Hans Christian Andersen: un cisne entre patos


La fama de Andersen se cimienta en sus inmortales cuentos para niños, pero fue también novelista, poeta, dramaturgo, diarista, memorialista y autor de libros de viaje. Soltero empedernido, amigo de monarcas, enamorado sin fortuna… su personalidad sigue presentando numerosos enigmas


CARLES BARBA
Qué Leer





Hans Christian Andersen nació el 2 de abril de 1805 en Odense, isla de Fionia, Dinamarca. Vino al mundo en unas condiciones muy humildes, en una casita pequeña y baja, hijo de un industrioso zapatero y de una modesta mujer que en su infancia había mendigado. Hijo único, el crío se sintió muy querido en sus primeros años (“se me mimaba mucho”) y estaba encantado de que el padre le fabricase juguetes y le dibujase monigotes. Entre sus primeros recuerdos, curiosamente, figura un soldado de un regimiento español estacionado en Odense y aliado de Napoleón en su campaña contra Suecia. En su autobiografía, El cuento de mi vida, explica ese episodio acontecido cuando tenía sólo tres años: “Un buen día me alzó un soldado español en sus brazos y apretó contra mis labios una medalla de plata que llevaba colgando sobre su pecho desnudo. Recuerdo que mi madre se enfadó mucho y dijo que eso era católico; pero a mí me había gustado la medalla y el extranjero aquel, que bailaba girando conmigo en brazos mientras lloraba; por lo visto él tenía niños allá en España”.

Los padres del pequeño Hans, en realidad, estaban acomodados en casa de los abuelos paternos. El abuelo había perdido el juicio y el nieto había de soportar que la chiquillería de Odense persiguiese al anciano por las calles, insultándolo. La abuela se pasaba la jornada cuidando el jardín de un asilo municipal para locos y enfermos, y de allí traía a menudo ramilletes de flores que sembraba en cajoneras. A través de ella, el chaval trabó relación con ancianas pobres de cuyos labios escuchó sus primeros cuentos, llenos de prodigios y misterios. Para distraer al niño de tantas penurias, el zapatero remendón tomó el hábito de leerle en voz alta obras del dramaturgo danés Ludvig Holberg, piezas molierescas protagonizadas por campesinos o burgueses en continuos aprietos.

“Conquistar la celebridad”

Harto de arreglar zuecos y botas, el progenitor terminó sumándose voluntario a las tropas napoleónicas. Pero, en lugar de hacer fortuna, volvió del ejército muy mermado de salud, y murió en casa en 1816, dejando huérfano a Hans con sólo once años. La madre enseguida hubo de emplearse de lavandera y, abrumada por las estrecheces, se dio a la bebida y se volvió a casar. El pequeño Hans también vivió días difíciles: trabajó sucesivamente en un taller de carpintería y de aprendiz en una sastrería, y su salud y sensibilidad se resintieron. Por suerte, para entonces ya sentía el virus de la escritura y, a la par que emborronaba poemas, soñaba con la gloria literaria. A causa de esta situación de apreturas, en 1819 partió hacia Copenhague, con sólo 14 años y decidido “a conquistar la celebridad”.

Aceptado por un conocido profesor de canto, al principio quiso abrirse camino con su voz pero, al dejar atrás la pubertad y cambiar el registro, abandonó esta vía. Como Verne, como Gógol, como Larra de jóvenes, su ambición más acariciada en aquellos momentos fue la de devenir autor dramático. Las tentativas y fracasos que acumuló en los primeros años metropolitanos vienen narrados en la novela El improvisador, que acaba de publicar en España Nórdica. Al parecer, los empresarios consideraban sus piezas no aptas para la escena, y el joven aspirante se encontró apilando manuscritos que nadie quería.

