La detención de Roman Polanski vuelve a poner el foco sobre los años en los que él, Francis Ford Coppola, Dennis Hopper y Martin Scorsese, entre otros, se colaron en el mercado grande del cine y lo convirtieron en un descontrol. ¿O no fue para tanto?
GEOFFREY MACNAB
Página 12
Al menos en el imaginario popular, los ’70 fueron la era dorada de los excesos en Hollywood. Fue la década en la que los estudios fueron copados por una nueva generación de artistas y cineastas inconformistas, principalmente varones, cuyo brillo creativo era igualado por sus salvajes hazañas de hedonismo autoindulgente cuando estaban fuera de servicio. Treinta años después, mientras los medios zumban con las noticias sobre el arresto en Suiza del director Roman Polanski, de 76 años, y las revelaciones sobre las relaciones incestuosas entre la estrella de The Mamas and The Papas, John Phillips, y su hija Mackenzie, esa era dorada de excesos empieza a verse un poco más raída.
Por supuesto, hubo una larga cantidad de mitología en el modo en el que el Hollywood de los ’70 ha sido conmemorado. El exceso no estaba sólo en las vidas privadas de las figuras clave de Hollywood; también estaba en las historias locamente exageradas que ellos y otros contaban sobre eso. Si la cocaína y las orgías hubieran sido tan abundantes como creen algunos cronistas, entonces la década seguramente no habría entregado películas como El Padrino, Barrio Chino, Mi vida es mi vida, El francotirador, Cutter’s Way, Apocalypse Now!, Desde el jardín y las otras obras maestras que fueron producidas con tanta facilidad aparente.
De todos modos, libros como el de la productora Julia Phillips, You’ll Never Eat Lunch in this Town Again; Easy Riders, Raging Bulls de Peter Biskind y The Kid Stays in the Picture del ex director de estudio Robert Evans, proveen disfrutables recuentos escabrosos de la decadencia fogoneada a base de sexo y drogas de esa época. Fue una era anterior al sida. Los directores eran jóvenes y lo suficientemente vanidosos como para pensar que la promiscuidad tenía pocos riesgos y que las drogas no iban a agotar sus cerebros. Había una sensación de derecho de pernada, la noción de que los mejores cineastas eran el equivalente a los viejos señores feudales, que tenían el derecho a copular con las mujeres de sus vasallos en sus noches de boda. Las sesiones de fotos con estrellitas eran sólo otro ejemplo del síndrome de acoso sexual que ha prevalecido en Hollywood desde los primeros días del sistema de estudios.
En Hollywood, los hombres mayores a menudo jugaban el papel del favorecedor tanto como del explotador. Tal como lo muestra el excelente documental Roman Polanski: Wanted and Desired (2008), de Marina Zenovich, la relación del director con la adolescente Nastassja Kinski, a quien conoció a mediados de los ’70 y a quien fotografió para una revista, ayudó a ubicar a Kinski en el camino al estrellato. Hay muchos otros ejemplos de parejas de la vida real cuyas historias igualan a las de los personajes de George Cukor en Nace una estrella. La joven aspirante saca afuera a la estrella que anida en ella. Su carrera florece. El flota sin rumbo hacia la oscuridad.
Difícilmente se pueda culpar a los directores por comportarse con tan poco cuidado después de que Hollywood los dejara entrar en los ’70. Este año marca el 40º aniversario de la película que los ayudó a voltear las barreras: Busco mi destino (1969). Antes de que Peter Fonda y Dennis Hopper entraran a escena de sopetón, el viejo sistema de Hollywood a menudo había parecido herméticamente sellado al mundo exterior. Los estudios se regían por líneas estrictamente reglamentadas. Los actores estaban bajo contrato. Los directores hacían más o menos lo que les decían.
