El 'dandy' y su fantasma


Una exposición en el Centro Galego de Arte Contemporánea parte de la personalidad y la obra de Beau Brummell, Oscar Wilde y Baudelaire para mostrar los rasgos y la vigencia del dandismo en el arte contemporáneo


VICENTE MOLINA FOIX
El País




El más famoso dandy de la historia, George Beau Brummell, murió pobre, sucio y loco en una humilde pensión de Caen, negándose hasta el último instante a ingresar en un asilo, mientras repetía a sus escasos benefactores: "No debo nada. No debo nada". Y en la fase final de locura -según cuenta Edith Sitwell, que lo catalogó entre sus ingleses excéntricos- el antes temido árbitro de la elegancia londinense pasaba las horas desastrado e inmóvil, haciéndose anunciar las amistades que creía ver agolpadas ante su cuartucho: la duquesa de Devonshire, el duque de Beaufort o el Príncipe Regente, después Jorge IV, que le admiró y protegió hasta que su paciencia con el insolente bufón cortesano llegó al hartazgo. Todos esos nobles y royals habían muerto ya, y el aire que entraba del rellano cada vez que el criado abría la puerta helaba aún más a Brummell, que no tenía dinero ni para encender el fuego. Aun así, su voz apenas audible hacía esfuerzos por corresponder a las atenciones de sus imaginarios visitantes, indicándoles que se sentaran en divanes inexistentes y probaran los dulces con los que el goloso dandy soñaba; así hasta las diez de la noche, hora en la que el sirviente hacía saber que los carruajes y los lacayos esperaban a sus señores frente a la mansión.

No todos los dandies han sufrido tan mal destino, aunque una muerte en la penuria o antes de tiempo contribuye mucho a forjar las leyendas del gran mundo. Durar poco o no mantener constantemente el brillo de la elegancia tienen por lo demás su lógica casi obligada en personajes cuyo renombre surge del más efímero y deslizante suelo que hay, el de la moda. Beau Brummell, frívolo e inconstante también en sus galanteos, murió a los 61, pero Lord Byron, que sintió siempre envidia por su contemporáneo, cayó antes de cumplir los 36 combatiendo por la independencia de Grecia, después de haber llevado una vida amorosa incontable. Con todo, no le faltó al autor de Las peregrinaciones de Childe Harold una cualidad infalible entre los dandies: los celos mutuos. Hay testimonios de que al poeta con título nobiliario le mortificaba reconocer que Brummell, nieto de un comerciante y según malas lenguas (desautorizadas por la historia) hijo de un pastelero, vestía mejor que él, llegando a decir Byron, en un rapto de obsequiosa malicia, que la levita de Brummell tenía más pensamiento que su cabeza.

Pero no sólo el hábito del buen vestir hace al dandy. Balzac, que dedicó al asunto un minucioso tratado, sostenía que "para ser elegante es necesario gozar del ocio sin haber pasado por el trabajo". Brummell se ajusta perfectamente a esa definición, pues, salvo un corto periodo como militar, no se le conoce ocupación ni siquiera hobby más allá del esfuerzo de elegir vestuario y jugar a los naipes, un vicio que le llevaría a su ruina y exilio en Francia.

¿Quiénes son los dandies de hoy? He leído en algún sitio que David Beckham pasa por serlo, y quizá (me lo cuentan quienes saben de esto) su decadencia actual en los terrenos de juego reforzaría tal opinión, si pensamos en la sentencia de Baudelaire: "El dandismo es un sol poniente; al igual que el astro que declina, es soberbio, privado de calor y pletórico de melancolía". El rostro del bello durmiente Beckham retratado en vídeo por la artista británica Sam Taylor-Wood refleja tal vez una inquietud, una nube negra cruzándole la cabeza, pero yo diría que lo más dandy del futbolista sería su gusto por llevar ropa interior femenina. O los prolijos tatuajes sicalíptico-religiosos que se ha hecho, diez, por lo visto. Tatuarse la piel, siempre que no se caiga en la trillada voluta de catálogo que adorna los tobillos de tantos chicos, me parece un signo de disidencia narcisista equivalente -salvando las distancias- al clavel verde del ojal de Oscar Wilde.

Hace bastantes años, en el prólogo a la edición de una antología de textos franceses sobre el dandismo que publicó Anagrama, Salvador Clotas sugería, sirviéndose de un ocurrente cuadro sinóptico de nombres y caracteres, una ecuación inesperada, según la cual habría una línea dandy que iba de Cristo a Beau Brummell y desde Brummell llegaba al Che Guevara, quien indudablemente posee, y no parece perderlo con el tiempo y las revelaciones de su horrendo historial político, el halo del santoral demoniaco y los rasgos de una belleza agreste aunque estudiada. Así que es evidente que se puede ser dandy sin guardarropa. Más que la cantidad, importa la persistencia en un gesto, un símbolo o un color de vestido; el negro, tan destacado por Baudelaire, admite matices infinitos, y bien podría ser en su variedad el uniforme histórico de la milicia dandista.

Cuando contemporáneamente, es decir, después de Larra y de Alejandro Sawa y de Valle-Inclán, se ha hablado de dandies españoles, los nombres propuestos eran descorazonadores. Con todos mis respetos por los difuntos, creer que Antonio de Senillosa (con esas camisas de puños y cuello de distinto color al resto) o Francisco Umbral, el de las bufandas tricotadas, lo eran, significa confundir malamente el concepto, olvidando además el origen de la palabra, que empezó a usarse en su sentido actual a principios del XIX en Gran Bretaña, aunque se duda de que procedente del francés dandin (el que se contonea) o del inglés Jack-a-dandy, individuo gallardo y presumido. Como tantos términos aceptados después con orgullo por sus titulares, dandy tenía entonces, y la tuvo hasta bien entrado el siglo XX, una connotación ridícula.

Nunca se habla del dandy en femenino, a pesar de que, tras Baudelaire, las cosas más juiciosas sobre el dandismo las han escrito mujeres: la citada Sitwell, la filósofa francesa Françoise Coblence o Virginia Woolf. Esta última escribió un ensayo sobre Beau Brummell que es un prodigio de concisión e inteligencia; sin negar la profunda superficialidad de quien fue modelo de todos los dandies posteriores, Woolf le reconoce a Brummell, además de un gusto anticipatorio del camp, la suave perversidad del genio disconforme, relatando el dicho brummelliano, tan influyente en Wilde, de que si viera ahogándose en un estanque a un hombre y a un perro, sin dudarlo salvaría al perro, siempre que nadie le estuviese mirando a él. El fantasma de Brummell, escribe la autora de Las horas, "sigue circulando entre nosotros".

Se me ocurren varias figuras de dandy con personalidad de mujer, y no sólo en el entorno del grupo de Bloomsbury que rodeaba y continuó a la propia Virginia Woolf. En la Francia del XVIII, avant la lettre por tanto, hubo literatas que cumplen sin duda los requisitos, como los cumplen con un perfil muy moderno ciertas actrices del cine mudo y de después, empezando por Marlene Dietrich. La androginia, al menos de apariencia, no es absolutamente necesaria, pero ayuda: a Beckham y a Woolf, quien, no se olvide, creó con su Orlando un prototipo enigmático y elocuente del dandy eterno.