SRA. CASTRO
Solodelibros
A través de un relato inquietante, de tintes oníricos y a la vez absolutamente racional, Marie Luise Kaschnitz nos propone un acercamiento a ese mundo lleno de claros y de sombras que es la infancia. Y es que pareciera que, cumpliendo una ley de la vida, cuando dejamos ya más camino a nuestras espaldas que el que nos queda por recorrer, se hace necesario echar la vista atrás y tratar de reconocernos en el niño que fuimos.
Sin embargo, La Casa de la Infancia no es un grato paseo por una colección de recuerdos felices al uso. Por el contrario, se presenta como un ejercicio autoimpuesto que obliga a acercarse a una etapa en la que nos reconocemos como criaturas frágiles, sin pericia aún para usar la razón como herramienta para relativizar el dolor, el miedo o el amor.
En parte basada en los sentimientos encontrados que la autora albergó hacia su propia niñez, La Casa de la Infancia nos presenta a una mujer reticente a la hora de asomarse a los recuerdos de su infancia, etapa que recuerda con cierto desagrado. Sin embargo, de manera misteriosa se cruza en su camino una extraña institución llamada La Casa de la Infancia, que parece atraerla hacía sí de forma irresistible.
En una narración de regusto borgiano, la protagonista acaba por pasar sus días y sus noches en un café cercano a La Casa de la Infancia, para poder así acudir a ella cuando lo desee, como si de alguna manera las incursiones en el pasado crearan una especie de adicción que se vuelve perentorio satisfacer. Ello a pesar de la resistencia que opone en un principio la protagonista, que contempla la infancia como una fase desagradable pero inevitable, en la que de nada sirve bucear: el juicio no está formado, el estado embrionario de la razón permite que oleadas de sentimientos incontrolables nos gobiernen y la falta de autonomía hace imposible cualquier decisión trascendente.
La narración en primera persona da cuenta de la lucha interna que vive la protagonista, quien pese a sentir una indiferencia que raya en la aversión hacia la posibilidad de investigar su propia infancia, se ve poco a poco atraída hacia la institución. En ella, por unos métodos que la narradora supone de última generación y que en realidad rozan la ciencia ficción (que aparece muy presente en toda la obra), escenas de su niñez se muestran ante ella y le son explicadas, poniendo en contexto recuerdos que han permanecido sepultados durante años.
Pero el eje de la obra no es el recorrido por esos recuerdos, la mayoría de los cuales apenas si aparecen esbozados, sino el choque brutal que la experiencia de los mismos desde el yo adulto supone. La racionalidad de la narradora, que pretende tomarse la experiencia como un experimento científico, se ve superada por los sentimientos desbordados que escapan a borbotones desde una infancia ya olvidada. La serenidad de la mujer adulta se niega a reconocerse en el tumultuoso sentir de la niña, y fruta de esa negación nace el dolor.
No obstante, la lacerante sensación de desgarro de las primeras visitas a La Casa de la Infancia va dando paso a un febril deseo de continuar adelante. La adulta aprende a reconocerse en la niña y experimenta con agrado el dolor y la dicha de una etapa en la que las sensaciones eran más puras, aún no adulteradas por las convenciones que asumimos con la madurez.
En La Casa de la Infancia, Marie Luise Kaschnitz plasma de un modo original la necesidad que siempre acompaña al ser humano de arrojar luz sobre el fantasma pálido de la infancia que pervive en él, como único método de reconocerse plenamente y, de alguna manera, asumir la paternidad de su propia infancia.
Sin embargo, La Casa de la Infancia no es un grato paseo por una colección de recuerdos felices al uso. Por el contrario, se presenta como un ejercicio autoimpuesto que obliga a acercarse a una etapa en la que nos reconocemos como criaturas frágiles, sin pericia aún para usar la razón como herramienta para relativizar el dolor, el miedo o el amor.
En parte basada en los sentimientos encontrados que la autora albergó hacia su propia niñez, La Casa de la Infancia nos presenta a una mujer reticente a la hora de asomarse a los recuerdos de su infancia, etapa que recuerda con cierto desagrado. Sin embargo, de manera misteriosa se cruza en su camino una extraña institución llamada La Casa de la Infancia, que parece atraerla hacía sí de forma irresistible.
En una narración de regusto borgiano, la protagonista acaba por pasar sus días y sus noches en un café cercano a La Casa de la Infancia, para poder así acudir a ella cuando lo desee, como si de alguna manera las incursiones en el pasado crearan una especie de adicción que se vuelve perentorio satisfacer. Ello a pesar de la resistencia que opone en un principio la protagonista, que contempla la infancia como una fase desagradable pero inevitable, en la que de nada sirve bucear: el juicio no está formado, el estado embrionario de la razón permite que oleadas de sentimientos incontrolables nos gobiernen y la falta de autonomía hace imposible cualquier decisión trascendente.
La narración en primera persona da cuenta de la lucha interna que vive la protagonista, quien pese a sentir una indiferencia que raya en la aversión hacia la posibilidad de investigar su propia infancia, se ve poco a poco atraída hacia la institución. En ella, por unos métodos que la narradora supone de última generación y que en realidad rozan la ciencia ficción (que aparece muy presente en toda la obra), escenas de su niñez se muestran ante ella y le son explicadas, poniendo en contexto recuerdos que han permanecido sepultados durante años.
Pero el eje de la obra no es el recorrido por esos recuerdos, la mayoría de los cuales apenas si aparecen esbozados, sino el choque brutal que la experiencia de los mismos desde el yo adulto supone. La racionalidad de la narradora, que pretende tomarse la experiencia como un experimento científico, se ve superada por los sentimientos desbordados que escapan a borbotones desde una infancia ya olvidada. La serenidad de la mujer adulta se niega a reconocerse en el tumultuoso sentir de la niña, y fruta de esa negación nace el dolor.
No obstante, la lacerante sensación de desgarro de las primeras visitas a La Casa de la Infancia va dando paso a un febril deseo de continuar adelante. La adulta aprende a reconocerse en la niña y experimenta con agrado el dolor y la dicha de una etapa en la que las sensaciones eran más puras, aún no adulteradas por las convenciones que asumimos con la madurez.
En La Casa de la Infancia, Marie Luise Kaschnitz plasma de un modo original la necesidad que siempre acompaña al ser humano de arrojar luz sobre el fantasma pálido de la infancia que pervive en él, como único método de reconocerse plenamente y, de alguna manera, asumir la paternidad de su propia infancia.