Al leer las Historias de Patt Hobby o Crazy Sunday, de F. Scott Fitzgerald, y hojear los libros Hollywood Babilonia de Kenneth Anger, uno se da cuenta de que el alcohol, el sexo y las drogas existieron en Hollywood mucho tiempo antes de los ’70. En los ’20 existió el escándalo de Fatty Arbuckle. En 1921, Roscoe Conkling Arbuckle, el desenfrenado y bebedor comediante que se había hecho inmensamente popular con la comedia muda, fue acusado de asesinar a una joven estrellita llamada Virginia Rappe, quien murió en turbias circunstancias después de una fiesta salvaje en un hotel de San Francisco. La cobertura del escándalo que hicieron los medios sensacionalistas contrasta con la idea de que el periodismo de celebridades amarillista es un fenómeno novedoso.
Busco mi destino
Este año, en Locarno, el director William Friedkin (Contacto en Francia, El exorcista) habló elocuentemente sobre el “gran cambio” que tuvo lugar en el cine norteamericano tras Busco mi destino. “La película fue hecha por muy poco dinero, por gente que era completamente desconocida, y fue un gran éxito. Era sobre la cultura de drogas norteamericana. Los estudios de Hollywood empezaron a buscar a otros jóvenes directores para que hicieran más películas de ese tipo.” El propio Friedkin, Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich y Martin Scorsese estaban entre las figuras que se colaron en el nuevo Hollywood. Las películas que hicieron estaban básicamente influidas por el trabajo de cineastas europeos. A su turno, los espectadores empezaron a estar más y más interesados en el “nuevo” Hollywood.
Los jefes de los estudios deben haber sentido incomprensión e incluso revulsión ante la nueva subcultura de Busco mi destino, pero eso no los frenó para que dieran luz verde a películas de jóvenes e iconoclastas directores a los que probablemente no hubieran recibido en sus oficinas unos pocos años antes. La historia de Jack Nicholson es el emblema de la súbita transformación en la suerte de tantos jóvenes cineastas y actores. En 1968, Nicholson había sido un actor desempleado que vivía en el sótano de Harry Dean Stanton y que trabajaba con Bob Rafaelson en un muy tonto guión para la película de los Monkees, Head. Después de que interpretó al abogado George Hanson en Busco mi destino, ya estaba en su camino a convertirse en un icono norteamericano.
Pero, cualquiera hayan sido las similitudes entre los escándalos que hubo en el Hollywood de los ’20 y los ’70, las dos eras fueron fundamentalmente diferentes. Para los ’70, el viejo sistema de los estudios había colapsado. Más aún, como lo explica William Friedkin, los cineastas estaban apasionadamente interesados e influidos por los eventos de fines de los ’60 y principios de los ’70. “Estados Unidos estaba pasando por un colapso emocional. Empezó con el asesinato de John Kennedy, después vino el de Martin Luther King, luego el de Robert Kennedy y más tarde la aparición de la guerra de Vietnam, en la cual el país tropezó muy mal y nunca terminó de recuperarse realmente”, sugiere Friedkin. “Los ’60 terminaron con los asesinatos de Sharon Tate y otra gente sin ninguna clase de motivo, a cargo del clan Manson, un grupo de personas drogadas que no tenían objetivos y estaban medio a la deriva en la cultura norteamericana.” Friedkin, Coppola, Scorsese y compañía emergieron en este período, con películas que reflejaban el trastorno en la sociedad que los rodeaba. “Reflejábamos lo que podíamos percibir, que era paranoia y miedo irracional por todos lados. Ciertamente, mis películas de los ’70 reflejan exactamente eso.”
Swinging London
Lo que sucedía a principios de los ’70 en el Hollywood de El exorcista y El Padrino había sido parcialmente anticipado en la industria cinematográfica británica a fines de los ’60. El Swinging London había producido una serie de películas muy crudas e inquietantes. Performance, de Donald Cammell y Nic Roeg, que había sido filmada en 1968, pero no se estrenó hasta dos años más tarde, tomó los ingredientes de una película de gangsters del East End y de una película de estrellas de rock de los ’60 y los mezcló para hacer un film de terror fantasmagórico. Ya fuera Blow Up de Michelangelo Antonioni (1966), Extraño accidente de Joseph Losey (1967) o los psicodramas febriles de Roman Polanski, Repulsión (1965) y Cul-de.sac (1966), los mejores films hechos en Gran Bretaña en esa era invariablemente tenían un núcleo muy oscuro.
