La hija del amante, A. M. Homes


HILARIO J. RODRÍGUEZ
La tormenta en un vaso




«Recuerdo con qué insistencia me dijeron que entrara en la sala y me sentase, y lo amenazadora que me pareció de pronto la habitación oscura, y que me quedé en la puerta de la cocina con un donut de mermelada en la mano, y que nunca como donuts de mermelada.»

Basta un comienzo así para entrar temblando en un libro. Hay en cada frase el eco de una amenaza.

Una mujer de treinta años está a punto de descubrir quién es su verdadera madre, después de haber vivido toda su vida con una familia judía que la adoptó. La mujer en cuestión es A. M. Homes, y la noticia podría haberle resultado menos inquietante si a esas alturas, a principios de la década de los noventa, ella no hubiese decidido conformarse con ser una novelista sin miedo a penetrar en los rincones oscuros de la sociedad moderna, una persona frágil pero decidida, capaz de estar sola sin sentirse sola. ¿Qué será de ella en adelante? Corre demasiados riesgos: puede extraviarse, dejar de saber quién es realmente; también puede salir un día de casa y no volver nunca más; o saludar a gente que no le devolverá el saludo. Todas esas posibilidades la harán cada vez más insegura y le proporcionarán a La hija del amante el tono de una novela negra aunque se trate de un relato autobiográfico. Muchos de los temas que recorren sus páginas (como la amnesia, las falsas identidades o los terrores urbanos) son los mismos temas que alimentaron a la literatura policíaca de los años cuarenta, temas relacionados con soldados que regresaban a su hogar tras haber participado en algún frente de batalla durante la Segunda Guerra Mundial y que ya no lo encontraban.

Esa intersección no es nueva en la literatura norteamericana, donde la realidad siempre corre el riesgo de extraviarse en un terreno más propio de la ficción, donde los recuentos personales acaban convirtiéndose en thrillers como La invención de la soledad (Paul Auster), El padre fantasma (Barry Gifford), El velo negro (Ricky Moody) o Mis rincones oscuros (James Ellroy).

La nueva madre de A. M. Homes se llama Ellen Ballman. Parece vulnerable y nerviosa. Siempre que habla por teléfono, desde el otro lado de la línea se oye cómo enciende un cigarrillo tras otro. Y al comenzar una conversación con su hija, lo primero que pregunta es cuándo podrán volver a hablar.

«¿Cuándo podré verte? ¿Me llamarás pronto? Te quiero, te quiero muchísimo.»

Hay una especie de urgencia en sus palabras, que producen tanta lástima como temor. Quiere saberlo todo, pronto, muy pronto, cuanto antes. No puede esperar. Por eso indaga por su cuenta. Descubre el teléfono y la dirección de A. M. Homes, compra sus libros, se anticipa a sus movimientos.

«Sé que vas a venir a presentar tu última novela en Washington.»

Es así como una simple lectura en una librería se transforma en un acto tortuoso en el que las dos madres de una mujer de treinta años pueden encontrarse cara a cara; es así como el interés se transforma en desgana y el amor se transforma en rabia y la rabia acaba convertida en nihilismo. También es así como aparece Norman Hecht, el padre biológico, un hombre que inicialmente se comunica con su hija a través de un abogado, que la obliga a someterse a una prueba de ADN, que se cita con ella en bares de hotel como si fuera su amante… Se presenta a sí mismo diciendo que no está circuncidado.

«Acabamos de conocernos y me está hablando de su polla. Lo que realmente quiere decirme —supongo— es que se ha distanciado de su mitad judía y que está obsesionado con su pene.»

O quizás no. Para él, Ellen Ballman «era una putilla que sabía más de la cuenta para su edad», no una chica joven de la que se aprovechó pese a estar casado y no tener intención de irse a vivir con ella, ni siquiera al dejarla embarazada. Si Ellen era una putilla, ¿por qué no había de serlo su hija? A. M. Homes le imagina diciéndole: «He alquilado una habitación, quiero verte desnuda». Imagina cómo ella se desviste con lentitud, con parsimonia. Luego él la folla…

«Nunca dejaré de ser un conjunto de piezas pegadas, en el fondo siempre habrá algo roto en mí.»

