ISMAEL MARTÍNEZ BIURRUN
Nuevas palabras mágicas
Varias personas me habían recomendado efusivamente este libro, pero confieso que comencé a leerlo con las cejas arqueadas de escepticismo; la premisa inicial me sonaba familiar, material trillado del género de suspense fantástico: un grupo de amigos se reúne después de 25 años en un refugio de montaña, para recordar viejos tiempos, cuando a medianoche comienzan a suceder cosas extrañas...
No sólo me venía a la cabeza El cazador de sueños (que certeramente apunta Manu González en su crítica para Qué Leer), sino también —conforme avanzaba el relato— otras obras de Stephen King y también la reciente película de Shyamalan El incidente. Se trata en definitiva de un relato fantástico apoyado fundamentalmente sobre la psicología y las emociones de los personajes, un puñado de gente muy normal en el trance de asumir quiénes son y cuál es el balance de su vida en la crítica frontera de los cuarenta.
La otra referencia que he visto utilizada para comparar esta novela es La carretera, de Cormac McCarthy. Mi recelo inicial (adoro la novela de McCarthy y no concedo fácilmente el privilegio de la equiparación) pronto se diluyó y, si bien el estilo del norteamericano es infinitamente más adusto y distinguible, entendí que un mismo espíritu de destino trágico flota sobre los dos libros, apuntando quizá a una clave fundamental de la narración fantástica contemporánea (clave destapada por autores paradójicamente no fantásticos) y que tiene que ver con la derrota del pensamiento racional, pero al mismo tiempo la necesidad todavía más imperiosa de mantener ciertos códigos humanos en medio de este regreso al barbarismo; no se trata sólo de sobrevivir, sino de encontrarle (devolverle) un sentido moral a nuestra supervivencia.
Monteagudo nos presenta un paisaje en las antípodas del ceniciento mundo devastado de McCarthy; de hecho, uno tiene la impresión al leer Fin de que se trata tanto de un asunto profundamente humano como de una reivindicación de la naturaleza, una restauración repentina y justiciera de su estado de esplendor primigenio, epatante en su belleza pero también estremecedor, porque certifica el fracaso del mundo erigido por el hombre y nos presenta como un objetivo a eliminar, o peor aún, simple pasto para carnívoros.
El narrador se convierte a ratos en paisajista y se aleja para mostrarnos a los personajes en su pequeñez dentro del entorno, para a continuación acercarnos en un zoom asombroso hasta lo más profundo de su psique, pero sin abusar de la abstracción y la omnisciencia, sino recurriendo a los diálogos, en los que Monteagudo se maneja con una naturalidad maestra.
El hecho fantástico puede adquirir categoría apocalíptica, pero el narrador consigue mantener bien atado el nexo entre el todo imposible, la derrota global de la humanidad, con las pequeñas batallas del individuo contra sus miedos y sus demonios particulares.
He aquí un libro importante, además de apasionante. Otra demostración (y aquí sí me atrevo a compararlo con La carretera) de que la calidad literaria y la solvencia psicológica no están reñidas con el pulso y el suspense de best seller, ni mucho menos con la fantasía. Un libro revelador y asombroso. ¡Compradlo! ¡Leedlo! ¡No esperéis a la película!
No sólo me venía a la cabeza El cazador de sueños (que certeramente apunta Manu González en su crítica para Qué Leer), sino también —conforme avanzaba el relato— otras obras de Stephen King y también la reciente película de Shyamalan El incidente. Se trata en definitiva de un relato fantástico apoyado fundamentalmente sobre la psicología y las emociones de los personajes, un puñado de gente muy normal en el trance de asumir quiénes son y cuál es el balance de su vida en la crítica frontera de los cuarenta.
La otra referencia que he visto utilizada para comparar esta novela es La carretera, de Cormac McCarthy. Mi recelo inicial (adoro la novela de McCarthy y no concedo fácilmente el privilegio de la equiparación) pronto se diluyó y, si bien el estilo del norteamericano es infinitamente más adusto y distinguible, entendí que un mismo espíritu de destino trágico flota sobre los dos libros, apuntando quizá a una clave fundamental de la narración fantástica contemporánea (clave destapada por autores paradójicamente no fantásticos) y que tiene que ver con la derrota del pensamiento racional, pero al mismo tiempo la necesidad todavía más imperiosa de mantener ciertos códigos humanos en medio de este regreso al barbarismo; no se trata sólo de sobrevivir, sino de encontrarle (devolverle) un sentido moral a nuestra supervivencia.
Monteagudo nos presenta un paisaje en las antípodas del ceniciento mundo devastado de McCarthy; de hecho, uno tiene la impresión al leer Fin de que se trata tanto de un asunto profundamente humano como de una reivindicación de la naturaleza, una restauración repentina y justiciera de su estado de esplendor primigenio, epatante en su belleza pero también estremecedor, porque certifica el fracaso del mundo erigido por el hombre y nos presenta como un objetivo a eliminar, o peor aún, simple pasto para carnívoros.
El narrador se convierte a ratos en paisajista y se aleja para mostrarnos a los personajes en su pequeñez dentro del entorno, para a continuación acercarnos en un zoom asombroso hasta lo más profundo de su psique, pero sin abusar de la abstracción y la omnisciencia, sino recurriendo a los diálogos, en los que Monteagudo se maneja con una naturalidad maestra.
El hecho fantástico puede adquirir categoría apocalíptica, pero el narrador consigue mantener bien atado el nexo entre el todo imposible, la derrota global de la humanidad, con las pequeñas batallas del individuo contra sus miedos y sus demonios particulares.
He aquí un libro importante, además de apasionante. Otra demostración (y aquí sí me atrevo a compararlo con La carretera) de que la calidad literaria y la solvencia psicológica no están reñidas con el pulso y el suspense de best seller, ni mucho menos con la fantasía. Un libro revelador y asombroso. ¡Compradlo! ¡Leedlo! ¡No esperéis a la película!