Se cumplen 30 años de la publicación de ‘Música para camaleones’, la última obra de Truman Capote, un punto de referencia cultural obligado para escritores y lectores
NELSON FREDDY PADILLA
El Espectador
“Madame Bovary soy yo” es la respuesta más reveladora de Flaubert. “Soy un alcohólico. Un drogadicto. Un homosexual. Soy un genio”, es la confesión de Truman Capote en la autoentrevista que cierra Música para camaleones, su última creación publicada en 1980, cuatro años antes de morir a causa de una sobredosis. El epílogo de su vida lo dedicó a reflexionar sobre el arte de escribir entre la literatura y el periodismo, un talento que el legendario autor de A sangre fría convirtió en obsesión desde que ganó concursos de cuento en la escuela y fue contratado por The New Yorker cuando todavía no era mayor de edad.
La prosa le fluía de forma natural, aunque siempre cruda e irreverente. “Empecé a escribir sin saber que me había encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y este sólo tiene por finalidad la autoflagelación”. El título Música para camaleones está inspirado en uno de los relatos del libro, la historia de una aristócrata en la isla de Martinica que cuando empieza a interpretar las notas de Mozart en el piano, los camaleones se reúnen por docenas en su terraza, cambiando de color absortos en la música.
El libro demuestra cómo Capote hizo de su vida y de su profesión un juego de prismas, desde su estrambótica forma de vestir hasta sus adicciones. En el prefacio hace un balance definitivo sobre sus etapas como autor y se queda con el lenguaje eficaz que le brindó el periodismo sin perder la capacidad de sugestión propia de la ficción. Nunca dejó de experimentar, de interrogarse. “¿Cómo puede un escritor combinar con buen resultado dentro de una sola forma todo lo que sabe de todas las otras formas literarias?”. Capote era tan pequeño y tan colorido que en Nueva Orleans, su ciudad natal, lo apodaban Jockey, porque parecía un jinete, no cualquier jinete, uno de puros de carreras, y él fantaseaba con ser el sabelotodo de un hipódromo al que todo el mundo quería consultar en busca del dato oculto.
Factor camaleón: “Un escritor debía tener a su disposición, sobre su paleta, todos los colores, todas las habilidades para poderlos combinar y, cuando fuera apropiado, aplicar simultáneamente”. Experimentó con todos los estilos y técnicas, influido por los clásicos franceses que dominaba en su idioma original hasta por sus contemporáneos norteamericanos. Se valió de la música y de la pintura para desarrollar mayor sensibilidad y capacidad de observación hasta “lograr un virtuosismo tan fuerte y flexible como la red de un pescador”.
Luego, todo sucedió
Sin embargo, tiró a la basura novelas como Crucero de verano (1943), rescatada ahora por Mondadori, y nunca terminó Plegarias atendidas (editada así por Anagrama), la otra versión de su vida, y de En busca del tiempo perdido, de Proust. Látigo. El costo de aspirar —su palabra preferida— a un lugar en el “altar de la técnica”, al “gran arco”, el “gran diseño total” que exige comienzo, medio y final, así como la arquitectura de la división de párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo —su arma predilecta—. El mundo literario lo reconoció como genio de la no ficción por A sangre fría (1966), se hizo famoso entre los famosos, pero tampoco le bastó demostrarle a Norman Mailer que el periodismo literario no es “un fracaso de la imaginación”, sino una forma de arte inagotable.
La fuerza de buena parte de sus obras reside en la transformación de lo coloquial en literario hasta lograr el “deslumbramiento”. Para él y para muchos críticos, un escalón más arriba que A sangre fría. “Mi estilo se volvía demasiado denso, requería tres páginas para conseguir el efecto que podía lograr en un solo párrafo”. Fue admitir que “la mayoría de los escritores, incluso los mejores, recargan las tintas”. Capote prefirió “aligerarlas, usar un estilo simple y cristalino como un arroyo de campo”. “Volví al jardín de infantes, a reconstruir conversaciones cotidianas con personas comunes, de una manera severa y mínima”, hasta decantar todo lo que sabía o creía saber. “Después de escribir cientos de páginas sencillas, llegué a conseguir un estilo”.
Se volvió a adaptar como un camaleón, filtrando detalles como Flaubert en Salambó, para describir la fastuosa fachada del palacio cartaginés de Amílcar deteniéndose en las verjas de cobre que tendió para evitar el ingreso de los escorpiones. Un ejemplo de Capote es la lección de terror que logró en el libro que hoy evocamos y que incluye la novela corta Féretros tallados a mano.
Brillante y perturbado, se identificó con Flaubert desde que leyó el cuento San Julián el hospitalario, el relato de un niño que descubre que le gusta matar y acaba con la vida de su padre y de su madre. El camino del pecado y el arrepentimiento para encontrar a Dios. El mandamiento de la doble vida de Capote: un día a manteles con los magnates de Nueva York o las estrellas de Hollywood y al siguiente en un pabellón de sentenciados a muerte tratando de entender las motivaciones de un asesino. Lo acusan de haberse enamorado de uno de los que mataron a los Clutter de A sangre fría. Conoció personalmente al clan de los Kennedy y también a sus asesinos.
Despertaba y transpiraba amores u odios, no medias tintas. Amigo de grandes escritores como el novelista inglés E. M. Forster o el japonés Yukio Mishima —quien creía que Capote se iba a suicidar primero que él—, exprimió lo que le dio la gana de Faulkner (Luz de agosto), de Fitzgerald (Un diamante grande como el Ritz), de Wilde, al tiempo que profesaba su odio contra Hemingway, Wolfe, Mailer. Aspiraba cocaína, frecuentaba burdeles, participaba de orgías con actrices, actores y músicos, y encontraba tiempo para escribir en periódicos y revistas, y para él mismo. Como García Márquez, no veía límites entre periodismo y literatura, sino el mismo oficio nacido de la misma vocación.
