 163 minutos son demasiados para ‘La delgada línea roja’, por no hablar de algunos planos totalmente innecesarios con los que Malick se recrea en la naturaleza (aunque sin llegar a los preocupantes niveles de la vergonzosa ‘El nuevo mundo’), y sabe Dios qué hubiera pasado si el director hubiese conservado su montaje original que rondaba las seis horas, cuyo remontaje hizo que actores conocidos se cayesen de la película (a saber: Mickey Rourke, Bill Pullman, Gary Oldman, Viggo Mortensen y Lukas Haas). Incluso Billy Bob Thorton garbó un texto de tres horas de duración para ser el narrador del film, algo que obviamente también se quedó en la sala de montaje.
‘La delgada línea roja’ supone un film-isla (nunca mejor dicho) dentro del actual panorama cinematográfico, sobre todo viniendo de los USA, cada vez más preocupados en hacer películas de consumo y disfrute inmediato que no quedan en la memoria del espectador, allí donde se cultivan las buenas obras de arte. Malick y su mirada de carácter litúrgico, acompañada poderosamente por esos sacros coros de un casi minimalista Hans Zimmer, va directo al interior del ser humano, al que pone en la peor de las adversidades: luchar contra sí mismo. Una maravilla de película, llena de excelencias técnicas (John Toll, en uno de sus mejores trabajos, y un uso de la steadycam insuperable) que gana a cada nuevo visionado, adquiriendo nuevas lecturas, reafirmándose como una gran obra, imperfecta, pero tal y como aseguraba Jean Cocteau, las grandes obras deben ser imperfectas.
Terrence Malick llevaba más de veinte años sin dirigir una película, desde la aburrida ‘Días del cielo’ (‘Days of Heaven’, 1978), y su vuelta al cine fue una noticia bomba que rápidamente golpeó en todos los despachos de Hollywood. Prácticamente todo el mundo quería participar en el film que estaba preparando el director de ‘Malas tierras’ (‘Badlands’, 1973), no importaba el personaje ni el tema ni nada. Confiaban ciegamente en un director que tan sólo había hecho dos películas. Incluso actores como Sean Penn estaban dispuestos a trabajar con él por tan sólo un dólar. ¿Exageración? ¿Admiración desmesurada?
‘La delgada línea roja’ narra una muy particular historia en el contexto de la batalla de Guadalcanal, durante la Segunda Guerra Mundial, batalla reflejada en el cine multitud de veces, las diversas historias de varios personajes a los que afecta la guerra. Malick no se limita a filmar una película bélica al uso, y esto no va en sentido peyorativo hacia los films bélicos sin más (hay grandes películas de género a lo largo y ancho de la historia del cine), pero la mirada del director de ‘El nuevo mundo’ (‘The New World’, 2005) hace más hincapié en las consecuencias de la guerra sobre el ser humano que en la guerra. Es evidente que ésta es un catalizador para hablarnos de otras cosas que Malick (también guionista, tomando como base la novela de James Jones) considera verdaderamente importantes, y que algo tan inútil y absurdo como una guerra es capaz de terminar con ello para siempre.
La anhelada paz entre los seres humanos, el lugar con el que todos soñamos para ser felices, se materializan en las experiencias del soldado Witt (un entregado Jim Caviezel), en apariencia un personaje más del relato coral, pero en realidad el verdadero conductor y esencia del mismo. Con sus vivencias (ha desertado del ejército y vive en una especie de paraíso, aunque sólo a sus ojos y los del espectador) y pensamientos, empieza y termina la película. En medio, un periplo íntimo y lírico, por el que pululan los demás personajes, a través de los cuales se nos habla del valor, coraje, cobardía, miedo y demás miserias humanas, aquello que en mayor o menor medida ha hecho que el hombre sea la especie animal más terrible y odiosa que existe sobre el planeta Tierra. Y qué mejor contexto que el de una guerra (el invento más estúpido del hombre) para mostrarlo.