El hecho de que hicieran películas tan intensas e inquietantes no significaba que los directores del Swinging London o del Hollywood de los ’70 fueran a vivir vidas austeras y monásticas. Por supuesto, hicieron totalmente lo contrario. El director polaco Jerzy Skolimowski, quien conoció a Polanski en la escuela de cine y coescribió su primera película El cuchillo bajo el agua (1962), recientemente testificó cuán asombroso era para los jóvenes cineastas del bloque soviético durante la era comunista experimentar la vida en Londres a fines de los ’60. Skolimowski llegó a la ciudad cuando su película Barrera (1966) se presentó en el London Film Festival. Paró en el hotel Savoy. Polanski lo llevó a recorrer la ciudad. “Roman vivía en Belgravia. Yo estaba muy impresionado con la situación”, recuerda Skolimowski. “Roman me presentó a una partecita de la escena londinense. Me explicó qué era King’s Road.” Polanski incluso lo llevó al Playboy Club, donde conoció a Victor Lowndes. “Era todo un suceso para un tipo joven. De repente estaba en la pista de baile con esas conejitas. Como tipo joven, tuve una vida salvaje, igual que Roman. Eramos muy parecidos en nuestras aventuras.”
Era la austeridad de sus antecedentes combinada con sus naturalezas rebeldes y la evidente abundancia de tentación en oferta que guió a tantos otros directores, también, a comportarse tan salvajemente. Había algo épico e incluso heroico en su abuso autoinfligido. También había una sensación de batalla edípica. A menudo ellos tenían desconfianza y desprecio por quienes les pagaban, que pertenecían a una era diferente de Hollywood, y veían como una cuestión de honor nunca conformarse u obedecer.
Basura y mugre
Mucho de lo que se ha escrito sobre los ’70 ha sido intencionadamente exagerado. Friedkin se ha quejado de que el libro Easy Riders, Raging Bulls estaba basado en “basura y mugre” y en “los enojos de ex novias y ex esposas”. A menudo uno se da cuenta de que los biógrafos e incluso los mismos protagonistas son parte de un proceso de creación del mito. Todas esas historias sobre las fechorías de Sam Peckinpah o la ingesta de drogas y el comportamiento errático de Hal Ashby parecen agrandados. Cuando Julia Phillips va tan lejos como para contar lo que había en su cuerpo la noche en la que ganó el Oscar por El golpe, uno no puede evitar preguntarse cómo puede recordar todos los detalles farmacéuticos si estaba tan “volada”.
La escritora británica Lucretia Stewart describió hace poco cómo, cuando era una escolar a fines de los ’60, estaba de moda “no sólo admirar a la Lolita de Nabokov como trabajo de arte sino también abrazarlo de todo corazón, tomarlo como ejemplar”. Stewart escribió sobre adolescentes de escuelas británicas que jugaban a la ninfa con depredadores de más edad sin siquiera darse cuenta de lo que estaban haciendo. Ese es el tema del excelente y melancólico nuevo film de Lone Scherfig, An Education, basado en las memorias de infancia tremendamente disfrutables de Lynn Barber.
Hay un largo trecho del Hollywood de los ’70 –de Polanski, Robert Evans, Jack Nicholson y compañía– a los suburbios londinenses de principios de los ’60 que se muestran en la película de Scherfig. Lo que captura el film, de todos modos, es la excitación, la pasión y finalmente la extrema sordidez de los precoces affaires de las estudiantes con los tipos más grandes y ostensiblemente más experimentados. La ironía es que el tipo mayor, interpretado por Peter Sarsgaard, es realmente el naïve. Es probable que los espectadores se pregunten cómo corno él pensó que iba a salirse con la suya cuando lo vieron levantándose a la adolescente en la parada del autobús. Es la misma pregunta que puede hacerse sobre las figuras casi de sátiro del Hollywood de los ’70, quienes a menudo parecían pensar que tenían sus propias licencias para transgredir.