No sé por qué, pero leyendo La hija del amante pensé en Julia Kristeva y en el Holocausto judío y en cosas que —en apariencia— no tenían ninguna relación con el libro de A. M. Homes. Pensé en cómo, mientras recorría las salas del museo que hay ahora mismo en Auschwitz, Julia Kristeva se dio cuenta de la verdadera dimensión del crimen nazi en los campos de exterminio. Las enormes pilas de maletas, juguetes o zapatos le recordaron muchas de las cosas que ella misma había utilizado a lo largo de su existencia. Entonces entendió que la abyección da comienzo cuando las huellas visibles de un asesinato en masa anulan todo aquello que nos proporciona una identidad, cuando le roban el sentido a la infancia y a la ropa que nos protege de la intemperie, o cuando ponen la ciencia al servicio de la muerte y no de la vida. Sin embargo, la abyección también puede jugar a nuestro favor, sobre todo si se alía con el arte, para explorar los rincones más oscuros del alma humana. Ciertas obras perturban nuestra tranquilidad, poniendo en duda el orden que nos protege y cuestionando el sistema en el que vivimos, algo que resulta necesario si queremos llegar a descubrir algún día a qué partes de nosotros mismos estamos renunciando para poder vivir en sociedad, con los demás. Los cuadros de Francis Bacon, las novelas de Louis-Ferdinand Céline, las ideas de los surrealistas o las películas de David Lynch, sin ir más lejos, plantean extraños híbridos en los que lo permitido y lo prohibido, lo real y lo onírico, lo humano y lo animal, la plegaria y la blasfemia, el dolor y el éxtasis, la belleza y la fealdad, o lo limpio y lo sórdido, se dan la mano, destruyendo así cualquier código moral, religioso o ideológico que sea extremadamente rígido.

La obra de A. M. Homes se mueve en parámetros muy similares, donde no existen los miramientos ni la corrección política. Ni siquiera en La hija del amante pese a tratar una materia delicada: la de la vida misma. En sus manos incluso lo autobiográfico puede volverse extremo, da igual que la nuestra sea una época de tolerancia e indiferencia. Su sentido de la vida jamás resulta cómodo. Hasta cierto punto es comprensible. ¿De qué otra forma podría ver las cosas alguien que no fue concebida por amor, alguien cuyos padres biológicos desaparecieron al poco de nacer ella, alguien cuyos padres adoptivos la utilizaron para cubrir el hueco que antes había dejado un hijo muerto prematuramente? Sin embargo, nada de esto la priva de sentir que es necesario encontrar una salida, una mentira piadosa, cualquier motivo que haga más tolerable todo. Al final de sus historias de perversión y caos suele haber espacio para algo similar a las epifanías, algo que las libra de caer en lo gratuito, en el sensacionalismo barato.

Aquí, cuando en la segunda parte se rompe la narración, entramos en realidad en un terreno que está más allá de la novela. La búsqueda de datos familiares a través de Internet, con la ayuda de dos expertos, zarandea los hechos, la progresión de la historia. Mientras tanto han pasado varios años. Ellen Ballman ha muerto. ¿Quién fue su padre? ¿Y su madre? ¿Tuvo amigas?

Aunque Norman Hecht sigue vivo, también es un enigma. El único enigma aclarado de nuestras existencias es el enigma no aclarado de La hija de la amante. A. M. Homes sabe los nombres de sus verdaderos padres pero no sabe quiénes eran verdaderamente; y al mismo tiempo que se encuentra con ellos comienza a distanciarse de quienes habían sido hasta entonces sus otros padres, los adoptivos. ¿Adónde la conducirán estos acontecimientos? ¿A tener más o menos certezas? ¿A conocerse mejor o a desconocerse por completo? ¿A conformarse con observar en silencio o a formular preguntas? No, el silencio no, jamás.

La penúltima parte del libro, un interminable interrogatorio a su padre, acaba zanjando las cosas, dejando claro que nuestra salvación consiste en poder preguntar a pesar de que nadie vaya a solucionarnos las dudas.

«¿Ya sabes quién soy?»