En 1822 un golpe de suerte lo sacó del pozo: Jonas Collin, director del Teatro Real, se fijó en él, intuyó su talento y decidió sufragarle unos estudios de bachillerato. En los siguientes cinco años, Hans Christian pasó por la dolorosa experiencia de aguantar a profesores despóticos (en centros docentes de Slagelse y Elsinore) pero, en contrapartida, adquirirá una sólida cultura y en 1828 podrá ingresar en la Universidad, en la Facultad de Letras. En esta época, hará copiosas lecturas (desde Goethe y Schiller a Shakespeare, Walter Scott y Thomas Smollett) y escribirá numerosos poemas, nuevas piezas teatrales y vodeviles que no tendrán el menor eco. En 1829, en cambio, publica una especie de poema en prosa de corte fantástico que le reporta un éxito inmediato. Se trata de Excursión al canal de Holmens al extremo este de la isla de Amoger, pergeñada en la tradición de un E.T.A. Hoffmann.

Todavía indeciso sobre la forma en que canalizar sus inquietudes literarias, Andersen pide al rey Federico VI una beca de viaje y, tras obtenerla en 1833, impulsado por su insaciable curiosidad, se da una vuelta por el Jura suizo, después baja a Italia y llega a Roma (en donde conoce al escultor Bertd Thorvaldsen), para subir por último hasta Francia. En París visitó las oficinas de L’Europe Litteraire y en la redacción un hombre bajito de aspecto judío vino a saludarlo amigablemente. Cuando el interpelado le preguntó su nombre, se llevó una sorpresa mayúscula: “Heinrich Heine, para servirle”. A partir de entonces, el escritor se transformará en un viajero compulsivo (“Viajar es vivir”, decía) y producirá entre otros libros un Viaje a España.

En 1835, a su regreso de la gira europea, publicó su primera novela, la ya citada El improvisador, que le valió una buena acogida. Y en el mismo año dió a las prensas unos primeros Cuentos narrados para niños, a los que años después siguieron nuevas entregas. Al principio, el valor de estas historias no fue percibido en absoluto y apenas se vendieron. Mejor fortuna tuvieron dos nuevas novelas, O.T. (1836) y Tan sólo un violinista (reseñada por Sören Kierkegaard) y un volumen de viajes, En Suecia. Poseído por una especie de panescandinavismo, convencido de que suecos, noruegos y daneses compartían rasgos comunes, escribe por entonces el poema Yo soy escandinavo, al que inmediatamente pone música el compositor Otto Lindblad.

El encantador de auditorios

Gradualmente, su productividad literaria se va centrando en los cuentos de hadas, que él por cierto no compone pensando únicamente en un público infantil. Tras una nueva entrega en 1844 (Cuentos nuevos), su nombre traspasa fronteras e incluso se lo festeja más en Alemania, Francia o Inglaterra que en la propia Dinamarca. Entretanto, su afición viajera lo lleva a cruzar Europa, hasta Constantinopla y el Mar Negro, y el balance de esa expedición queda reflejado en El bazar de un poeta (1842), considerado su mejor libro en esta modalidad.

Va siendo ya el momento de explicar por qué vías Andersen encontró en el cuento el molde que mejor se adaptaba a sus capacidades y cómo rápidamente devino un maestro consumado en este campo, lo que lo llevó a ser traducido a numerosas lenguas y a convertirse en un autor universal. Aunque en principio quiso triunfar como hombre de teatro, poeta y novelista, poco a poco se empezó a sentir apreciado como narrador oral, como contador de historias y encantador de auditorios. Por otro lado, el romanticismo entonces en boga orientó su atención hacia los cuentos populares, las leyendas nórdicas y el legado folklórico en general. A diferencia de un Perrault o unos hermanos Grimm, él pocas veces reelaborará narraciones tomadas de la gente del pueblo. La mayoría de sus cuentos (llegó a escribir 168) serán originales, invenciones suyas con toques fantásticos y sobrenaturales o impregnados de realismo cotidiano, casi siempre con tintes autobiográficos, simbolizando en las dificultades de los personajes para adaptarse al mundo su propia soledad interior y sus insatisfechas necesidades afectivas. Él mismo desveló sus intenciones indirectas cuando dejó dicho: “Siempre se debe llamar a cada cosa por su nombre, pero si uno no se atreve, debe poder hacerlo en el cuento”.

