La calle que no calla


La eterna cabina inglesa, pero de ganchillo; zapatos iluminados en las feroces obras madrileñas, contenedores convertidos en enormes rostros, un falso cadáver flotando en el agua... Hace casi treinta años que el arte callejero está en los museos. Pero sigue cambiando y es cada vez más decorativo, puro espectáculo. Te traemos lo último en ‘street art’


HELENA CELDRÁN
Calle 20




Una noche de comienzos de otoño, una chica y dos chicos se cuelan en las zanjas de las obras de la calle Serrano de Madrid. Nada que ver con la superficie urbana: el aire es húmedo y huele a tierra. Unos hierros salen del subsuelo como ramas peladas. Arriba los espera una fila de barreras de plástico rojo y blanco. Luzinterruptus, que así se llaman los intrusos, adornan la muralla bicolor con elegantes zapatos de señora con una bombilla autónoma dentro. La hilera que forman los convierte en la instalación artística Pasa como puedas, en alusión a la frecuente aventura madrileña de esquivar hoyos.

La ciudad, dominada por la gama de grises de asfalto, hormigón, adoquines y mobiliario urbano, es el escenario de los creadores callejeros que quieren romper con la monotonía de los que pisan el suelo como autómatas en lugar de caminar. «Queremos que la carrera de ratas de Londres se convierta, por un momento, en un paseo mullido», dicen Knit the City, artistas del ganchillo urbano. «Es interesante ver cómo la gente se agrupa en torno a algo y, al rato, se vuelven a dispersar. Aunque más impresionantes son los coches de bomberos y los artificieros...», añade Mark Jenkins refiriéndose a los muñecos realistas con los que más de una vez ha alterado el ritmo del día. El colectivo berlinés Mentalgassi no tiene dudas: esto es urban entertainment. Diversión en las calles para recordar que no sólo son un lugar de paso, sino un espacio común que se debe disfrutar.

«Como los perros en su momento de recreo, necesitamos salir para dejar libres nuestros pensamientos, cazar ideas, esbozar, desarrollar, repensar...». En alemán, gassi gehen significa pasear al perro. La inspiración que llega olisqueando rincones y descubriendo la belleza en lo ignorado por otros es el método para crear de Mentalgassi, un grupo de alemanes que de momento se ha dejado ver en Berlín y, por pura anécdota, en Canarias. Su rastro es bien llamativo. Transforman los contenedores de reciclaje, aprovechando las formas curvas, en cabezas de gente anónima que hace muecas. Las máquinas expendedoras de billetes de metro tampoco se libran: Mentalgassi las cubre con grandes pegatinas-retrato donde la boca coincide con la ranura por la que sale el tique.

Ahora añaden a su catálogo de expresiones callejeras una serie llamada Public intimacy (Intimidad pública). Siguiendo el título, han adornado un vagón de metro como una salita de estar, han montado un dormitorio en medio de la calle o han convertido una cabina en una ducha con mampara. Confiesan que no saben adónde los va a llevar esta serie: «El arte callejero tiene que ser un escape de la rutina, y eso implica libertad para hacer lo que se nos ocurra en el momento, sin ceñirnos a un proyecto».

Ya han hecho suyos puntos de reciclaje, cabinas telefónicas, bancos o marquesinas con anuncios publicitarios. «Nos atrevemos con cualquier cosa que no sea un edificio y le ponemos cara para que rompa con el anonimato que reina en las grandes ciudades. El espacio público pertenece a todo el mundo y, a la vez, a nadie. ¿Por qué no usarlo para mostrar a la gente tu interpretación?».

Uno de estos tres anónimos paseadores de perros afincados en Berlín dice: «Mucho mobiliario urbano queda ignorado porque aún no ha sido transformado en algo especial y bonito». Lo mismo opinan los miembros del colectivo madrileño Luzinterruptus, que tiene menos de un año de vida. Con su arte iluminado quiere «embellecer o sacar del anonimato lugares u objetos que nos parecen artísticos y extraordinarios». La luz es la materia prima. ¿El objetivo? A veces un mero capricho estético, a veces una leve denuncia.

A pesar de haber participado en la última edición de la Noche en Blanco, que organiza el Ayuntamiento de Madrid, Luzinterruptus dice no estar de acuerdo con el modo en que se gestiona la ciudad. «Se está convirtiendo en una dura urbe de cemento, bañada de luz artificial, con una sobredosis de publicidad y un uso fraudulento de las calles y plazas para actividades mercantilistas que anulan los espacios gratuitos de recreo».

Si ves un problema, ilumínalo. Para simbolizar la muerte de una plaza como espacio social, Luzinterruptus transformó los incómodos bancos de piedra sin respaldo en lápidas iluminadas, con velas, flores y fotos de supuestos difuntos. En otras incursiones colocaron lo que parecían sirenas de policía encima de los coches aparcados de una calle o añadieron tulipas a las farolas para crear un ambiente más íntimo.

Utilizan la luz «por su gran impacto visual» y su arte es efímero pero no les importa. Lo toman como parte del juego: «Nos llamamos Luzinterruptus porque nuestras instalaciones, si tienen fácil acceso, desaparecen al poco rato de ser dejadas en la calle. Nos gustaría que duraran más, pero es normal que al ver un objeto iluminado y abandonado en la vía pública la gente se lo quiera llevar».