Una vez más, Malick sitúa a sus personajes en una especie de lucha contra la naturaleza, en la cual hay unas leyes propias que escapan al control del hombre. Escenas como las del cocodrilo en total libertad (más tarde en cautiverio), o los niños nadando en unas aguas tan azules que simulan ser el cielo, señalan que en este mundo hay otro mundo mucho más sencillo y hermoso, pero difícil de conservar. La paz que ha experimentado Witt, y ahora añora, se hace patente a lo largo de toda la película. El hombre cambia continuamente el mundo que le han regalado para vivir, sobre el cual a veces no comprende absolutamente nada. Probablemente la escena más poderosa de la película, aquella que resume todas sus intenciones en un prodigio de síntesis visual, es en la que un grupo de soldados comandados por John C. Reilly se cruzan con un nativo que pasa a su lado, casi rozándoles, pero como si no les viera en absoluto, absorto en su mundo y ajeno al que los soldados están a punto de traer. Pocas veces una secuencia tan sencilla ha expresado tanto.
Malick utiliza el recurso, a veces demasiado manido, de la voz en off, y en vez de centrarse en un sólo personaje, lo hace con varios, cambiando continuamente el punto de vista de la historia, reforzando su condición de film coral. Así de Witt, al que volveremos una y otra vez en la cinta, como verdadero y único nexo de unión entre todos, pasamos sin ningún tipo de orden al sargento Welsh (un tranquilo y acertado Sean Penn), quien tras su incomprensión hacia lo que hace Witt, esconde una gran admiración; el teniente coronel Tall (soberbio Nick Nolte), que se odia a sí mismo por todas las veces que ha tenido que humillarse para conseguir algo, obsesionado con la toma de una importante colina, y que lo daría absolutamente todo por amor; el sargento Keck (controlado Woody Harrelson) que sufre las consecuencias de un mal golpe de suerte, como alegoría a lo caprichoso que puede ser el destino; el capitán Staros (más que convincente Elias Koteas) como héroe anónimo del conflicto, gracias a no obedecer una orden de Tall que acabaría sin remedio con sus hombres; el soldado Bell (Ben Chaplin en su línea) muy enamorado de la mujer que dejó atrás, y que sufrirá también el capricho del destino mostrándole lo perra que la vida puede ser a veces. Y así sucesivamente con todos los demás personajes de la película.
Adrien Brody, cuyo personaje iba a ser el protagonista central de la historia, y John Cusack, no hacen más que subrayar la idea central del film con redundantes personajes que dan vueltas a lo mismo, aunque las situaciones sean otras. No molestan en absoluto, y los actores están muy bien, pero con ellos el film cae en lo obvio. 163 minutos son demasiados para ‘La delgada línea roja’, por no hablar de algunos planos totalmente innecesarios con los que Malick se recrea en la naturaleza (aunque sin llegar a los preocupantes niveles de la vergonzosa ‘El nuevo mundo’), y sabe Dios qué hubiera pasado si el director hubiese conservado su montaje original que rondaba las seis horas, cuyo remontaje hizo que actores conocidos se cayesen de la película (a saber: Mickey Rourke, Bill Pullman, Gary Oldman, Viggo Mortensen y Lukas Haas). Incluso Billy Bob Thorton garbó un texto de tres horas de duración para ser el narrador del film, algo que obviamente también se quedó en la sala de montaje.
‘La delgada línea roja’ supone un film-isla (nunca mejor dicho) dentro del actual panorama cinematográfico, sobre todo viniendo de los USA, cada vez más preocupados en hacer películas de consumo y disfrute inmediato que no quedan en la memoria del espectador, allí donde se cultivan las buenas obras de arte. Malick y su mirada de carácter litúrgico, acompañada poderosamente por esos sacros coros de un casi minimalista Hans Zimmer, va directo al interior del ser humano, al que pone en la peor de las adversidades: luchar contra sí mismo. Una maravilla de película, llena de excelencias técnicas (John Toll, en uno de sus mejores trabajos, y un uso de la steadycam insuperable) que gana a cada nuevo visionado, adquiriendo nuevas lecturas, reafirmándose como una gran obra, imperfecta, pero tal y como aseguraba Jean Cocteau, las grandes obras deben ser imperfectas.