Malversación
Irónicamente, el mejor libro sobre el Hollywood de los ’70 no tiene nada que ver con el sexo y las drogas. Indecent Exposure: a True Story of Hollywood and Wall Street, de David McClintick, no es sobre Jack Nicholson o Roman Polanski. En cambio, narra la historia nefasta y totalmente irresistible del jefe del estudio Columbia, David Begelman. Ex agente que había representado a Judy Garland, Begelman era un jugador empedernido. Era popular y exitoso. Con él al timón, Columbia disfrutó grandes éxitos con películas como Shampoo y Encuentros cercanos del tercer tipo. Begelman lo tuvo todo: status, dinero, poder. Incluso caía bien. El único problema era que fue un sinvergüenza de primer orden. Su larga y lenta caída, que terminó con su suicidio en un hotel de Los Angeles en 1995, empezó cuando fue capturado falsificando cheques por cantidades relativamente insignificantes y malversar dinero del actor Cliff Robertson. Cuando Robertson se quejó, fue al actor a quien se criticó. Hollywood cerró filas alrededor de Begelman y Robertson fue a parar a una lista negra.
Lo fascinante de la historia de Begelman, narrada expertamente por el periodista de investigación McClintick, del Wall Street Journal, es el modo en que muestra los chanchullos y la corrupción como endémicos de Hollywood. La malversación y falsificación en baja escala eran vistas como delitos muy menores. La comunidad de Hollywood reacciona con desdén a lo que claramente ve como nimios ajustes de cuenta hechos por aburridos reporteros y actores descontentos. Si un jefe de estudios quiere robar, ¿por qué no debería poder hacerlo? Si a un cineasta le encanta a una aspirante a estrella, eso también viene con el territorio.
“La malversación ocasional, el fraude y el engaño –con lo serios que son– constituyen síntomas de una corrupción más sutil y omnipresente, una corrupción que es más difícil de combatir que el robo directo”, concluye McClintick. “Es la corrupción del poder y la arrogancia... La corrupción inevitablemente domina una enorme y glamorosa institución cuando esa institución está firmemente controlada por un puñado de personas, y miles de miles de otras personas están clamando por entrar.” McClintick escribe sobre el Hollywood de los ’70, pero su lenguaje es extrañamente familiar al encontrado en Barrio Chino (1974) de Polanski, una película con incesto y corrupción en su núcleo.
“Lo arruinamos”
En el Hollywood de los ’70, los bandos en pugna eran más complicados que lo que parecían a simple vista. La generación de Busco mi destino, disgustada por el escándalo de Watergate y la guerra de Vietnam, no estaba interesada en los chanchullos y la malversación. Al parecer, eso era territorio de una generación más vieja. Puede que Begelman haya florecido en el “nuevo Hollywood”, pero sus raíces se remontaban a los primeros tiempos del negocio del espectáculo. El modo de vida salvaje de los cineastas más jóvenes que cobraron prominencia en los ’70 era, seguramente, al menos en parte motivado por su deseo de mostrar su desdén hacia los conservadores ejecutivos y oficiales corporativos de los estudios.
Era inevitable que el “nuevo Hollywood” durara poco. El libro de Peter Biskind tiene un capítulo final titulado “Lo arruinamos”, en referencia a una famosa frase de Busco mi destino. La combinación de derroche de gastos y derroche de vida ayudó a sabotear las carreras hollywoodenses de Coppola, Michael Cimino, Polanski y demás. Sus petulancias eran manifiestas, ya fuera porque creían que podían hacer lo que quisieran en pantalla, a cualquier costo, o comportarse como querían fuera de la pantalla, al costo que fuera en cuanto a vidas rotas.
El público también fue cómplice. Roman Polanski: Wanted and Desired muestra muy claramente que los excesivos abusos de los cineastas de ésas eran más que acompañados por el comportamiento igualmente sórdido de los medios y el sistema judicial. Esto, en su momento, fue fogoneado por el apetito del público por leer sobre los trapos sucios. Los estándares dobles son impresionantes. Como ha vuelto a ponerse en evidencia hace algunas semanas, al público le encanta escuchar sobre esto. Todavía se compra la idea de que el Hollywood de los ’70 fue lo más cercano que tuvo el siglo XX a la Roma de Nerón o Calígula. La desaprobación está matizada de curiosidad lasciva. Los comentaristas de derecha se deleitan desenterrando viejas fechorías con todos sus detalles truculentos, así pueden indignarse sobre eso otra vez. Y no se dejará que en el camino se interpongan el hecho de que un juez corrupto quebrantó su palabra o que muchos de los reportes de entonces (y desde entonces) fueran salvajemente inexactos. La idea del Hollywood de los ’70 fue establecida hace muchos años y no será ahora que se la cambie.
