La Gran Recesión: segunda oleada


Nuevos textos ponen de relieve la necesidad de no tratar la crisis como un paréntesis entre dos etapas brillantes de enriquecimiento. Lo que vendrá después seguramente se parecerá poco a lo que había antes. Varios autores alertan de que la persecución indefinida del crecimiento económico es incompatible con un planeta finito

JOAQUÍN ESTEFANÍA
El País




A punto de cumplirse los dos años y medio desde el inicio de la crisis económica aparece poco a poco la segunda oleada de libros relacionada con la misma. Casi dos docenas de nuevos textos, algunos muy notables, con tres características iniciales: primero, la falta de consenso sobre el diagnóstico de la misma se va quebrando y emerge un relato potente sobre lo ocurrido; hay bastante coincidencia en que sólo conociendo el sistema económico dominante -el capitalismo-, desagregando sus componentes y relaciones, desentrañando su lógica, se puede interpretar la forma en que se comporta la economía. Segundo, la mayoría de los libros publicados son más críticos que los anteriores, son libros cabreados que se centran en los abusos perpetrados sobre todo en el sector financiero, y exigen reformas, en ocasiones bastante radicales. Y tercero, con discreción, muy minoritariamente todavía, como si les diese vergüenza saludar al tendido, empiezan a publicarse textos justificativos del neoliberalismo anterior (presentados como defensa del capitalismo), que opinan que las dosis de keynesianismo que se han aplicado para sacar al planeta de la anemia inversora y de la desconfianza tendrán consecuencias peores que las recetas propias de la revolución conservadora; entre un exceso y otro, es mejor el primero (que no reconocen como tal).

Algunos de los manuscritos editados no pertenecen estrictamente al ámbito de la Gran Recesión, pero ayudan a entenderla mejor. Son anteriores o muy anteriores a la misma y sirven para desvelar las tendencias a largo plazo de la economía mundial, sin concesiones a la coyuntura. Permiten ir hacia atrás para comprender el presente y acercarse al futuro. Entre ellos se pueden destacar el trabajo de Kindleberger sobre la década de los años treinta del siglo pasado, o los dos tomos del economista español Ángel Martínez González-Tablas -la obra de una vida- sobre la economía política mundial, que autoriza a utilizar el concepto de "fuerzas estructurantes" como ideas-fuerza profundas que dan espacio a un modelo de desarrollo emergente que tanto se cita y tan poco se profundiza. O el libro de Brenner sobre la turbulencia global, publicado previamente en la New Left Review, y que excepto en el epílogo no trata de los acontecimientos actuales, pero que tolera su interpretación.

Entre las críticas que sobresalen de una lectura transversal de los textos en cuestión hay algunas muy recurrentes: la ceguera de los economistas a la hora de prever lo que va a suceder, en el mejor caso por ignorancia y en el peor por estar presos de una ideología desreguladora que les impedía acceder a la realidad. Robert Skidelsky califica a estos últimos de "mayordomos intelectuales" de los poderosos, y Frédéric Lordon, de "intelectuales orgánicos de las finanzas" por haber defendido "la plaga de la innovación financiera" sin haber considerado nunca sus límites. Alguno de los libros publicados continúa en el interior de ese economicismo, sin apoyarse en las lecciones que pueden dar otras ciencias sociales como la sociología, la historia, la filosofía, incluso la política o pasiones como la codicia o la avaricia. Lo que Keynes denominaba animal spirits, que son revindicados ahora por Akerloff y Shiller.

Según estos últimos analistas, para comprender esta Gran Recesión hay que ir más allá de los responsables directos o de los chivos expiatorios (los banqueros, los reguladores, las agencias de calificación de riesgos, los fondos de alto riesgo, etcétera) y preguntarnos por qué encontraron los alicientes para abusar, o errar, sin que fueran denunciados: porque partían de unas ideas que lograron acomodarse prácticamente sin discusión. Lo que se ha denominado el pensamiento único: la autorregulación, que era en realidad una ausencia absoluta de regulación; el Estado es el problema y el mercado la solución; presupuestos equilibrados en sociedades con muchas necesidades; primero es crecer y sólo después distribuir; la inflación como prioridad económica absoluta... Ideas que llegan a la opinión pública mezcladas con los intereses creados de quienes las defienden (muchas veces, opacos), la política, las circunstancias de cada época y lugar. En resumen, la ideología dominante.

Esta segunda oleada de libros sobre la Gran Recesión todavía tiene como protagonista principal al sistema financiero. No únicamente, pero sobre todo. Será la próxima generación de libros la que ahonde en las huellas que va a dejar en la economía real y en las secuelas en forma de empobrecimiento colectivo, paro y endeudamiento público y en sus efectos sobre la calidad de la democracia, en el sentido que le daba Stiglitz en el informe que presentó ante las Naciones Unidas el pasado mes de junio: la crisis económica ha hecho más daño a los valores fundamentales de la democracia "que cualquier régimen totalitario en tiempos recientes". El lado oscuro de la economía.

Un sistema financiero presentado, en palabras de Frederic Mishkin, ex gobernador de la Reserva Federal, como "el cerebro de la economía. Actúa como un mecanismo coordinado que asigna el capital, la savia de la actividad económica, a sus usos más productivos por parte de las familias y las empresas. Si el capital va a parar a usos equivocados o no fluye en absoluto, la economía operará de manera ineficiente y, en última instancia, el crecimiento económico será bajo". En este contexto, la historia financiera es definida (por ejemplo, por Ferguson) como una especie de montaña rusa llena de altibajos, burbujas y pinchazos, de manías y pánicos (otro homenaje a Kindleberger), de choques y conmociones. Y Guillermo de la Dehesa, que escribe desde dentro del sector, recuerda la fatalidad de ser adanistas y considerar algo excepcional las crisis financieras, pues esta que nos abruma sólo es la primera del siglo XXI de una cosecha documentada que se remonta a ochocientos años. Ramonet escribe que el capitalismo experimenta, en promedio, una crisis grave para cada diez años, pero una de la gravedad de la actual, sólo una vez cada centuria.

De la lectura de tantas páginas pesimistas se desprende la necesidad de no tratar la Gran Recesión como un paréntesis entre dos etapas brillantes en cuanto al crecimiento. Lo que vendrá después seguramente se parecerá poco a lo que había antes. Casi todos los autores pronostican una salida de crecimiento débil de la economía, con consecuencias para el empleo que durarán bastante tiempo. En este contexto, también aparecen varios libros que demandan el abandono del crecimiento económico tratado como una religión. E indican que la persecución indefinida del crecimiento es incompatible con un planeta finito. Coinciden en ello con el último informe del Banco Mundial sobre el desarrollo, que dice que siendo la disminución de la pobreza la máxima prioridad mientras la cuarta parte de la población de los países en vías de desarrollo siga viviendo con menos de 1,25 dólares al día, el cambio climático afecta al mundo entero. Esta es otra de las características más positivas de los libros comentados: la mayoría ha incorporado ya la dimensión ecológica a la lógica económica y reformista de las soluciones.