Fantasmas de los Balcanes. "El accidente", Ismaíl Kadaré


MERCEDES MONMANY
ABC




«No existe en el mundo nada que no pueda ser contado», se dice en El accidente, la última novela del escritor albanés Ismaíl Kadaré (Gjirokaster, 1936), reciente Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Posiblemente sea esta su obra más intimista y circular, más claustrofóbica y teatral, en la que la mayoría de la acción, que tiene como trasfondo la posguerra en los Balcanes y la llegada de la democracia a Albania, transcurre entre cuatro paredes cambiantes, dependiendo de los hoteles y las ciudades de Europa donde se encuentren los dos amantes que protagonizan estas páginas. El suyo será un amor obsesivo que se irá envenenando con sospechas, celos, sueños y presagios.

En sus primeras páginas, El accidente, que adopta luego el tono de una pesquisa metafísica en torno al amor y la muerte, arranca al modo de una investigación policiaca clásica; eso sí, con poco rutinarias perplejidades. Unas perplejidades para los encargados de la investigación que desembocan en un complejo y cada vez más tortuoso expediente, de esos que simbólicamente, lo mismo que sus habituales referencias a las tragedias clásicas, están muy presentes en Kadaré, y que, de forma kafkiana, poblaban los miles de despachos desperdigados por cualquier dictadura y régimen policial comunista antes de la caída del Muro.

Un beso forzado. El accidente tuvo lugar en la carretera hacia el aeropuerto de Viena. Era un día brumoso y un taxi, de forma inexplicable, se sale de la calzada. Los dos pasajeros, un hombre maduro que trabaja en el Consejo de Europa para cuestiones relacionadas con los Balcanes occidentales, y la chica que le acompaña, ambos albaneses, salen disparados del vehículo y mueren al instante. Sólo sobrevive el conductor, que declara no recordar apenas nada. Nada excepto que una fuerte luz le deslumbró. Y que a través del retrovisor vio a la pareja dándose un beso «forzado» que le perturbó profundamente.

Los datos con los que se cuentan son pocos, y tras el aburrimiento por parte de los servicios de inteligencia serbios y albaneses, que acaban tirando la toalla, un nuevo investigador anónimo y sumamente minucioso retoma las pesquisas. Para la reconstrucción de la vida de los dos amantes muertos, el enigmático Besfort Y. y la becaria Rovena, cuya relación duraba cerca de una década, utilizará todos los medios a su alcance, por disparatados que en ocasiones parezcan: testimonios de antiguas amantes despechadas, testigos y conocidos, el diario de la joven, donde esta apuntaba sueños y presagios...

Uno de los encuentros finales de la pareja será precisamente en La Haya, sede del famoso Tribunal Internacional que juzga los crímenes de la antigua Yugoslavia. ¿Qué es lo que esconde Besfort y por qué le tiene pánico a su citación para testificar ante el Tribunal? En un momento dado, tal y como advierte Rovena, de su cartera caen las fotografías de unos niños muertos. Se trata de niños serbios despedazados a causa de los bombardeos de la OTAN. Unas fotografías que evidentemente le han sido enviadas para señalarlo como instigador o directamente como asesino de niños.

Partícipe del secreto. Lo importante es que ahora su amante, Rovena, se ha hecho partícipe del secreto y no podrá desechar la idea de que sea un asesino: de ella, en el caso de que lo tenga planeado, o de civiles inocentes. Aunque, como le responderá Besfort, se trataría más bien de un macabro «concurso»: fotos de niños serbios despedazados contra fotos de niños albaneses degollados a cuchillo. ¿Existe una jerarquía dentro de la muerte? A lo que él mismo se contestará que sí: dentro de la tremenda tragedia irreparable que significa la muerte de un niño, le dice a su amante, no es lo mismo que un pequeño muera en un accidente de tráfico, por las bombas o acuchillado. Porque en el bebé acuchillado ha intervenido directamente la mano de un hombre, al contrario que en el caso de una «bomba ciega».

Parece como si todo formara parte de un mismo infierno creado por un ser humano, Besfort, que no puede soportar por más tiempo la prolongación de su amor por Rovena. Él mismo, respondiendo a la tragedia clásica se contestará: «No había muerto Eurídice sino el amor».