Por supuesto, hubo una larga cantidad de mitología en el modo en el que el Hollywood de los ’70 ha sido conmemorado. El exceso no estaba sólo en las vidas privadas de las figuras clave de Hollywood; también estaba en las historias locamente exageradas que ellos y otros contaban sobre eso. Si la cocaína y las orgías hubieran sido tan abundantes como creen algunos cronistas, entonces la década seguramente no habría entregado películas como El Padrino, Barrio Chino, Mi vida es mi vida, El francotirador, Cutter’s Way, Apocalypse Now!, Desde el jardín y las otras obras maestras que fueron producidas con tanta facilidad aparente.
De todos modos, libros como el de la productora Julia Phillips, You’ll Never Eat Lunch in this Town Again; Easy Riders, Raging Bulls de Peter Biskind y The Kid Stays in the Picture del ex director de estudio Robert Evans, proveen disfrutables recuentos escabrosos de la decadencia fogoneada a base de sexo y drogas de esa época. Fue una era anterior al sida. Los directores eran jóvenes y lo suficientemente vanidosos como para pensar que la promiscuidad tenía pocos riesgos y que las drogas no iban a agotar sus cerebros. Había una sensación de derecho de pernada, la noción de que los mejores cineastas eran el equivalente a los viejos señores feudales, que tenían el derecho a copular con las mujeres de sus vasallos en sus noches de boda. Las sesiones de fotos con estrellitas eran sólo otro ejemplo del síndrome de acoso sexual que ha prevalecido en Hollywood desde los primeros días del sistema de estudios.
En Hollywood, los hombres mayores a menudo jugaban el papel del favorecedor tanto como del explotador. Tal como lo muestra el excelente documental Roman Polanski: Wanted and Desired (2008), de Marina Zenovich, la relación del director con la adolescente Nastassja Kinski, a quien conoció a mediados de los ’70 y a quien fotografió para una revista, ayudó a ubicar a Kinski en el camino al estrellato. Hay muchos otros ejemplos de parejas de la vida real cuyas historias igualan a las de los personajes de George Cukor en Nace una estrella. La joven aspirante saca afuera a la estrella que anida en ella. Su carrera florece. El flota sin rumbo hacia la oscuridad.
Difícilmente se pueda culpar a los directores por comportarse con tan poco cuidado después de que Hollywood los dejara entrar en los ’70. Este año marca el 40º aniversario de la película que los ayudó a voltear las barreras: Busco mi destino (1969). Antes de que Peter Fonda y Dennis Hopper entraran a escena de sopetón, el viejo sistema de Hollywood a menudo había parecido herméticamente sellado al mundo exterior. Los estudios se regían por líneas estrictamente reglamentadas. Los actores estaban bajo contrato. Los directores hacían más o menos lo que les decían.
Al leer las Historias de Patt Hobby o Crazy Sunday, de F. Scott Fitzgerald, y hojear los libros Hollywood Babilonia de Kenneth Anger, uno se da cuenta de que el alcohol, el sexo y las drogas existieron en Hollywood mucho tiempo antes de los ’70. En los ’20 existió el escándalo de Fatty Arbuckle. En 1921, Roscoe Conkling Arbuckle, el desenfrenado y bebedor comediante que se había hecho inmensamente popular con la comedia muda, fue acusado de asesinar a una joven estrellita llamada Virginia Rappe, quien murió en turbias circunstancias después de una fiesta salvaje en un hotel de San Francisco. La cobertura del escándalo que hicieron los medios sensacionalistas contrasta con la idea de que el periodismo de celebridades amarillista es un fenómeno novedoso.
