CARLOS PARÍS
Público
¿Regular el ejercicio de la prostitución? ¿O erradicarla? Si queremos orientar el debate por un camino humana y éticamente correcto –más allá de los importantes intereses que en este terreno se mueven y de las fáciles soluciones conformistas, que no contrarían a tales intereses–, habría que partir de dos principios básicos. En primer lugar, los seres humanos no pueden ser considerados y tratados como mercancías. En segundo lugar, la utilización del propio cuerpo, para la prestación de servicios sexuales, económicamente retribuidos, no es un trabajo. A estos dos principios negadores podríamos añadir un tercero de carácter afirmativo: las relaciones sexuales entre seres humanos, en una sociedad emancipada, deben ser libres, mutuamente consentidas y desarrolladas en condiciones de igualdad.
El primer axioma difícilmente será negado. Su no aceptación representaría rebajar absolutamente la dignidad propia de la condición humana y entrar en contradicción con todas las declaraciones de los derechos humanos. Sin embargo, sólo ha sido reconocido tras la larga lucha que abolió la esclavitud. Una institución que fue defendida como “natural”desde Aristóteles y vindicada como fuerza de trabajo necesaria para mantener la economía. Y aún subsiste en ocultas formas de esclavitud laboral. Y también en la práctica de la prostitución. Muy llamativa y masivamente en el tráfico de mujeres. Conducidas desde países del Este de Europa, después de que estos accedieron a los beneficios del capitalismo, desde África, desde Iberoamérica, engañosamente, bajo pretendidas ofertas de trabajo, para ser obligadas a ejercer como prostitutas en condiciones de singular coacción y violencia. Una situación criminal que es responsable del 90% de la prostitución en España. El reconocimiento de la perversión que semejante comercio supone ha llevado, hoy día, a la persecución legal y policial de semejante actividad. Aunque la eficacia con que es combatida resulta muy débil.
Pero la falta de libertad no se reduce a estas situaciones extremas de coacción, engaño y violencia. Una fuente de la prostitución es la miseria. Gran número de mujeres, partiendo de la pobreza extrema, se han dedicado a tal actividad, como posibilidad de subsistir y, en el caso de las madres, de atender a sus hijos. Otra situación, más minoritaria, es la de transexuales que no encuentran otra forma de sobrevivir. En estos casos podríamos hablar de prostitución voluntaria, pero no libre, en cuanto no se da una coacción física pero sí unas condiciones económicas que obligan a elegir un ingrato destino que, sin ellas, no se hubiera deseado. Y queda, finalmente, el reducido ámbito de la prostitución de lujo. Mujeres que, sin padecer pobreza, se entregan a esta práctica, a fin de disfrutar de bienes a que no accederían por otra vía. Sin embargo, bajo la pretensión de libertad, no deja de actuar la sutil e invasora propaganda que ilusiona con el escaparate de tentadoras formas de vida y de fácil éxito.
Ciertamente, no deja de haber prostitutas que se declaran libres, aunque, a veces, bajo la declaración, se descubre la presión de los beneficiarios del negocio. Surge, entonces, la propuesta de mantener su situación, pero mejorarla, convirtiéndolas en “trabajadoras del sexo”. Propuesta capciosa y conformista, que favorece a los empresarios del sexo. Sin embargo, en ella el cuerpo de la mujer sigue siendo una mercancía y no se puede considerar a la prostitución como un trabajo, tal como declararon las Naciones Unidas, en el año 2003.
Pero, más importante que los argumentos de autoridad, me parece el análisis comparativo del trabajo con la práctica de la prostitucion, en que se revela una diferencia esencial entre ambas realidades. En una actividad laboral se vende “la fuerza de trabajo”, como decía Marx. Pero no el cuerpo y la realidad personal. Aquello que se vende es algo exterior, una actividad que es retribuida. Y que puede ser tanto una actividad física, en el trabajador manual, como intelectual en las profesiones llamadas liberales. En la prostitución aquello que está en venta –o alquiler– es el propio cuerpo, que se entrega al prostituidor. Y el cuerpo no es separable de la personalidad, del ego y la individualidad.
Un elemento clave en el debate sobre la prostitución es el reconocimiento de la degradación deshumanizadora que implica la relación sexual mercantilizada. Y que hace inaceptable su práctica en una sociedad de personas libres. El cuerpo de la prostituida, en cuanto objeto de pago, se convierte objetivamente –quiérase reconocerlo o no– en una mercancía. Y el prostituidor se despoja de su personalidad para convertirse en puro dinero. En caricatura, podríamos sustituir su cabeza por una bolsa de monedas.
La relación es de asimetría, frente a la igualdad que debe regir las relaciones sexuales entre humanos. Y de claro dominio. El prostituidor tiene el poder económico y satisface su voluntad. La prostituida sólo posee su cuerpo desnudo y ofrendado al poderoso. Muchas veces, hasta quedar exhausta de múltiples entregas. Nos encontramos en la culminación del patriarcado. Pero, del mismo modo que la alienación en los Manuscritos de Marx no sólo afectaba al proletario, sino también al capitalista, aquí la degradación se extiende de la víctima al varón prostituidor, dominado por incontenibles impulsos y reducido a un saco de monedas.
¿No se ha abolido la esclavitud? Liberar a nuestra sociedad de estos viejos atavismos para crear un mundo de seres libres, es lo que defendemos, junto a los grupos feministas, el colectivo de hombres abolicionistas.
Carlos París es presidente del Ateneo de Madrid. Filósofo y escritor