La habilidad para leer sus propias narraciones en voz alta hizo de Andersen un personaje codiciado por la burguesía danesa, alemana o austríaca, y durante sus viajes por el continente se vio agasajado a menudo por nobles que lo acomodaban en sus ricas mansiones campestres. Un buen puñado de sus cuentos más famosos fueron escritos precisamente estando en ruta, momentáneamente instalado en alguna de esas suntuosas residencias en donde se le atendía a cuerpo de rey. Habrá que esperar a Rilke para encontrar a un escritor tan favorecido por la aristocracia. Los nobles de los pequeños estados alemanes lo trataron con especial cortesía, y así no ha de extrañar que, cuando en 1864 estalló la guerra entre Dinamarca y los principados germánicos, Andersen se sintiera desgajado por el conflicto y con la inspiración por los suelos. Acusado de filogermanismo, se vio en la necesidad de improvisar unos cuantos poemas patrióticos para dejar claro su amor a Dinamarca.

Una existencia estilizada

Al parecer, Andersen fue un hombre tímido y dulce, muy sensible a los elogios y a las críticas, vanidoso y a la vez humilde, curiosamente muy dado a rozarse con personajes encumbrados. La muerte de su madre (de la que se había alejado cada vez más) lo pilló en uno de sus viajes y apenas registra el hecho en su diario personal. En cambio, cuando se cumplieron veinticinco años de su llegada a Copenhague, quiso celebrar el aniversario nada menos que “al lado de la familia real, que me mostraba una amistad cuyos lazos se iban apretando cada vez más estrechamente”. Por lo demás, en sus periplos europeos siempre se dio maña en buscar el trato con los autores más señeros (en París se entrevistó con Hugo, Dumas, Vigny, Gautier y Balzac) y su ego salía muy reforzado si alguna de estas figuras alababa sus creaciones. Sin embargo en algunas ocasiones salió chasqueado del modo más hiriente. En sus memorias, (aparecidas en 1855, a sus 50 años) relata que una vez, estando en Berlín con una reputación ya bien asentada, se personó en casa de los hermanos Grimm y, al ser presentado por una sirviente a uno de ellos, Jakob, el danés le dijo: “Me permito presentarme sin carta de recomendación, atreviéndome a esperar no ser aquí un desconocido por completo”. “¿Quién es usted?”. “Andersen”. Grimm parecía ligeramente embarazado: “No creo haber oído nunca ese apellido. ¿Qué ha escrito usted?”. Así se saldó el tête à tête entre dos de los mayores maestros del cuento para niños de todos los tiempos, y el danés pudo identificarse de nuevo con una de sus más conocidas historias, El patito feo.

¿Qué vida amorosa tuvo Andersen, y de qué modo una sensibilidad tan delicada como la suya se enfrentó a las demandas sentimentales? Consta que se enamoró por lo menos dos veces. Después de un largo viaje por Jutlandia, con sólo 25 años, se prendó de Riborg Voigt, hermana de un compañero de estudios, y esta pasión generó varios poemas líricos llenos de ardor y melancolía. Cuando reencontró a la joven en Copenhague se le declaró abiertamente, pero ella lo rechazó porque tenía ya pareja. Diez años más tarde, en 1840, el escritor se sintió cautivado por una diva operística, la cantante sueca Jenny Lindt, a la que había escuchado arrobado en papeles como la Norma de Bellini. Andersen la agasajó con poemas, cartas y grandes ramos de flores, y por fin le confesó el amor que le profesaba. Pero ella le respondió que prefería mantener la relación en un plano de amistad y, en efecto, en los años siguientes mantuvieron una cálida fraternidad. En todo caso, él nunca olvidó a su primer amor y, cuando murió, hallaron atada a su cuello y embutida en una bolsita la última carta que ella le había mandado. Para conocer los repliegues de la sentimentalidad andersiana, sin duda nada hay mejor que leer su relato La sirenita, cuya estatua modelada por el escultor Edvard Eriksen recibe desde 1913 a los barcos que atracan en Copenhague. En esta historia, que en palabras de Gustavo Martin Garzo “es sin duda el cuento más hermoso escrito jamás por el hombre”, se percibe a un corazón puro, que cuando es tocado por Cupido se mantiene anhelante y firme contra todas las adversidades, incluida la de no ser correspondido.