Busco mi destino
Este año, en Locarno, el director William Friedkin (Contacto en Francia, El exorcista) habló elocuentemente sobre el “gran cambio” que tuvo lugar en el cine norteamericano tras Busco mi destino. “La película fue hecha por muy poco dinero, por gente que era completamente desconocida, y fue un gran éxito. Era sobre la cultura de drogas norteamericana. Los estudios de Hollywood empezaron a buscar a otros jóvenes directores para que hicieran más películas de ese tipo.” El propio Friedkin, Francis Ford Coppola, Peter Bogdanovich y Martin Scorsese estaban entre las figuras que se colaron en el nuevo Hollywood. Las películas que hicieron estaban básicamente influidas por el trabajo de cineastas europeos. A su turno, los espectadores empezaron a estar más y más interesados en el “nuevo” Hollywood.
Los jefes de los estudios deben haber sentido incomprensión e incluso revulsión ante la nueva subcultura de Busco mi destino, pero eso no los frenó para que dieran luz verde a películas de jóvenes e iconoclastas directores a los que probablemente no hubieran recibido en sus oficinas unos pocos años antes. La historia de Jack Nicholson es el emblema de la súbita transformación en la suerte de tantos jóvenes cineastas y actores. En 1968, Nicholson había sido un actor desempleado que vivía en el sótano de Harry Dean Stanton y que trabajaba con Bob Rafaelson en un muy tonto guión para la película de los Monkees, Head. Después de que interpretó al abogado George Hanson en Busco mi destino, ya estaba en su camino a convertirse en un icono norteamericano.
Pero, cualquiera hayan sido las similitudes entre los escándalos que hubo en el Hollywood de los ’20 y los ’70, las dos eras fueron fundamentalmente diferentes. Para los ’70, el viejo sistema de los estudios había colapsado. Más aún, como lo explica William Friedkin, los cineastas estaban apasionadamente interesados e influidos por los eventos de fines de los ’60 y principios de los ’70. “Estados Unidos estaba pasando por un colapso emocional. Empezó con el asesinato de John Kennedy, después vino el de Martin Luther King, luego el de Robert Kennedy y más tarde la aparición de la guerra de Vietnam, en la cual el país tropezó muy mal y nunca terminó de recuperarse realmente”, sugiere Friedkin. “Los ’60 terminaron con los asesinatos de Sharon Tate y otra gente sin ninguna clase de motivo, a cargo del clan Manson, un grupo de personas drogadas que no tenían objetivos y estaban medio a la deriva en la cultura norteamericana.” Friedkin, Coppola, Scorsese y compañía emergieron en este período, con películas que reflejaban el trastorno en la sociedad que los rodeaba. “Reflejábamos lo que podíamos percibir, que era paranoia y miedo irracional por todos lados. Ciertamente, mis películas de los ’70 reflejan exactamente eso.”
Swinging London
Lo que sucedía a principios de los ’70 en el Hollywood de El exorcista y El Padrino había sido parcialmente anticipado en la industria cinematográfica británica a fines de los ’60. El Swinging London había producido una serie de películas muy crudas e inquietantes. Performance, de Donald Cammell y Nic Roeg, que había sido filmada en 1968, pero no se estrenó hasta dos años más tarde, tomó los ingredientes de una película de gangsters del East End y de una película de estrellas de rock de los ’60 y los mezcló para hacer un film de terror fantasmagórico. Ya fuera Blow Up de Michelangelo Antonioni (1966), Extraño accidente de Joseph Losey (1967) o los psicodramas febriles de Roman Polanski, Repulsión (1965) y Cul-de.sac (1966), los mejores films hechos en Gran Bretaña en esa era invariablemente tenían un núcleo muy oscuro.