La prosa le fluía de forma natural, aunque siempre cruda e irreverente. “Empecé a escribir sin saber que me había encadenado, de por vida, a un amo noble pero despiadado. Cuando Dios nos ofrece un don, al mismo tiempo nos entrega un látigo, y este sólo tiene por finalidad la autoflagelación”. El título Música para camaleones está inspirado en uno de los relatos del libro, la historia de una aristócrata en la isla de Martinica que cuando empieza a interpretar las notas de Mozart en el piano, los camaleones se reúnen por docenas en su terraza, cambiando de color absortos en la música.
El libro demuestra cómo Capote hizo de su vida y de su profesión un juego de prismas, desde su estrambótica forma de vestir hasta sus adicciones. En el prefacio hace un balance definitivo sobre sus etapas como autor y se queda con el lenguaje eficaz que le brindó el periodismo sin perder la capacidad de sugestión propia de la ficción. Nunca dejó de experimentar, de interrogarse. “¿Cómo puede un escritor combinar con buen resultado dentro de una sola forma todo lo que sabe de todas las otras formas literarias?”. Capote era tan pequeño y tan colorido que en Nueva Orleans, su ciudad natal, lo apodaban Jockey, porque parecía un jinete, no cualquier jinete, uno de puros de carreras, y él fantaseaba con ser el sabelotodo de un hipódromo al que todo el mundo quería consultar en busca del dato oculto.
Factor camaleón: “Un escritor debía tener a su disposición, sobre su paleta, todos los colores, todas las habilidades para poderlos combinar y, cuando fuera apropiado, aplicar simultáneamente”. Experimentó con todos los estilos y técnicas, influido por los clásicos franceses que dominaba en su idioma original hasta por sus contemporáneos norteamericanos. Se valió de la música y de la pintura para desarrollar mayor sensibilidad y capacidad de observación hasta “lograr un virtuosismo tan fuerte y flexible como la red de un pescador”.
Luego, todo sucedió
Sin embargo, tiró a la basura novelas como Crucero de verano (1943), rescatada ahora por Mondadori, y nunca terminó Plegarias atendidas (editada así por Anagrama), la otra versión de su vida, y de En busca del tiempo perdido, de Proust. Látigo. El costo de aspirar —su palabra preferida— a un lugar en el “altar de la técnica”, al “gran arco”, el “gran diseño total” que exige comienzo, medio y final, así como la arquitectura de la división de párrafos, la puntuación, el empleo del diálogo —su arma predilecta—. El mundo literario lo reconoció como genio de la no ficción por A sangre fría (1966), se hizo famoso entre los famosos, pero tampoco le bastó demostrarle a Norman Mailer que el periodismo literario no es “un fracaso de la imaginación”, sino una forma de arte inagotable.
La fuerza de buena parte de sus obras reside en la transformación de lo coloquial en literario hasta lograr el “deslumbramiento”. Para él y para muchos críticos, un escalón más arriba que A sangre fría. “Mi estilo se volvía demasiado denso, requería tres páginas para conseguir el efecto que podía lograr en un solo párrafo”. Fue admitir que “la mayoría de los escritores, incluso los mejores, recargan las tintas”. Capote prefirió “aligerarlas, usar un estilo simple y cristalino como un arroyo de campo”. “Volví al jardín de infantes, a reconstruir conversaciones cotidianas con personas comunes, de una manera severa y mínima”, hasta decantar todo lo que sabía o creía saber. “Después de escribir cientos de páginas sencillas, llegué a conseguir un estilo”.
Se volvió a adaptar como un camaleón, filtrando detalles como Flaubert en Salambó, para describir la fastuosa fachada del palacio cartaginés de Amílcar deteniéndose en las verjas de cobre que tendió para evitar el ingreso de los escorpiones. Un ejemplo de Capote es la lección de terror que logró en el libro que hoy evocamos y que incluye la novela corta Féretros tallados a mano.
Brillante y perturbado, se identificó con Flaubert desde que leyó el cuento San Julián el hospitalario, el relato de un niño que descubre que le gusta matar y acaba con la vida de su padre y de su madre. El camino del pecado y el arrepentimiento para encontrar a Dios. El mandamiento de la doble vida de Capote: un día a manteles con los magnates de Nueva York o las estrellas de Hollywood y al siguiente en un pabellón de sentenciados a muerte tratando de entender las motivaciones de un asesino. Lo acusan de haberse enamorado de uno de los que mataron a los Clutter de A sangre fría. Conoció personalmente al clan de los Kennedy y también a sus asesinos.
Despertaba y transpiraba amores u odios, no medias tintas. Amigo de grandes escritores como el novelista inglés E. M. Forster o el japonés Yukio Mishima —quien creía que Capote se iba a suicidar primero que él—, exprimió lo que le dio la gana de Faulkner (Luz de agosto), de Fitzgerald (Un diamante grande como el Ritz), de Wilde, al tiempo que profesaba su odio contra Hemingway, Wolfe, Mailer. Aspiraba cocaína, frecuentaba burdeles, participaba de orgías con actrices, actores y músicos, y encontraba tiempo para escribir en periódicos y revistas, y para él mismo. Como García Márquez, no veía límites entre periodismo y literatura, sino el mismo oficio nacido de la misma vocación.