La valentía ahí fuera

El reclamo de las calles, el activismo, la subversión, luchar por la abolición de la propiedad privada o la improvisación cultural son los motivos del arte callejero desde que nació a finales de los años sesenta, mucho antes de que Banksy creara sus demoledoras plantillas antisistema. En los setenta, John Fekner ya las hacía de fechas, palabras y símbolos en los lugares más degradados de Nueva York (que entonces eran muchos), para resaltar los problemas etiquetándolos. El objetivo era que alguien, ya fueran autoridades o ciudadanos, se sintiera responsable y tomara la iniciativa.

La década siguiente vio cómo el arte callejero entraba en las galerías de arte y los museos. Ahora, el grafiti y las plantillas siguen rizando el rizo y, a su lado, se utilizan cada vez más variedad de materiales para expresar ideas en la calle. «No se trata de nombres o influencias, sino de un sentimiento que tiene que salir. Admiramos la valentía que hay en todo el arte callejero», comentan las londinenses Knit the City.

Comenzaron a actuar en verano de este año. Cubrieron de ganchillo una cabina telefónica en la plaza del Parlamento Británico, un lugar emblemático y vigilado. Pronto se dirigieron a ellas dos bobbies con su atuendo de postal, para hacerles preguntas y catalogar la acción con una nota, dando cuenta de que no habían quitado ojo a las chicas de la cabina mullida: «Motivos de la investigación: vistas decorando una cabina telefónica». Uno de los policías no pudo resistirse a fotografiar el hallazgo con el móvil para enseñárselo a su mujer, que por lo visto hace ganchillo.

El público es el cómplice

En tono de fantasía infantil, Knit the City cuenta que sus creaciones no quieren ser sólo prendas de vestir o mantitas de sofá. «A nuestro ganchillo le gusta pasear por la ciudad. Nosotras simplemente lo dejamos». Sus trabajos pueden ser pequeños, como una enredadera de hojas verdes camuflada entre vegetación auténtica o pequeñas fundas para barandillas o farolas. A todos les ponen una etiqueta que aclara que ellas, siete en total, son las autoras. Otros proyectos son más aparatosos, como la tela de araña que colocaron en un paso subterráneo, hecha de hilos de lana con tristes insectos de ganchillo atrapados en la maraña. La gente no tardó mucho en caer en la tentación y llevarse a casa alguna de las criaturas enganchadas.

«Pienso en 3-D y no me gusta el zumbido del aerosol». Así de simples son los motivos por los que Mark Jenkins (Virginia (EE UU), 1970) busca otras vías de expresión distintas al grafiti. Con cinta de embalar ha modelado jirafas comiendo de los árboles de un parque o patos nadando en charcos junto a las aceras. También ha repartido por medio mundo sus Storkers (de stork, cigüeña en inglés), unos bebés hechos también de cinta. Se trata de que quien se sienta atraído por esos niños de plástico se los lleve y los cuide. La lista de países en los que ya puedes encontrar alguno por la calle se va ampliando: EE UU, Francia, Holanda, Italia, Portugal, España (Fuerteventura), Brasil, Japón...

A Jenkins no le gusta responder a preguntas y escurre el bulto con respuestas que no vienen a cuento: «Tengo una especie de antifilosofía sobre mi trabajo porque paso muy poco tiempo filosofando sobre él. Hay una narrativa subyacente en lo que hago, pero es una historia que se cuenta a sí misma, sin que yo tenga nada que decir». Los protagonistas de este cuento son las figuras humanas que deja en la calle, a tamaño natural, de personas que ocultan su rostro con una capucha, un pasamontañas o una peluca y que tienen actitudes extrañas e incomprensibles: una chica sentada en lo alto de un edificio, un cuerpo sin cabeza empotrado en un muro o tres pares de piernas saliendo de una enorme bolsa de basura. Parecen desasosegantes e incluso peligrosos y Mark reconoce que la policía se ha sentido «irritada» por sus instalaciones.

No hay factor sorpresa fuera de contexto

El nervio de ser descubiertos o las ganas de ser vistos lleva a muchos artistas callejeros a participar en exposiciones colectivas o a exponer su trabajo en galerías de arte. El resultado no siempre es el deseado. Mentalgassi cuenta que quiere «estar donde está la gente y no en un museo. Hemos participado en exposiciones y lo cierto es que ha sido poco satisfactorio. La gente va con expectativas, con la mente menos abierta. Si tu trabajo se ve en la calle es como colarse en un estreno: quien lo ve es receptivo y eso es mucho más excitante que exponer». Jenkins también se muestra escéptico con el gran público y el arte institucionalizado: «La evolución del arte hacia las galerías y la comercialización lo han perjudicado».

¿Por qué el arte callejero sigue reinventándose después de tanto tiempo?, ¿por qué la calle no se calla? Tal vez por una necesidad vital, no sólo de los artistas que no dejan de florecer, sino del público espontáneo, de los urbanitas que nos encogemos un poco cada día hasta volvernos microscópicos entre edificios enormes y prisas sin sentido, olvidándonos con injusticia de lo que nos puede (y debe) ofrecer la calle: un barrio, un portal, una plaza... Lugares para hablar, soñar o jugar a las canicas, la comba o el pilla-pilla.

Es posible que el arte callejero funcione como un contrapeso a lo arisca que puede parecer a veces la metrópolis. Se ha convertido en una seña de identidad de la gran ciudad y descubrirlo nos hace cómplices. Lo único que pide a cambio es que lo miremos. Su objetivo es hacernos reflexionar, reír, inquietarnos o asombrarnos de que, incluso en medio del caos del semáforo que se va a poner en rojo o del retraso que lleva el autobús, siempre haya alguien pensando en los detalles.