El hecho de que hicieran películas tan intensas e inquietantes no significaba que los directores del Swinging London o del Hollywood de los ’70 fueran a vivir vidas austeras y monásticas. Por supuesto, hicieron totalmente lo contrario. El director polaco Jerzy Skolimowski, quien conoció a Polanski en la escuela de cine y coescribió su primera película El cuchillo bajo el agua (1962), recientemente testificó cuán asombroso era para los jóvenes cineastas del bloque soviético durante la era comunista experimentar la vida en Londres a fines de los ’60. Skolimowski llegó a la ciudad cuando su película Barrera (1966) se presentó en el London Film Festival. Paró en el hotel Savoy. Polanski lo llevó a recorrer la ciudad. “Roman vivía en Belgravia. Yo estaba muy impresionado con la situación”, recuerda Skolimowski. “Roman me presentó a una partecita de la escena londinense. Me explicó qué era King’s Road.” Polanski incluso lo llevó al Playboy Club, donde conoció a Victor Lowndes. “Era todo un suceso para un tipo joven. De repente estaba en la pista de baile con esas conejitas. Como tipo joven, tuve una vida salvaje, igual que Roman. Eramos muy parecidos en nuestras aventuras.”
Era la austeridad de sus antecedentes combinada con sus naturalezas rebeldes y la evidente abundancia de tentación en oferta que guió a tantos otros directores, también, a comportarse tan salvajemente. Había algo épico e incluso heroico en su abuso autoinfligido. También había una sensación de batalla edípica. A menudo ellos tenían desconfianza y desprecio por quienes les pagaban, que pertenecían a una era diferente de Hollywood, y veían como una cuestión de honor nunca conformarse u obedecer.
Basura y mugre
Mucho de lo que se ha escrito sobre los ’70 ha sido intencionadamente exagerado. Friedkin se ha quejado de que el libro Easy Riders, Raging Bulls estaba basado en “basura y mugre” y en “los enojos de ex novias y ex esposas”. A menudo uno se da cuenta de que los biógrafos e incluso los mismos protagonistas son parte de un proceso de creación del mito. Todas esas historias sobre las fechorías de Sam Peckinpah o la ingesta de drogas y el comportamiento errático de Hal Ashby parecen agrandados. Cuando Julia Phillips va tan lejos como para contar lo que había en su cuerpo la noche en la que ganó el Oscar por El golpe, uno no puede evitar preguntarse cómo puede recordar todos los detalles farmacéuticos si estaba tan “volada”.
La escritora británica Lucretia Stewart describió hace poco cómo, cuando era una escolar a fines de los ’60, estaba de moda “no sólo admirar a la Lolita de Nabokov como trabajo de arte sino también abrazarlo de todo corazón, tomarlo como ejemplar”. Stewart escribió sobre adolescentes de escuelas británicas que jugaban a la ninfa con depredadores de más edad sin siquiera darse cuenta de lo que estaban haciendo. Ese es el tema del excelente y melancólico nuevo film de Lone Scherfig, An Education, basado en las memorias de infancia tremendamente disfrutables de Lynn Barber.
Hay un largo trecho del Hollywood de los ’70 –de Polanski, Robert Evans, Jack Nicholson y compañía– a los suburbios londinenses de principios de los ’60 que se muestran en la película de Scherfig. Lo que captura el film, de todos modos, es la excitación, la pasión y finalmente la extrema sordidez de los precoces affaires de las estudiantes con los tipos más grandes y ostensiblemente más experimentados. La ironía es que el tipo mayor, interpretado por Peter Sarsgaard, es realmente el naïve. Es probable que los espectadores se pregunten cómo corno él pensó que iba a salirse con la suya cuando lo vieron levantándose a la adolescente en la parada del autobús. Es la misma pregunta que puede hacerse sobre las figuras casi de sátiro del Hollywood de los ’70, quienes a menudo parecían pensar que tenían sus propias licencias para transgredir.
Malversación
Irónicamente, el mejor libro sobre el Hollywood de los ’70 no tiene nada que ver con el sexo y las drogas. Indecent Exposure: a True Story of Hollywood and Wall Street, de David McClintick, no es sobre Jack Nicholson o Roman Polanski. En cambio, narra la historia nefasta y totalmente irresistible del jefe del estudio Columbia, David Begelman. Ex agente que había representado a Judy Garland, Begelman era un jugador empedernido. Era popular y exitoso. Con él al timón, Columbia disfrutó grandes éxitos con películas como Shampoo y Encuentros cercanos del tercer tipo. Begelman lo tuvo todo: status, dinero, poder. Incluso caía bien. El único problema era que fue un sinvergüenza de primer orden. Su larga y lenta caída, que terminó con su suicidio en un hotel de Los Angeles en 1995, empezó cuando fue capturado falsificando cheques por cantidades relativamente insignificantes y malversar dinero del actor Cliff Robertson. Cuando Robertson se quejó, fue al actor a quien se criticó. Hollywood cerró filas alrededor de Begelman y Robertson fue a parar a una lista negra.
