SRA. CASTRO
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El hombre es un gran faisán en el mundo, uno de las pocas obras traducidas al castellano de Herta Müller, ganadora del Premio Nobel de Literatura 2009, aborda la descomposición de una comunidad de alemanes de Rumanía durante el mandato de Ceaucuescu. La ruptura, siempre traumática, con las propias raíces y de los lazos familiares se va dibujando a base de retazos narrativos que, sirviéndose de la pérdida de la identidad como de hilo conductor, logran formar un todo coherente y desgarrador.
El molinero Windisch y su familia son el epicentro de El hombre es un gran faisán en el mundo; pero a través de sus observaciones y vivencias, la autora logra representar a la comunidad entera, que vive un tiempo suspendido, ya no propio, del que han perdido por completo las riendas. Deseando huir hacia Alemania y enfrentados a unas condiciones de vida cada vez más duras, las familias han perdido la posibilidad de interpretar una época que ya no pueden considerar como suya. El presente es, para Windisch y sus paisanos, un limbo donde esperan, desligados de pasado y futuro.
El pasado sobre todo aparece como algo remoto, ajeno ya por completo a las presentes circunstancias. Mientras emprenden y ejecutan los largos trámites (incluyendo sobornos) para poder hacerse con el pasaporte que les permitirá escapar a alguna ciudad alemana, los habitantes del pueblo se van desprendiendo de los rasgos distintivos que los convertían en miembros de una comunidad. Las leyendas, los vínculos vecinales, las tareas cotidianas, deben empezar a contemplarse con ojos extraños pero siempre nostálgicos. Desde el momento en que se toma la decisión de emigrar todo lo circundante empieza a contemplarse con los ojos de alguien que ya no está allí, como un rudimentario mecanismo de defensa contra el sentimiento de pérdida.
Los campesinos del pueblo, el propio Windisch, que escaparon de los horrores de la segunda guerra mundial o de las deportaciones a Rusia, creían haber conquistado con sus sufrimientos el derecho a permanecer, a no volver a escapar. Sin embargo, los excesos del comunismo ponen otra vez en marcha a esas almas extenuadas, obligándolas nuevamente a emprender viaje.
Y la conmoción de la emigración, ese sentimiento creciente de no pertenencia, actúa como un medio disolvente que corroe no sólo a la comunidad, sino también a las familias. Padres e hijos, en el afán de completar los requisitos necesarios para obtener el pasaporte y salir del país, van rompiendo los lazos afectivos. Cada uno se encastilla en una soledad forzada que espera del otro únicamente la ayuda precisa para poder emprender la marcha. Pero, al tiempo, ese aislamiento y ese saber que se está utilizando a quien se debería proteger (las mujeres jóvenes de las familias deben acceder a acostarse con el cura y el alguacil cómo paso indispensable para obtener el tan preciado pasaporte), es una nueve fuente de dolor y humillación.
Tan descarnada historia se realza por la prosa efectiva, parca y, sin embargo, absolutamente poética de Herta Müller, repleta de imágenes singulares llenas de fuerza y expresividad. Juzguen ustedes:
Tras la ventana murmura la lluvia. La mujer que dirige los rezos agita sus cortas pestañas como si la lluvia le cayera en la cara. Como si le barriera los ojos. Y las pestañas, rotas ya de tanto rezar. «Está cayendo un diluvio en todo el país», dice. Y ya al hablar cierra la boca, como si el agua fuera a entrarle en la garganta.
El molinero Windisch y su familia son el epicentro de El hombre es un gran faisán en el mundo; pero a través de sus observaciones y vivencias, la autora logra representar a la comunidad entera, que vive un tiempo suspendido, ya no propio, del que han perdido por completo las riendas. Deseando huir hacia Alemania y enfrentados a unas condiciones de vida cada vez más duras, las familias han perdido la posibilidad de interpretar una época que ya no pueden considerar como suya. El presente es, para Windisch y sus paisanos, un limbo donde esperan, desligados de pasado y futuro.
El pasado sobre todo aparece como algo remoto, ajeno ya por completo a las presentes circunstancias. Mientras emprenden y ejecutan los largos trámites (incluyendo sobornos) para poder hacerse con el pasaporte que les permitirá escapar a alguna ciudad alemana, los habitantes del pueblo se van desprendiendo de los rasgos distintivos que los convertían en miembros de una comunidad. Las leyendas, los vínculos vecinales, las tareas cotidianas, deben empezar a contemplarse con ojos extraños pero siempre nostálgicos. Desde el momento en que se toma la decisión de emigrar todo lo circundante empieza a contemplarse con los ojos de alguien que ya no está allí, como un rudimentario mecanismo de defensa contra el sentimiento de pérdida.
Los campesinos del pueblo, el propio Windisch, que escaparon de los horrores de la segunda guerra mundial o de las deportaciones a Rusia, creían haber conquistado con sus sufrimientos el derecho a permanecer, a no volver a escapar. Sin embargo, los excesos del comunismo ponen otra vez en marcha a esas almas extenuadas, obligándolas nuevamente a emprender viaje.
Y la conmoción de la emigración, ese sentimiento creciente de no pertenencia, actúa como un medio disolvente que corroe no sólo a la comunidad, sino también a las familias. Padres e hijos, en el afán de completar los requisitos necesarios para obtener el pasaporte y salir del país, van rompiendo los lazos afectivos. Cada uno se encastilla en una soledad forzada que espera del otro únicamente la ayuda precisa para poder emprender la marcha. Pero, al tiempo, ese aislamiento y ese saber que se está utilizando a quien se debería proteger (las mujeres jóvenes de las familias deben acceder a acostarse con el cura y el alguacil cómo paso indispensable para obtener el tan preciado pasaporte), es una nueve fuente de dolor y humillación.
Tan descarnada historia se realza por la prosa efectiva, parca y, sin embargo, absolutamente poética de Herta Müller, repleta de imágenes singulares llenas de fuerza y expresividad. Juzguen ustedes:
Tras la ventana murmura la lluvia. La mujer que dirige los rezos agita sus cortas pestañas como si la lluvia le cayera en la cara. Como si le barriera los ojos. Y las pestañas, rotas ya de tanto rezar. «Está cayendo un diluvio en todo el país», dice. Y ya al hablar cierra la boca, como si el agua fuera a entrarle en la garganta.