Lo fascinante de la historia de Begelman, narrada expertamente por el periodista de investigación McClintick, del Wall Street Journal, es el modo en que muestra los chanchullos y la corrupción como endémicos de Hollywood. La malversación y falsificación en baja escala eran vistas como delitos muy menores. La comunidad de Hollywood reacciona con desdén a lo que claramente ve como nimios ajustes de cuenta hechos por aburridos reporteros y actores descontentos. Si un jefe de estudios quiere robar, ¿por qué no debería poder hacerlo? Si a un cineasta le encanta a una aspirante a estrella, eso también viene con el territorio.
“La malversación ocasional, el fraude y el engaño –con lo serios que son– constituyen síntomas de una corrupción más sutil y omnipresente, una corrupción que es más difícil de combatir que el robo directo”, concluye McClintick. “Es la corrupción del poder y la arrogancia... La corrupción inevitablemente domina una enorme y glamorosa institución cuando esa institución está firmemente controlada por un puñado de personas, y miles de miles de otras personas están clamando por entrar.” McClintick escribe sobre el Hollywood de los ’70, pero su lenguaje es extrañamente familiar al encontrado en Barrio Chino (1974) de Polanski, una película con incesto y corrupción en su núcleo.
“Lo arruinamos”
En el Hollywood de los ’70, los bandos en pugna eran más complicados que lo que parecían a simple vista. La generación de Busco mi destino, disgustada por el escándalo de Watergate y la guerra de Vietnam, no estaba interesada en los chanchullos y la malversación. Al parecer, eso era territorio de una generación más vieja. Puede que Begelman haya florecido en el “nuevo Hollywood”, pero sus raíces se remontaban a los primeros tiempos del negocio del espectáculo. El modo de vida salvaje de los cineastas más jóvenes que cobraron prominencia en los ’70 era, seguramente, al menos en parte motivado por su deseo de mostrar su desdén hacia los conservadores ejecutivos y oficiales corporativos de los estudios.
Era inevitable que el “nuevo Hollywood” durara poco. El libro de Peter Biskind tiene un capítulo final titulado “Lo arruinamos”, en referencia a una famosa frase de Busco mi destino. La combinación de derroche de gastos y derroche de vida ayudó a sabotear las carreras hollywoodenses de Coppola, Michael Cimino, Polanski y demás. Sus petulancias eran manifiestas, ya fuera porque creían que podían hacer lo que quisieran en pantalla, a cualquier costo, o comportarse como querían fuera de la pantalla, al costo que fuera en cuanto a vidas rotas.
El público también fue cómplice. Roman Polanski: Wanted and Desired muestra muy claramente que los excesivos abusos de los cineastas de ésas eran más que acompañados por el comportamiento igualmente sórdido de los medios y el sistema judicial. Esto, en su momento, fue fogoneado por el apetito del público por leer sobre los trapos sucios. Los estándares dobles son impresionantes. Como ha vuelto a ponerse en evidencia hace algunas semanas, al público le encanta escuchar sobre esto. Todavía se compra la idea de que el Hollywood de los ’70 fue lo más cercano que tuvo el siglo XX a la Roma de Nerón o Calígula. La desaprobación está matizada de curiosidad lasciva. Los comentaristas de derecha se deleitan desenterrando viejas fechorías con todos sus detalles truculentos, así pueden indignarse sobre eso otra vez. Y no se dejará que en el camino se interpongan el hecho de que un juez corrupto quebrantó su palabra o que muchos de los reportes de entonces (y desde entonces) fueran salvajemente inexactos. La idea del Hollywood de los ’70 fue establecida hace muchos años y no será ahora que se la cambie.